Textos más populares este mes de Vicente Blasco Ibáñez | pág. 2

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autor: Vicente Blasco Ibáñez


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La Condenada (narraciones breves)

Vicente Blasco Ibáñez


Cuentos, Colección


La condenada

Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.

Tenía por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándosele en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de argamasa, deseando, como un mal momentáneo que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.


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Dominio público
110 págs. / 3 horas, 14 minutos / 131 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Maja Desnuda

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


PRIMERA PARTE

I

Eran las once de la mañana cuando Mariano Renovales llegó al Museo del Prado. Algunos años iban transcurridos sin que el famoso pintor entrase en él. No le atraían los muertos: muy interesantes, muy dignos de respeto, bajo la gloriosa mortaja de los siglos, pero el arte marchaba por nuevos caminos y no era alli donde él podía estudiar, á la falsa luz de las claraboyas, viendo la realidad á través de otros temperamentos. Un pedazo de mar, una ladera de monte, un grupo de gente desarrapada, una cabeza expresiva, le atraían más que aquel palacio de amplias escalinatas, blancas columnas y estatuas de bronce y alabastro, solemne panteón del arte, donde titubeaban los neófitos, en la más estéril de las confusiones, sin saber qué camino seguir.

El maestro Renovales detúvose unos instantes al pie de la escalinata. Contemplaba con cierta emoción—como se contempla después de larga ausencia los lugares de la juventud—la hondonada que da acceso al palacio, con sus declives de césped fresco, adornados á trechos por débiles arbolillos. En lo alto de estos desmontes, la antigua iglesia de los Jerónimos, de gótica mampostería, marcaba sobre el espacio azul sus torres gemelas y sus arcadas ruinosas. El invernal ramaje del Retiro servia de fondo á la blanca masa del Casón. Renovales pensó en los frescos de Giordano que adornaban sus techos interiores. Después se fijó en un edificio de muros rojos y portada de piedra que cerraba el espacio pretenciosamente, en primer término, al borde de la pendiente verdosa. ¡Puá! ¡La Academia! Y el gesto despreciativo del artista encerró en una misma repugnancia la Academia de la Lengua y las demás Academias; la pintura, la literatura, todas las manifestaciones del pensamiento, amojamadas y agarrotadas, con una inmortalidad de momia, en los vendajes de la tradición, las reglas y el respeto á los precedentes.


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Dominio público
297 págs. / 8 horas, 40 minutos / 538 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Sangre y Arena

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


I

Como en todos los días de corrida, Juan Gallardo almorzó temprano. Un pedazo de carne asada fue su único plato. Vino, ni probarlo: la botella permaneció intacta ante él. Había que conservarse sereno. Bebió dos tazas de café negro y espeso, y encendió un cigarro enorme, quedando con los codos en la mesa y la mandíbula apoyada en las manos, mirando con ojos soñolientos a los huéspedes que poco a poco ocupaban el comedor.

Hacía algunos años, desde que le dieron «la alternativa» en la Plaza de Toros de Madrid, que venía a alojarse en el mismo hotel de la calle de Alcalá, donde los dueños le trataban como si fuese de la familia, y mozos de comedor, porteros, pinches de cocina y viejas camareras le adoraban como una gloria del establecimiento. Allí también había permanecido muchos días—envuelto en trapos, en un ambiente denso cargado de olor de yodoformo y humo de cigarros—a consecuencia de dos cogidas; pero este mal recuerdo no le impresionaba. En sus supersticiones de meridional sometido a continuos peligros, pensaba que este hotel era «de buena sombra» y nada malo le ocurriría en él. Percances del oficio; rasgones en el traje o en la carne; pero nada de caer para siempre, como habían caído otros camaradas, cuyo recuerdo turbaba sus mejores horas.


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Dominio público
353 págs. / 10 horas, 18 minutos / 588 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Dimoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna. —¡Dimoni!… ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo. Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de la raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformado su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería. Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 220 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuentos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuentos, colección


Un hallazgo

—Yo, señor —dijo Magdalena, el trompeta de la cárcel—, no soy ningún santo; me han condenado muchas veces por robos: unos, verdad; otros, «acumulados». Al lado de usted, que es un caballero y está preso por escribir cosas en los papeles, soy un miserable .. Pero crea que esta vez me veo aquí por bueno.

Y llevándose una mano al pecho e irguiendo la cabeza con cierto orgullo, añadió:

—Robitos nada mas. Yo no soy valiente; yo no he derramado una gota de sangre.

Así que apuntaba el amanecer, la trompeta de Magdalena sonaba en el gran patio, adornando su toque de diana con regocijadas escalas y trinos. Durante el día, con el bélico instrumento colgando de su cuello o acariciándolo con una punta de la blusa para que perdiese el vaho con que lo empañaba la humedad de la cárcel, iba por todo el edificio, antiguo convento en cuyos refectorios, graneros y desvanes amontonábanse con sudorosa confusión cerca de un millar de hombres.

Era el reloj que marcaba la vida y el movimiento a esta masa de carne varonil en perpetua ebullición de odios. Rondaba cerca de los rastrillos para anunciar con sonoros trompetazos la entrada del «señor director» o la visita de las autoridades: adivinaba en el avance de las manchas de sol por las blancas paredes del patio la proximidad de las horas de comunicación, las mejores del día, y pasándose la lengua por los labios, aguardaba impaciente la orden para prorrumpir en alegre toque, que hacía rodar por las escaleras el rebaño prisionero corriendo, ansioso, a los locutorios, donde zumbaba una turba mísera de mujeres y niños: su hambre insaciable le hacía ir y venir por las inmediaciones de la antigua cocina, en la que humeaban las ollas enormes con nauseabundo hervor, doliéndose de la indiferencia del jefe, siempre tardo en ordenar la llamada del rancho.


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Dominio público
44 págs. / 1 hora, 18 minutos / 160 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Cuentos Valencianos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuentos, Colección


Dimoni

Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna. —¡Dimoni!… ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo. Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de la raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformado su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería. Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.


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Dominio público
124 págs. / 3 horas, 37 minutos / 620 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Femater

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El primer dia que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podian salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vió lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.


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Dominio público
15 págs. / 26 minutos / 176 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mare Nostrum

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


I. EL CAPITÁN ULISES FERRAGUT

Sus primeros amores fueron con una emperatriz.

El tenía diez años y la emperatriz seiscientos. Su padre, don Esteban Ferragut—tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia—, admiraba las cosas del pasado.

Vivía cerca de la catedral, y los domingos y fiestas de guardar, en vez de seguir á los fieles que acudían á los aparatosos oficios presididos por el cardenal-arzobispo, se encaminaba con su mujer y su hijo á oír misa en San Juan del Hospital, iglesia pequeña, rara vez concurrida en el resto de la semana.

El notario, que en su juventud había leído á Wálter Scott, experimentaba la dulce impresión del que vuelve á su país de origen al ver las paredes que rodean el templo, viejas y con almenas. La Edad Media era el período en que habría querido vivir. Y el buen don Esteban, pequeño, rechoncho y miope, sentía en su interior un alma de héroe nacido demasiado tarde al pisar las seculares losas del templo de los Hospitalarios. Las otras iglesias enormes y ricas le parecían monumentos de insípida vulgaridad, con sus fulguraciones de oro, sus escarolados de alabastro y sus columnas de jaspe. Esta la habían levantado los caballeros de San Juan, que, unidos á los del Temple, ayudaron al rey don Jaime en la conquista de Valencia.

Al atravesar un pasillo cubierto, desde la calle al patio interior, saludaba á la Virgen de la Reconquista traída por los freires de la belicosa Orden: imagen de piedra tosca, con colores y oros imprecisos, sentada en un sitial románico. Unos naranjos agrios destacaban su verde ramazón sobre los muros de la iglesia, ennegrecida sillería perforada por largos ventanales cegados con tapia. De los estribos salientes de su refuerzo surgían, en lo más alto, monstruosos endriagos de piedra, carcomida.


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460 págs. / 13 horas, 25 minutos / 301 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Los Muertos Mandan

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


Al lector

En mis tiempos de agitador político, allá por el año 1902, los republicanos de Mallorca me invitaron a un mitin de propaganda de nuestras doctrinas que se celebró en la plaza de Toros de Palma.

Después de esta reunión popular, los otros diputados republicanos que habían hablado en ella se volvieron a la Península. Yo, una vez pronunciado mi discurso, di por terminada mi actuación política, para correr como simple viajero la hermosa isla que vio en la Edad Media los paseos meditativos del gran Raimundo Lulio—filósofo, hombre de acción, novelista—y en el primer tercio del siglo xix sirvió de escenario a los amores románticos y algo maduros de Jorge Sand y Chopin.

Más que las cavernas célebres, los olivos seculares y las costas eternamente azules de Mallorca, atrajeron mi atención las honradas gentes que la pueblan y sus divisiones en castas que aún perduran, a causa sin duda del aislamiento isleño, refractario a las tendencias igualitarias de los españoles de tierra firme. Vi en la existencia de los judíos convertidos de Mallorca, de los llamados chuetas, una novela futura.

Luego, al volver a la Península, me detuve en Ibiza, sintiéndome igualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo de marinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos años con todos los piratas del Mediterráneo. Y pensé unir las vidas de las dos islas, tan distintas y al mismo tiempo tan profundamente originales, en una sola novela.

Transcurrieron seis años sin que pudiese realizar mi deseo.


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311 págs. / 9 horas, 5 minutos / 242 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte de Capeto

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo el laureado pintor Vicente Nicoláu Cotanda.

I

A principios del año 1793, vivía yo con mi amigo Teodoro en una de las buhardillas más altas de París, separado del resto del mundo por una tortuosa y empinada escalera de más de cien peldaños.

¡Qué época aquélla!

Como lo mismo mi amigo que yo habíamos tomado parte activa en todos los acontecimientos más notables de la Revolución, gozábamos fama de patriotas, particularmente en los sitios donde se reunían los hombres más exaltados de entonces.

Desde el principio de aquella tormentosa y agitada época, habíamos abandonado los pinceles y dejado de concurrir al estudio de nuestro maestro Pedro David, uno de los genios más populares de aquel tiempo.

La historia de Teodoro y la mía, eran la de la Revolución.

Los dos habíamos hecho fuego en la toma de la Bastilla; el 10 de agosto de 1792 fuimos de los primeros que penetramos en las Tullerías, acuchillando a los suizos, y al pie de la guillotina vitoreamos a la nación, cuando rodó sobre el tablado la cabeza de Luis XVI.

Además, éramos asiduos concurrentes a las tribunas de la Convención, para aplaudir a Dantón y Robespierre, nos honrábamos con la amistad de Camilo Desmoulins, cuyos escritos leíamos, y no nos acostábamos ninguna noche sin hojear antes algunas páginas de la Enciclopedia o del Contrato social.

Como hijos de aquella época, éramos adoradores prácticos de la Revolución, a pesar de que a ésta debíamos el vivir en la mayor indigencia.

No eran aquellos tiempos los más favorables para el cultivo de las artes.

La gente sólo se fijaba en dos cosas: la guillotina y el fusil, y tenía puestos los ojos a todas horas en la Convención y las fronteras.

En la una había sus representantes, y en las otras sus defensores.


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Dominio público
14 págs. / 24 minutos / 143 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

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