Textos más populares este mes de Vicente Blasco Ibáñez | pág. 10

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autor: Vicente Blasco Ibáñez


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Un Silbido

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El entusiasmo caldeaba el teatro. ¡Qué debut! ¡Qué Lohengrin! ¡Qué tiple aquella!

Sobre el rojo de las butacas destacábanse en el patio las cabezas descubiertas o las torres de lazos, flores y tules, inmóviles, sin que las aproximara el cuchicheo ni el fastidio; en los palcos silencio absoluto; nada de tertulias y conversaciones a media voz; arriba, en el infierno de la filarmonía rabiosa, llamado irónicamente paraíso, el entusiasmo se escapaba prolongado y ruidoso, como un inmenso suspiro de satisfacción, cada vez que sonaba la voz de la tiple, dulce, poderosa y robusta. ¡Qué noche! Todo parecía nuevo en el teatro. La orquesta era de ángeles: hasta la araña del centro daba más luz.

En aquel entusiasmo tomaba no poca parte el patriotismo satisfecho. La tiple era española, la López, sólo que ahora se anunciaba con el apellido de su esposo el tenor Franchetti; un gran artista que, casándose con ella, la había hecho ascender a la categoría de estrella. ¡Vaya una mujer! Legítima de la tierra. Esbelta, arrogante; brazos y garganta con adorables redondeces, y los blancos tules de Elsa amplios en la cintura, pero estrechos y casi estallando con la presión de soberbias curvas. Sus ojos negros, rasgados, de sombrío fuego, contrastaban con la rubia peluca de la condesa de Brabante. La hermosa española era en la escena la mujer tímida, dulce y resignada que soñó Wágner, confiando en la fuerza de su inocencia, esperando el auxilio de lo desconocido.

Al relatar su ensueño ante el emperador y su corte, cantó con expresión tan vagorosa y dulce, los brazos caídos y la extática mirada en lo alto, como si viese llegar montado en una nube al misterioso paladín, que el público no pudo contenerse ya, y como la retumbante descarga de una fila de cañones, salió de todos los huecos del teatro, hasta de los pasillos, la atronadora detonación de aplausos y gritos.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 72 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Paella del «Roder»

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Fue un día de fiesta para la cabeza del distrito la repentina visita del diputado, un señorón de Madrid, tan poderoso para aquellas buenas gentes, que hablaban de él como de la Santísima Providencia. Hubo gran paella en el huerto del alcalde; un festín pantagruélico, amenizado por la banda del pueblo y contemplado por todas las mujeres y chiquillos, que asomaban curiosos tras las tapias.

La flor del distrito estaba allí: los curas de cuatro o cinco pueblos, pues el diputado era defensor del orden y los sanos principios; los alcaldes y todos los muñidores que en tiempos de elección trotaban por los caminos trayéndole a don José las actas incólumes para que manchase su blanca virginidad con cifras monstruosas.

Entre las sotanas nuevas y los trajes de fiesta oliendo a alcanfor y con los pliegues del arca, destacábanse majestuosos los lentes de oro y el negro chaqué del diputado; pero a pesar de toda su prosopopeya, la Providencia del distrito apenas si llamaba la atención.

Todas las miradas eran para un hombrecillo con calzones de pana y negro pañuelo en la cabeza, enjuto, bronceado, de fuertes quijadas, y que tenía al lado un pesado retaco, no cambiando de asiento sin llevar tras sí la vieja arma, que parecía un adherente de su cuerpo.

Era el famoso Quico Bolsón, el héroe del distrito, un roder con treinta años de hazañas, al que miraba la gente joven con terror casi supersticioso, recordando su niñez, cuando las madres decían para hacerles callar: «¡Que viene Bolsón!»


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 65 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Tumba de Alí-Bellús

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Era en aquel tiempo —dijo el escultor García— en que me dedicaba, para conquistar el pan, a restaurar imágenes y dorar altares, corriendo de este modo casi todo el reino de Valencia.

Tenía un encargo de importancia: restaurar el altar mayor de la iglesia de Bellús, obra pagada con cierta manda de una vieja señora, y allá fuí con dos aprendices, cuya edad no se difenrenciaba mucho de la mía. Vivíamos en casa del cura, un señor incapaz de reposo, que apenas terminaba su misa ensillaba el macho para visitar a los compañeros de las vecinas parroquias, o empuñaba la escopeta, y con balandrán y gorro de seda, salía a despoblar de pájaros la huerta. Y mientras él andaba por el mundo, yo con mis dos compañeros metidos en la iglesia, sobre los andamios del altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII, sacando brillo a los dorados o alegrándoles los mofletes a todo un tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos juguetones.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 77 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Idilio Nihilista

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando Alejandro se despertó tuvo un ligero sobresalto.

Abrió los ojos, incorporóse sobre la cama y contempló con asombro aquella estancia que le era desconocida.

Poco a poco la realidad fué disipando las nieblas que el sueño habla amontonado sobre su cerebro, y conoció que ya no se hallaba en el tren, sino en el cuarto de la modesta posada.

Su cuerpo se hallaba todavía resentido por el largo viaje, y en sus oídos zumbaban el ronco silbido de la locomotora, el trepidar de los vagones, los chasquidos de las ruedas y el murmullo producido por las insulsas conversaciones de los compañeros de viaje.

Su mirada soñolienta y nublada paseóse rápidamente por todos los rincones del mezquino cuarto.

Alejandro, la noche anterior, no había tenido tiempo para fijarse en aquel, pues apenas se encontró solo tendióse rendido sobre la cama, y a los pocos momentos fué presa del sueño.

La habitación que ocupaba el joven no se diferenciaba en nada de las de todas las posadas rusas.

El techo, el pavimento y las paredes eran de madera reforzada con argamasa, y la estancia sólo recibía la luz a través de una irregular y mezquina ventana con vidrieras compuestas de cristales de diferentes colores.

Los muebles eran escasos y malos: una cama de álamo vieja y desvencijada, dos taburetes de la misma madera, y un arcón lleno de remiendos y clavos, que lo mismo podía servir para guardar objetos que como mesa o confidente.

Las paredes estaban desnudas de todo adorno, y sólo en un rincón y pegado con engrudo veíase el retrato del Czar grotescamente pintarrajeado y envuelto en el tradicional manto imperial.

Todo este aspecto que presentaba la habitación lo abarcó Alejandro de una sola ojeada.

Después permaneció inmóvil sobre la cama, hasta que comprendiendo por la luz que atravesaba las vidrieras que debía ser algo tarde, levantóse de aquélla de un salto.


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Dominio público
24 págs. / 42 minutos / 58 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Marinoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo Ramón Ortega.

I

José no tenía otro amor ni otra familia en el mundo que aquella máquina, junto a la cual había pasado casi toda su existencia.

Todas las mañanas, cuando a las ocho atravesaba el portal de la imprenta y entraba en aquel patio sucio y húmedo, a cuyo fondo a través de la claraboya de ennegrecidos cristales jamás llegaban los rayos solares y en el centro del cual alzaba orgulloso aquel ser de complicada organización nacido en los talleres de la casa Marinoni, lo primero que hacía era plantarse junto al centro de ella, contemplarla repetidas veces de un extremo a otro con verdadera fruición, y por fin darle una palmadita como el jockey que acaricia al caballo antes de empezar la carrera.

Aquel organismo de hierro, como antes hemos dicho, lo era todo para José. Una parte de su espíritu estaba en la máquina.

El no tenía familia alguna ni amaba a nadie, excepción hecha de su Marinoni; no defendía ninguna clase de ideal; los hombres eminentes sólo le inspiraban indiferencia, y si profesaba respeto y veneración a alguien era al que había fabricado aquel complicado mecanismo.

Cuando hablaba con alguien de su máquina, lo hacía con la fruición propia del libertino que describe a una beldad.

—¡Oh! Es una hermosa máquina, una verdadera Marinoni, dulce y sumisa, que siempre está dispuesta a obedecer, y que puede manejarla un niño. Yo la cuido mucho.

Y si esto lo decía allí junto a la máquina, hacía que su interlocutor se fijara en lo coruscantes que estaban las piezas doradas; la fijeza de los tornillos en sus tuercas, lo engrasadas que se encontraban las ruedas y lo bien puestas que aparecían las cintas.

No era de extrañar el buen estado en que se encontraba la máquina: todas las mañanas, apenas llegaba él a la imprenta, hacía poner en movimiento a todo el departamento que tenía bajo sus órdenes.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 44 visitas.

Publicado el 17 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Noche Servia

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Las once de la noche. Es el momento en que cierran sus puertas los teatros de París. Media hora antes, cafés y restaurants han echado igualmente su público á la calle.

Nuestro grupo queda indeciso en una acera del bulevar, mientras se desliza en la penumbra la muchedumbre que sale de los espectáculos. Los faroles, escasos y encapuchados, derraman una luz fúnebre, rápidamente absorbida por la sombra. El cielo negro, con parpadeos de fulgor sideral, atrae las miradas inquietas. Antes, la noche sólo tenía estrellas; ahora puede ofrecer de pronto teatrales mangas de luz en cuyo extremo amarillea el zepelín como un cigarro de ámbar.

Sentimos el deseo de prolongar nuestra velada. Somos cuatro: un escritor francés, dos capitanes servios y yo. ¿Adonde ir en este París obscuro, que tiene cerradas todas sus puertas?... Uno de los servios nos habla del bar de cierto hotel elegante, que continúa abierto para los huéspedes del establecimiento. Todos los oficiales que quieren trasnochar se deslizan en él como si fuesen de la casa. Es un secreto que se comunican los hermanos de armas de diversas naciones cuando pasan unos días en París.

Entramos cautelosamente en el salón, profusamente iluminado. El tránsito es brusco de la calle obscura á este hall, que parece el interior de un enorme fanal, con sus innumerables espejos reflejando racimos de ampollas eléctricas. Creemos haber saltado en el tiempo, cayendo dos años atrás. Mujeres elegantes y pintadas, champaña, violines que gimen las notas de una danza de negros con el temblor sentimental de las romanzas desgarradoras. Es un espectáculo de antes de la guerra. Pero en la concurrencia masculina no se ve un solo frac.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 51 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Plumas del Caburé

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Morales iba á seguir disparando su mauser, pero Jaramillo, que estaba, como él, con una rodilla en tierra y la cara apoyada en la culata del fusil, le dijo á gritos, para dominar con su voz el estruendo de las descargas:

—Es inútil que tires; no lo matarás. Ese hombre tiene un payé de gran poder.

Habían desembarcado, cerca de media noche, en el muelle de la ciudad. Dos vaporcitos los habían transbordado de la otra orilla del río Paraná. Eran poco más de cien hombres, reclatados en el Paraguay ó en la gobernación del Chaco, casi todos ellos hijos del Estado de Corrientes, que andaban errantes, fuera de su país, por aventuras políticas ó de amor. Mezclados con estos rebeldes autóctonos iban unos cuantos hombres de acción, amadores del peligro por el peligro, que se trasladaban de una á otra de las provincias excéntricas de la Argentina, allí donde era posible que surgiesen revoluciones.

Confiando en la audacia inverosímil que representaba este golpe de mano, en la sorpresa que iban á sufrir los adversarios, avanzaron por las calles como por un terreno conocido, dirigiéndose al cuartel de la policía. Los vecinos que tomaban el fresco ante sus casas saltaban de las sillas y desaparecían, adivinando lo que significaba este rápido avance de hombres armados.

Cuando los invasores llegaron frente al cuartel, vieron cómo se cerraban sus puertas y cómo salían de sus ventanas los primeros fogonazos. ¡Golpe errado! Pero nadie pensó en huir. Porque la sorpresa fracasase, no iban á privarse del gusto de seguir cambiando tiros con los aborrecidos contrarios.

—¡Viva el doctor Sepúlveda! ¡Abajo el gobierno usurpador!

Y repartidos en grupos ocuparon todas las bocacalles que daban á la plaza, disparando contra el cuartel.


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20 págs. / 35 minutos / 55 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Vírgenes Locas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Eran dos hermanas, Berta y Julieta, huérfanas de un diplomático que había hecho desarrollarse su niñez en lejanos países del Extremo Oriente y la América del Sur; dos hermanas libres de toda vigilancia de familia, jóvenes, de escasa renta y numerosas relaciones, que figuraban en todas las fiestas de París. Los tés de la tarde que se convierten en bailes las veían llegar con exacta puntualidad. Una ráfaga alegre parecía seguir el revoloteo de sus faldas.

—Ya están aquí las señoritas de Maxeville.

Y los violines sonaban con más dulzura, las luces adquirían mayor brillo en el crepúsculo invernal, los hombres entornaban los ojos acariciándose el bigote, y algunas matronas corrían instintivamente sus sillas atrás, apartando los ojos como si viesen de pronto, formando montón, todas las perversiones de la época.

Ninguna joven osaba imitar los vestidos audaces, los ademanes excéntricos, las palabras de sentido ambiguo que formaban el encanto picante y perturbador de las dos hermanas. Todos los atrevimientos perturbadores del gran mundo encontraban su apoyo. Habían dado los primeros pasos hacía la gloria bailando el cake-walk en los salones, hace muchos años, ¡muchos! cinco ó seis cuando menos, en la época remota que la humanidad gustaba aún de tales vejeces. Después apadrinaron la «danza del oso», el tango, la machicha y la furlana.

Su inconsciente regocijo, al ir más allá de los límites permitidos, escandalizaba á las señoras viejas. Luego, hasta las más adustas acababan por perdonarlas. «Unas locas estas Maxeville.... ¡Pero tan buenas!»


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7 págs. / 12 minutos / 78 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Beso

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Esto ocurrió á principios de Septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.

El alumbrado empezaba á ser escaso, por miedo á los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero á pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo á otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.

Varias corrientes humanas venían á perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso á los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, á media noche ó al amanecer, no sabían adonde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.

La una de la madrugada. Me apresuro á sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome á otros rivales que también lo desean.


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6 págs. / 11 minutos / 72 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Noche de Bodas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Fué aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta.

No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tio Nelo, conocido por el Bollo.

Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecia un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.

¡Qué derroche de cera! Bien se conocia que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual habia costeado la carrera del chico.

En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas, cargadas de velas, centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uniase el perfume de las flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las comisas y pendian de las lámparas en apretados manojos.

Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenian su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.


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Dominio público
20 págs. / 35 minutos / 131 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

7891011