Como en agosto Valencia entera desfallece de calor, los trabajadores
del homo se asfixiaban junto a aquella boca, que exhalaba el ardor de un
incendio.
Desnudos, sin otra concesión a la decencia que un blanco mandil,
trabajaban cerca de las abiertas rejas, y aun así, su piel inflamada
parecía liquidarse con la transpiración, y el sudor caía a gotas sobre
la pasta, sin duda para que, cumpliéndose a medias la maldición bíblica,
los parroquianos, ya que no con el sudor propio, se comieran el pan
empapado en el ajeno.
Cuando se descorría la mampara de hierro que tapaba el homo, las
llamas enrojecían las paredes, y, su reflejo, resbalando por los
tableros cargados de masa, coloreaba los blancos taparrabos y aquellos
pechos atléticos y bíceps de gigante que, espolvoreados de harina y
brillantes de sudor, tenían cierta apariencia de femenil.
Las palas se arrastraban dentro del homo, dejando sobre las ardientes
piedras los pedazos de pasta, o sacando los panes cocidos, de rubia
corteza, que esparcían un humillo fragante de vida; y, mientras tanto,
los cinco panaderos, inclinados sobre las largas mesas, aporreaban la
masa, la estrujaban como si fuese un lío de ropa mojada y retorcida y la
cortaban en piezas; todo sin levantar la cabeza, hablando con voz
entrecortada por la fatiga y entonando canciones lentas y monótonas, que
muchas veces quedaban sin terminar.
A lo lejos sonaba la hora cantada por los serenos, rasgando vibrante
la bochornosa calma de la noche estival; y los trasnochadores que
volvían del café o del teatro deteníanse un instante ante las rejas para
ver en su antro a los panaderos, que, desnudos, y teniendo por fondo la
llameante boca del homo, parecían ánimas en pena de un retablo del
Purgatorio; pero el calor, el intenso perfume del pan y el vaho de
aquellos cuerpos dejaban pronto las rejas libres de curiosos y se
restablecía la calma en el obrador.
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