Textos más populares esta semana de Vicente Blasco Ibáñez | pág. 5

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autor: Vicente Blasco Ibáñez


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Los Muertos Mandan

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


Al lector

En mis tiempos de agitador político, allá por el año 1902, los republicanos de Mallorca me invitaron a un mitin de propaganda de nuestras doctrinas que se celebró en la plaza de Toros de Palma.

Después de esta reunión popular, los otros diputados republicanos que habían hablado en ella se volvieron a la Península. Yo, una vez pronunciado mi discurso, di por terminada mi actuación política, para correr como simple viajero la hermosa isla que vio en la Edad Media los paseos meditativos del gran Raimundo Lulio—filósofo, hombre de acción, novelista—y en el primer tercio del siglo xix sirvió de escenario a los amores románticos y algo maduros de Jorge Sand y Chopin.

Más que las cavernas célebres, los olivos seculares y las costas eternamente azules de Mallorca, atrajeron mi atención las honradas gentes que la pueblan y sus divisiones en castas que aún perduran, a causa sin duda del aislamiento isleño, refractario a las tendencias igualitarias de los españoles de tierra firme. Vi en la existencia de los judíos convertidos de Mallorca, de los llamados chuetas, una novela futura.

Luego, al volver a la Península, me detuve en Ibiza, sintiéndome igualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo de marinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos años con todos los piratas del Mediterráneo. Y pensé unir las vidas de las dos islas, tan distintas y al mismo tiempo tan profundamente originales, en una sola novela.

Transcurrieron seis años sin que pudiese realizar mi deseo.


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311 págs. / 9 horas, 5 minutos / 236 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Establo de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.

Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar: los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.

El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan! ... Y este mal no tenía remedio: siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán culpa ellas?

Y al ver que sus compañeros de trabajo —muchos de los cuales lo conocían poco tiempo— mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.

El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sentencia de ganarse el pan trabajando.

Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 233 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Tierra de Todos

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


I

Como todas las mañanas, el marqués de Torrebianca salió tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y periódicos que el ayuda de cámara había dejado sobre la mesa de su biblioteca.

Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parecía contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de París, fruncía el ceño, preparándose á una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Además, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haciéndole adivinar su contenido.

Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban á considerar histórica á causa de su exagerada duración, recibía con más serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. Él tenía una concepción más anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.

Esta mañana las cartas de París no eran muchas: una del establecimiento que había vendido en diez plazos el último automóvil de la marquesa, y sólo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores—también de la marquesa—establecidos en cercanías de la plaza Vendôme, y de comerciantes más modestos que facilitaban á crédito los artículos necesarios para la manutención y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.

Los criados de la casa también podían escribir formulando idénticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la señora, que le permitiría alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban á manifestar su disgusto mostrándose más fríos y estirados en el cumplimiento de sus funciones.


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294 págs. / 8 horas, 35 minutos / 225 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Los Enemigos de la Mujer

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


Al Lector

En 1918, casi al final de la guerra europea, caí repentinamente enfermo por exceso de trabajo.

Había realizado un esfuerzo enorme escribiendo para los periódicos de España y América numerosos artículos, un cuaderno todas las semanas de mi Historia de la Guerra y dos novelas, Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Mare nostrum. Además hice muchas traducciones y otras labores literarias obscuras para la propaganda en favor de los Aliados.

Durante cuatro años trabajé doce horas diarias, sin ningún día de descanso. Hubo semanas extraordinarias en las que aún fué más larga mi jornada. Á esta tarea excesiva y abrumadora, que lentamente iba agotando mis fuerzas, había que añadir las privaciones é inquietudes de la vida anormal que llevábamos los habitantes de París: mala comida, escasez de carbón, alumbrado defectuoso, noches en vela por las señales de alarma y el bullicio de la gente al anunciarse un ataque aéreo de los «Gothas».

El frío de dos inviernos crudos, pasados casi sin calefacción, y el exceso de trabajo, acabaron con mi salud, y por consejo de los médicos me trasladé á la Costa Azul. No por tal cambio de ambiente dejé de trabajar. Como en París escaseaba el combustible, fuí en busca del calor del sol que nunca falta á orillas del Mediterráneo. Esto fué todo.

Me instalé en Niza, por unas semanas nada más. Como necesitaba seguir trabajando, me sentí atraído por la soledad bravía del Cap-Ferrat, península que avanza en el mar su lomo cubierto de pinos. Durante unos meses viví en el Gran Hotel del Cap Ferrat como en un convento abandonado. Muchos días fuí su único huésped, llevando una vida de familia con su director y sus escasos domésticos.


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478 págs. / 13 horas, 57 minutos / 198 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Noche de Bodas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Fué aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta.

No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tio Nelo, conocido por el Bollo.

Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecia un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.

¡Qué derroche de cera! Bien se conocia que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual habia costeado la carrera del chico.

En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas, cargadas de velas, centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uniase el perfume de las flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las comisas y pendian de las lámparas en apretados manojos.

Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenian su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.


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Dominio público
20 págs. / 35 minutos / 135 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Préstamo de la Difunta (narraciones breves)

Vicente Blasco Ibáñez


Cuentos, Colección


EL PRÉSTAMO DE LA DIFUNTA

I

Cuando los vecinos del pequeño valle enclavado entre dos estribaciones de los Andes se enteraron de que Rosalindo Ovejero pensaba bajar á la ciudad de Salta para asistir á la procesión del célebre Cristo llamado «el Señor del Milagro», fueron muchos los que le buscaron para hacerle encomiendas piadosas.

Años antes, cuando los negocios marchaban bien y era activo el comercio entre Salta, las salitreras de Chile y el Sur de Bolivia, siempre había arrieros ricos que por entusiasmo patriótico costeaban el viaje á todos sus convecinos, bajando en masa del empinado valle para intervenir en dicha fiesta religiosa. No iban solos. El escuadrón de hombres y mujeres á caballo escoltaba á una mula brillantemente enjaezada llevando sobre sus lomos una urna con la imagen del Niño Jesús, patrón del pueblecillo.

Abandonando por unos días la ermita que le servía de templo, figuraba entre las imágenes que precedían al Señor del Milagro, esforzándose los organizadores de la expedición para que venciese por sus ricos adornos á los patrones de otros pueblos.

El viaje de ida á la ciudad sólo duraba dos días. Los devotos del valle ansiaban llegar cuanto antes para hacer triunfar á su pequeño Jesús. En cambio, el viaje de vuelta duraba hasta tres semanas, pues los devotos expedicionarios, orgullosos de su éxito, se detenían en todos los poblados del camino.

Organizaban bailes durante las horas de gran calor, que á veces se prolongaban hasta media noche, consumiendo en ellos grandes cantidades de mate y toda clase de mezcolanzas alcohólicas. Los que poseían el don de la improvisación poética cantaban, con acompañamiento de guitarra, décimas, endechas y tristes, mientras sus camaradas bailaban la zamacueca chilena, el triunfo, la refalosa, la mediacaña y el gato, con relaciones intercaladas.


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Dominio público
231 págs. / 6 horas, 45 minutos / 115 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Ogro

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido a formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y malhablado! ¡Y luego dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror! Y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándoles con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle con perversa atención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado la cochera a Pepe no encontrando mejor inquilino.

—No hagan ustedes caso—contestaba—. Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 99 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Secreto de la Baronesa

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

Al llegar a una cumbre rematada por enorme cruz de piedra, los viajeros que dos horas antes habían abandonado el tren para apretarse en el interior de una diligencia, veían de pronto todo el valle, y en su centro la ciudad.

Enfrente se elevaban los Pirineos como los diversos términos de una decoración de teatro: primeramente montañas rojizas o amarillas en progresión ascendente, lo mismo que peldaños de escalera; luego, otras que iban tomando una tonalidad azul, a causa de la distancia, y por encima las últimas, enteramente blancas, de una blancura que las hacía confundirse con las nubes, conservando hasta en los meses de verano los casquetes de nieve de sus cimas con flecos de hielo abrillantados por el sol.

Senderos pedregosos, frecuentados únicamente por comerciantes de mulas y contrabandistas, ponían en precaria comunicación este valle pirenaico de España con Francia, invisible al otro lado de la cordillera. Los carabineros llevaban una existencia de hombres prehistóricos en las anfractuosidades de unas montañas barridas en invierno por el huracán y la nieve.

En lo más hondo del valle, fértil y abrigado, se extendía la parda ciudad junto a un río de aguas frígidas procedentes de los deshielos. Sus techumbres, cubiertas de vegetación parásita, eran a modo de pequeñas selvas en pendiente, donde los gatos podían entregarse a interminables partidas de caza o se desperezaban bajo el sol. Las tejas curvas tenían una costra de moho vegetal. Los muros estaban agrietados, y rara era la fachada que no aparecía sostenida por «eses» de hierro, llamadas anclas en arquitectura.


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Dominio público
37 págs. / 1 hora, 4 minutos / 91 visitas.

Publicado el 5 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Familia del Doctor Pedraza

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

—Yo también—dijo Serrano—conocí, como algunos de ustedes, al doctor Rómulo Pedraza. No siempre he vivido en París, pasando mis noches en los restaurants de Montmartre. Para reunir la modesta fortuna que me permite llevar mi existencia presente, anduve muchos años por América ejerciendo diversos oficios y conociendo los más rudos altibajos de la suerte.

Estando en Argentina hablé por primera vez con el doctor Pedraza. Yo no vivía en Buenos Aires. Me había metido en empresas de colonización y roturaba muy lejos de dicha ciudad unas tierras que estaban esperando desde el principio del planeta al hombre que se preocupase de hacerlas productivas.

La necesidad de adquirir dinero me obligaba a visitar con frecuencia la capital de la República. Pero como los Bancos se negaron finalmente a hacerme más préstamos dudando del éxito de mi colonización, tuve que buscar, para seguir adelante en mi negocio, el auxilio del Banco Hipotecario Nacional. Con lo que me diesen los altos y poderosos directores de este establecimiento, dependiente del Gobierno, podría pagar la mayor parte de mis deudas a los Bancos particulares, recobrando mi prestigio financiero, y terminaría, igualmente, los trabajos de roturación, que iban a centuplicar el valor de mis tierras.

Me quedé en Buenos Aires por mucho tiempo, dispuesto a no volver a mi propiedad hasta ver aceptadas mis pretensiones por el Banco Hipotecario. No era empresa fácil, ni rápida. Como muchos de ustedes no han estado allá, ignoran cómo se hacen los negocios en la mayor parte de los países americanos de habla española.


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Dominio público
36 págs. / 1 hora, 4 minutos / 85 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2021 por Edu Robsy.

La Devoradora

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

Cuando entraba en el Casino de Montecarlo, los porteros la acogían con la misma reverencia que a los personajes célebres. Luego, mientras ella iba alejándose, hacían comentarios sobre el aspecto y los adornos de su persona.

—Todavía le queda mucho que jugar. Las joyas que trae hoy no las habíamos visto nunca.

Otros empleados más jóvenes preferían discutir, entre ellos, sobre la belleza de esta bailarina célebre.

—La Balabanova aún parece una niña, y debe de haber cumplido los cuarenta. Tal vez tiene más.

Vista a cierta distancia no resultaba fácil adivinar la edad de esta mujer, pequeña, ágil, de graciosos y sueltos movimientos, vestida siempre con una elegancia juvenil. Era preciso que los viejos concurrentes al Casino, atraídos por el brillo de sus alhajas, se fijasen en ella, recordando su historia.

Todos conocían a Olga Balabanova, la célebre bailarina del teatro Imperial de San Petersburgo, por haber tenido amoríos con varios individuos de la familia reinante, y hasta se murmuraba que, durante unos meses, logró monopolizar los deseos del último de los zares, frío y distraído en sus afecciones.

La ruina del Imperio y el triunfo de la revolución la habían sorprendido en su magnífica casa de Cap d'Ail, regalo de un gran duque. Lo mismo que tantos príncipes, generales y altos funcionarios de la Corte rusa refugiaddos en la Costa Azul, había visto desaparecer instantáneamente su riqueza. Era un náufrago más del buque imperial, enorme y majestuoso, perdido para siempre.


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Dominio público
32 págs. / 56 minutos / 77 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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