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autor: Vicente Riva Palacio textos disponibles


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La Promesa de un Genio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Era la noche del 31 de diciembre del año de 1800, y en uno de los bosques vírgenes del continente americano, los genios y las hadas celebraron gran fiesta el nacimiento del siglo XIX.

Toda la naturaleza se había empeñado en dar esplendor a esa fiesta; la luna atravesaba majestuosamente sobre un cielo sembrado de estrellas que se eclipsaban a su paso.

Las selvas habían encendido sus fuegos fatuos que se movían inciertos entre la yerba; los bosques lanzaban la claridad fosforescente de los podridos troncos, y los insectos luminosos se cruzaban, arrastrándose unos, y otros volando rápidamente y describiendo líneas rectas en encontradas direcciones.

Los pájaros de la noche cantaban entre las ramas; las auras sacudían las hojas de los árboles, dando las notas bajas del concierto, y se escuchaban en la lejanía el monótono ruido de las cataratas y los acompasados tumbos de los mares.

Los genios y las hadas danzaban y cantaban, y cada uno de ellos había hecho un don al recién nacido, y de ninguno de esos dones se hablaba tanto como del que le habían presentado en extraña unión el agua y el fuego, ofreciéndole que de allí saldría poderosa fuerza que haría mover las más pesadas máquinas, que arrastrarían en vertiginosa carrera enormes trenes, a través de los campos, y llevarían las embarcaciones entre las olas encrespadas, con más facilidad que si soplara un viento protector. Aquel don sería el asombro de la humanidad en el siglo XIX.

Pero entre aquel concurso de genios, había uno que nada hablaba ni nada ofrecía para el que iba a nacer; era un genio de ojos brillantes, envuelto en crespones de color de cielo, y que llevaba por único adorno una chispa sobre la frente; pero tan luminosa, tan brillante, tan intensa, que parecía haberse concentrado allí toda la luz del sol.


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 74 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda de un Santo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Lo que es en algunos cuerpos la propiedad de reflejar la luz, y en otros la de repetir el sonido, es en la humanidad la tendencia de las generaciones para repetir a las posteriores lo que oyeron de sus antepasados, no valiéndose del libro ni de la escritura, sino del recuerdo y de la palabra. Viven así las tradiciones, y tienen por eso frescura que encanta e interés que subyuga; y estudiadas luego a la luz de la historia, se empañan con el polvo de los archivos, se amaneran con el buen decir de los literatos, y pierden su hechizo bajo el peso de los reflexivos estudios de los eruditos.

Hace muchos años —tantos ya, que aún era yo niño—, me contaban la historia del protomártir mexicano Felipe de Jesús; y evocando sus recuerdos, y sin recurrir a documentos históricos, voy a contarla como la oía con infantil atención de la boca de aquellas viejas, a las que la ignorancia daba la voz de la inocencia, llenas de fe y creyendo como una verdad incontrovertible todo lo que me referían.

No había en todo el barrio muchacho más levantisco, ni más pendenciero, ni más travieso que Felipe de Jesús. Víctima de su carácter inquieto y turbulento era su pobre madre, que estaba siempre llamándole y buscándole, porque el chico jamás estaba en su casa: vivía, como acostumbraba decirse en aquellos tiempos, con el «Jesús» en la boca cada vez que notaba la falta del muchacho; y no acertaba con un camino para alcanzar que Felipe hiciera, no alguna cosa buena, sino menores males de los que causaba.

Y era el caso que por más que la madre reñía y por más que una tras otra rezaba novenas a todos los santos del cielo, y, sobre todo, a Santa Rita, de quien dicen que es abogada de imposibles, Felipe, en vez de ir a la escuela, se iba con otros muchachos a los ejidos a perder el tiempo, y volvía a su casa, unas veces con la ropa hecha pedazos, otras con un ojo amoratado, la cabeza rota o una mano fuera de su lugar.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 135 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Burra Perdida

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Te acuerdas de Quintín?

—Y bien que me acuerdo. ¿Quintín Guardarelo, aquel muchacho, sobrino de la tía Calixta, que se fue para Cuba y que ahora dicen que está muy rico?

—El mismo, que ya debe tener sus cuarenta años, y que realmente está muy rico. Pues mañana debe llegar aquí.

—¿Aquí?

—Sí, al pueblo. Viene a arreglar su matrimonio. A ver si adivinas con quién quiere casarse.

—Con Gregoria, la hija de don Rufo el del molino.

—No.

—Entonces con Brígida, la del indiano.

—Tampoco.

—Pues con la hermana del juez.

—Menos, que ni la ha oído mentar; y mira, date por vencida, que no acertarás nunca, y yo te lo voy a decir. ¡Asómbrate! Con Serafina.

—¿Qué Serafina?

—¡Toma! Serafina, la chica, la criada que nos sirve, que es su sobrina.

—Pero ¡hombre!, si apenas tiene quince años, y está hecha una brutica…

—Pues con todo y eso, ya mañana será la señorita Serafina; porque él la va a poner en un colegio en seguida, y dentro de dos años volverá para casarse con ella, y ahí tienes a la muchacha convertida en la señora más rica quizá de la provincia.

—¡Pero eso será mentira!

—No; que todo me lo ha dicho esta misma tarde don Félix, que expresamente ha venido a preguntarme por Serafina, encargándome con mucho empeño que tú y yo la preparemos, contándole la fortuna que va a tener, y que mañana, desde temprano, esté vestida lo mejor posible para que le haga buen efecto a Quintín.

—¡Mira tú qué fortuna! Y yo que la he reñido esta tarde tanto, y hasta le arrimé dos bofetones porque no había sacado hierba para la vaca…


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6 págs. / 12 minutos / 65 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Zapatero y su Competidor

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


Había en una calle un zapatero que vendía en su tienda tanto, que era gusto ver cómo la gente hasta se tropezaba para ir a comprarle. Aquel zapatero vivía allí muy contento y feliz, cuando de la noche a la mañana, ¡zas! otra zapatería en frente.

¡Aquí fue Troya! El zapatero primitivo daba las botas, a cinco pesos, el advenedizo a cuatro y medio.

—No, pues no —dijo el antiguo—; ese recién venido no me desbanca; yo lo arruinaré. Y al otro día puso: «Botas a cuatro pesos».

El otro quién sabe qué diría, pero fijó en su rótulo: «Botas a tres pesos y medio».

—A tres pesos —anunció el antiguo.

—A dos con cuatro —el antagonista.

—A dos —el uno.

—A doce reales —el otro.

—A peso —el primero.

—A cuatro reales —el segundo.

Aquello era para volverse loco; el primer zapatero estaba por darse un tiro, se arruinaba, y sin embargo, el otro tenía en su casa a todos los marchantes.

El hombre se puso triste, pálido, sombrío, hasta que una noche dijo:

—Ea, pelillos a la mar; es preciso tomar una resolución extrema.

Y tomó su sombrero (que sin duda llamaría al sombrero resolución extrema) y se dirigió a la casa de su adversario.

—Buenas noches, vecino —dijo.

—Dios se las dé mejores —contestó el otro—. ¿Qué milagro es verle por esta suya?

—Extrañará usted mi visita; pero vengo a que nos arreglemos.

—Como usted quiera, vecinito; tome asiento.

—Gracias; pues es el caso que vengo a hablarle con toda claridad. ¿Vamos a formar compañía para no perjudicamos?

—Muy bien, estoy conforme.


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1 pág. / 1 minuto / 183 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Matrimonio Desigual

Vicente Riva Palacio


Cuento


Comenzaba a anochecer cuando llegamos a Covadonga. La luna, en creciente, estaba casi a la mitad del cielo, y su débil claridad se mezclaba con las últimas luces del crepúsculo, dando a todos los objetos un aspecto fantástico, aumentando sus proporciones con la indecisión de los perfiles.

Muchos días hacía que soñábamos con Covadonga. Sentíamos la fiebre de la impaciencia por conocer aquel lugar histórico, y revivíamos las tradiciones y las crónicas en nuestro cerebro, y multiplicábamos las leyendas que brotan de cada uno de los cantos que han inspirado aquellas rocas, sagradas para los españoles. Así es que, al llegar y penetrar en la cañada en aquella hora tan misteriosa, nuestra imaginación se exaltaba, y nos parecía que escuchábamos el alarido de los moros y el ronco grito de los cristianos; y con asombro contemplábamos aquellos enhiestos peñascos, y Covadonga nos parecía una inmensa concha de granito que había cerrado sus valvas gigantescas para abrigar como una perla a un grupo de héroes, y las abrió después para que de allí saliera el germen de un pueblo que debía crecer y robustecerse cada día, reconquistar su patria y pasear triunfante sus banderas en el siglo XVI por la mitad del mundo.

Nos dieron albergue en la hospedería, y a las ocho de la noche nos sentamos a comer, los pocos peregrinos que allí estábamos.

La conversación de sobremesa tomó un carácter de familiaridad muy agradable, porque éramos pocos y todos habíamos llegado en busca de la impresión que debía causarnos aquel lugar.


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5 págs. / 10 minutos / 197 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Calvario y Tabor

Vicente Riva Palacio


Novela


Dos palabras

Cuatro años de espantosa agonía, en que la víctima ha acabado por humillar al verdugo: he aquí el «Gólgota» del pueblo mexicano, de este pueblo mártir sobre cuya cabeza han dejado caer los farisaicos reyes de Europa, su anatema y el poder de su fuerza brutal.
¡La Victoria! he aquí el «Tabor» desde cuya altura, México, el atleta de las libertades americanas, se ha transfigurado delante del mundo, y muestra a sus enemigos su rostro que resplandece como el sol.
Este libro encierra la historia de esos dolores y de ese glorioso triunfo, revestida con las galas que la imaginación de un poeta ha sabido prestar a sus heroicos recuerdos, que son también los de la Patria.
¡Soldado de la República, valiente hijo del pueblo, que luchaste sin descanso defendiendo la tierra de tus padres! Tú que ahora ves flamear tu orgullosa bandera mecida por el viento de la gloria, y quitas de ella la corona de laureles para colocarla como ofrenda votiva en la tumba sagrada de los que murieron por la libertad; tú, hombre de corazón que conoces la grandeza de los sacrificios de la Patria: abre y lee.
Ahí está tu propia historia; ahí está el libro de tu alma; ahí están las hojas dispersas que escribiera el dolor con sus lágrimas de fuego, y que ha recogido el tiempo en sus armas de bronce para hacerlas leer a las generaciones futuras.
Abre y lee… y cuando en las calladas horas de la noche, sentado junto al hogar, las recites a los hijos de tu amor… orgullosos de tener tal padre, diles que ésta no es una fábula inventada para entretener el ocio; sino la verdad, aunque disfrazada con el atavío de la leyenda.
Y que la guarden en su memoria para que la evoquen cuando esté próxima a extinguirse en su corazón la llama del patriotismo.


IGNACIO M. ALTAMIRANO


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445 págs. / 12 horas, 59 minutos / 604 visitas.

Publicado el 2 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.

Un Buen Negocio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Pocas veces el Lafayette, vapor de la Compañía Trasatlántica francesa, había sufrido, al cruzar el océano con rumbo a América, un temporal más largo y más espantoso. Las olas, semejando montañas negras, pasaban en vertiginosa carrera, chocando contra el casco del buque, levantándose hasta barrer la cubierta, precipitándose por las escaleras y saliendo por los imbornales, en los que se producía un ruido pavoroso y un hervor siniestro. El huracán cruzaba por la arboladura, gimiendo, rugiendo, silbando, remedando algunas veces el ruido de un carro de bronce sobre una bóveda de acero; otras, el aullido de un lobo; otras, el agudo silbar de la serpiente. Densas nubes de color indefinible se arremolinaban en el cielo, tan bajas, que casi envolvían el cataviento de la embarcación.

Bailaba el vapor, perdido en aquella inmensidad, como una hoja de árbol arrebatada por un torbellino. Los marineros, cubiertos con sus vestidos amarillentos de lona embreada y empapados por la lluvia, corrían precipitados de un lado a otro. Todas las escotillas y todas las puertas estaban cerradas y clavadas; los pasajeros, encerrados, unos se agrupaban en el salón, y otros se habían retirado a sus camarotes; pero todos llenos de pavor, oían cada crujido de la catástrofe. Las mujeres rezaban, los hombres estaban silenciosos.

Entre los pasajeros que el vapor Lafayette conducía a Veracruz, iba don Rosendo de Figueroa, que, por nacimiento, era mexicano, pero por su aspecto le hubiera tomado cualquiera por uno de esos ingleses que han enriquecido con los climas tropicales, perdiendo el color del rostro de los hijos de Albión para adquirir el moreno y tostado cutis de los hombres que nacen en aquellas ardientes regiones.


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3 págs. / 5 minutos / 48 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Problema Irresoluble

Vicente Riva Palacio


Cuento


Juanita no sabe servir, pero es muy lista y aprenderá pronto. Blanca estará muy contenta con su doncella galleguita, porque dentro de dos meses le será muy útil, pero es preciso desasnarla. Queda cumplido su encargo, y yo me repito su seguro servidor y capellán, que besa su mano,

Blas Padilla
 

Así terminaba la carta de recomendación con que Juanita había llegado a la casa de Emilio. Porque Emilio encargó una chica a Galicia para que sirviera de doncella a su mujer.

Emilio y Blanca estaban en la luna de miel, y a Blanca, como a todas las recién casadas, le sobraban muchas horas del día, y era para ella una diversión enseñar a Juanita y estudiar la sorpresa que le causaban todos los refinamientos de la civilización.

Apenas podía la chica comprender que algunas veces llegara un hombre a arreglar las uñas de las manos a su señorita, ni que todos los días viniera una mujer expresamente a peinarla; pero lo que más le asombraba era el teléfono, y al tercer o cuarto día de estar en la casa la sorprendió Blanca en el aparato, teniendo una trompetilla en la oreja y hablándose a sí misma con la otra.

Pero rápidamente, con esa educabilidad y esa aptitud de asimilación que tan en alto grado poseen las mujeres, Juanita vestía como las criadas de Madrid; hablaba a su señorita en tercera persona; cantaba todo lo que oía tocar en los organillos y lucía, como una pulsera de oro, una cinta negra con que se oprimen la muñeca de la mano derecha las chicas que por planchar mucho sufren en esa parte del brazo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Honras de Carlos V

Vicente Riva Palacio


Cuento


Entre los misioneros franciscanos que predicaban el cristianismo a los indios tarascos, habitantes de las escarpadas sierras de Michoacán, en Nueva España, contábase fray Jacobo Daciano, distinguidísimo varón, lleno de caridad y modelo de constancia.

Era fray Jacobo, según el decir de los religiosos cronistas de la Orden de San Francisco, de tan ilustre sangre y de tan elevada alcurnia, que igualarle en eso sólo podrían en Nueva España los hijos del emperador Moctezuma, o los del infortunado y tímido Caltzontzin, por otro nombre Tzintxicha, rey de los tarascos; porque fray Jacobo, llamado Dacio por haber nacido en Dacia, era de la familia de los reyes de aquella nación, tan famosa desde los tiempos de Heródoto hasta los días en que fray Jacobo pasó a Nueva España y las luchas religiosas de luteranos y católicos hacían estremecer a las naciones europeas.

Fray Jacobo embarcóse para América buscando, no sólo la conversión de los indios, sino también refugio contra las persecuciones de un obispo de su país que, tocado de la herejía, como dice el cronista Larrea, intentaba poner fin a la terrenal existencia de fray Jacobo.

Los tarascos que, sin resistencia alguna, por culpa de su rey, recibido habían el yugo de los conquistadores españoles, víctimas de los mismos a quienes ofrecieron sus servicios y su amistad, andaban fugitivos y errantes por los montes; que en ninguna otra provincia de Nueva España se habían extremado tanto en sus crueldades y tiranías los soldados de Nuño de Guzmán.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Gotas de Agua

Vicente Riva Palacio


Cuento


Era un día de los más calurosos en la mitad del verano. El sol derramaba torrentes de fuego y de luz sobre la tierra, cruzando por un cielo profundamente azul, y en el que no flotaba ni la más ligera nubecilla.

Dormían los vientos en las húmedas grutas de los bosques; se abrigaban los pájaros en lo más tupido de la selva; los insectos silbaban entre la hojarasca, y todo en la naturaleza parecía desmayar de sed y de fatiga.

Las hojas lánguidas colgaban en sus tallos, y unas flores cerraban sus corolas y otras se inclinaban lanzando su perfume para pedir la lluvia, porque el perfume es la plegaria de las flores, como es también su canto de amor. Pero ninguna murmuraba en el bosque, y esperaban resignadas a la nube bienhechora que debía traerles la lluvia.

Sólo en uno de los valles, esas pequeñas florecillas que brotan entre la hierba, y que son como niños entre las otras flores, murmuraban y pedían agua con toda la irreflexión de la infancia.

Envuelta en transparentes cendales de color de rosa, cruzó entonces un hada sobre aquellos campos: no hicieron las florecillas más que mirarla, y comenzó entre ellas una especie de sublevación para pedir el agua.

En vano el hada les hizo ver que sin la preparación de la sombra que llega con las nubes antes que la lluvia, y después con esa veladura que a la luz del sol le dan las últimas gasas que deja tras de sí la tempestad, el agua podría serles muy dañosa. Las florecillas no escucharon su razonamiento, y tanto insistieron que el hada se resolvió a darles lo que pedían.


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1 pág. / 2 minutos / 790 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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