En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero,
que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su
tralla.
Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido a
formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y malhablado! ¡Y luego
dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!
Pepe el carretero hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para
que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como
en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano
ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del
almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se
enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por
arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no
profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror! Y lo más
censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándoles
con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio
acudían para escucharle con perversa atención, regodeándose ante la
fecundidad inagotable del maestro.
Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de
maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.
Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado la
cochera a Pepe no encontrando mejor inquilino.
—No hagan ustedes caso—contestaba—. Consideren que es un carretero, y
que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala
lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo
día. Un poco de caridad, señores.
A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.
Leer / Descargar texto 'El Ogro'