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autor: Vicente Riva Palacio textos disponibles


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La Vuelta de los Muertos

Vicente Riva Palacio


Novela


Prólogo. La expedición a las Hibueras

1. La expedición a las Hibueras

Era uno de los primeros días del mes de octubre de 1524, y un gentío inmenso se hallaba reunido delante del palacio del infortunado emperador Moctezuma, ocupado ya, en la época a que nos referimos, por el muy magnífico señor Fernando Cortés.

Aquella muchedumbre se divertía mirando las vistosas danzas que delante del palacio ejecutaban varias comparsas de indios fantásticamente vestidos de leones, de tigres y de aves.

Apenas hacía tres años que la extensa monarquía azteca había caído en poder de los vasallos de Carlos V; aún estaba en prisión Cuauhtémoc el último de los emperadores de México, y los trajes y las costumbres españolas, ni dominaban ni eran dominados aún por los trajes y las costumbres de los naturales del país.

Había ya entre los conquistados y los conquistadores algunos puntos de contacto; pero como dos líquidos de diferentes colores que se vierten en una sola vasija y que no se confunden, podía distinguirse sin dificultad, que aún eran dos pueblos distintos, dos razas diferentes, dos elementos heterogéneos.

Por eso cuando se celebraba una fiesta cualquiera, unos y otros, reunidos, se alegraban y se divertían cada uno a su manera, cada uno con sus trajes, con su música, con sus costumbres particulares.

En el día a que nos referimos, se trataba de celebrar una boda que había apadrinado el mismo Hernán Cortés.

Aquel día se había casado Martín Dorantes, paje favorito de Cortés, con doña Isabel de Paz, doncella mexicana hija de un cacique, grande amigo del conquistador, que había muerto hacía dos años, dejando a éste el cuidado de la joven.


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361 págs. / 10 horas, 31 minutos / 697 visitas.

Publicado el 1 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.

Problema Irresoluble

Vicente Riva Palacio


Cuento


Juanita no sabe servir, pero es muy lista y aprenderá pronto. Blanca estará muy contenta con su doncella galleguita, porque dentro de dos meses le será muy útil, pero es preciso desasnarla. Queda cumplido su encargo, y yo me repito su seguro servidor y capellán, que besa su mano,

Blas Padilla
 

Así terminaba la carta de recomendación con que Juanita había llegado a la casa de Emilio. Porque Emilio encargó una chica a Galicia para que sirviera de doncella a su mujer.

Emilio y Blanca estaban en la luna de miel, y a Blanca, como a todas las recién casadas, le sobraban muchas horas del día, y era para ella una diversión enseñar a Juanita y estudiar la sorpresa que le causaban todos los refinamientos de la civilización.

Apenas podía la chica comprender que algunas veces llegara un hombre a arreglar las uñas de las manos a su señorita, ni que todos los días viniera una mujer expresamente a peinarla; pero lo que más le asombraba era el teléfono, y al tercer o cuarto día de estar en la casa la sorprendió Blanca en el aparato, teniendo una trompetilla en la oreja y hablándose a sí misma con la otra.

Pero rápidamente, con esa educabilidad y esa aptitud de asimilación que tan en alto grado poseen las mujeres, Juanita vestía como las criadas de Madrid; hablaba a su señorita en tercera persona; cantaba todo lo que oía tocar en los organillos y lucía, como una pulsera de oro, una cinta negra con que se oprimen la muñeca de la mano derecha las chicas que por planchar mucho sufren en esa parte del brazo.


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3 págs. / 5 minutos / 475 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Consultar con la Almohada

Vicente Riva Palacio


Cuento


Tradición mexicana


Allá por los años de gracia de 1651 y 52 andaban en la península yucateca muy revueltas y confusas las cosas públicas y aun las particulares.

Peleaban y pleiteaban los frailes con los obispos, los obispos con los gobernadores, los gobernadores con los encomenderos, los encomenderos con los indios, y los indios, no teniendo muchas veces con quien pelear, y no contentos con pelear entre sí, volvían a dar principio a la tanda, emprendiéndola a su vez con los frailes; dejábanles hasta la fe del bautismo y sin decir ahí quedan las llaves, se iban a los montes volviendo allí a sus antiguas creencias, y reconociendo a sus antiguos dioses, que si no eran tan buenos como el de los españoles, en cambio no les habían dado tan malos ratos.

Entre tanto, el «hambre» se daba gusto; andaba el maíz por los cielos, lo que más era volar, que andar. Los hombres, las mujeres y los niños salían a los caminos a pedir limosna, y allí se encontraban con que había muchos que a ellos se la pidieran, y no pocos morían de necesidad y de miseria en las encrucijadas y a la entrada de los pueblos, gastándose los ayuntamientos en dar sepultura a aquellos cuerpos más de lo que, invertido en maíz, hubiera bastado para conservarles la vida; que así es, por lo común, la beneficencia oficial en todas partes.


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4 págs. / 8 minutos / 282 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Si Acaso

Vicente Riva Palacio


Cuento


—Pepe —dijo la condesa tocando suavemente en el hombro a su marido, que dormitaba en un sillón al lado de la chimenea.

—¿Qué pasa? —dijo él incorporándose.

—¿No vas a ir al club? Son muy cerca de las siete.

—Te agradezco que me hayas despertado; voy a vestirme. Y tú, ¿qué piensas hacer esta noche?

—Es nuestro turno del Real, y si viene Luisa, iremos un rato. ¿Tú no vas al palco con nosotras?

—Veré si puedo. Por ahora voy a vestirme.

Media hora después, el conde, envuelto en su gabán de pieles, se acomodaba en su berlina, diciendo al lacayo:

—Al Veloz.

Cuando el ruido del carruaje anunció que el conde se alejaba, alzóse el portier del salón en que había quedado la bella condesa, y la cabeza rubia de una mujer joven asomó por allí.

—¿Se ha ido? —preguntó a media voz.

—Sí, Luisa, entra.

—¿Insistes en tu plan?

—Si; no hay peligro alguno, y además, Luciano me ha prometido ayudarme.

—¿Lo crees seguro?

—Vaya, y necesario. En toda esta temporada del Real no he conseguido que me acompañe un solo día al palco por irse al Veloz. ¡Dichoso Veloz! No sé qué tiene para nuestros maridos. Y después de todo, debe ser muy aburrido. Pero esta noche sí me acompaña; vaya si me acompaña. Ahora voy a vestirme yo también.

El club estaba lleno. Unos socios jugaban al tresillo o al whist, haciendo tiempo mientras se abría el comedor. Otros conversaban alegremente en los salones. Se oyó el timbre del teléfono, y pocos momentos después, un criado entró preguntando:

—¿El señor marqués de la Ensenada?

—¿El marqués de la Ensenada? —dijo uno.

—Sí, señor —contestó el criado—. Le llaman al teléfono.

—Pero hombre, si el marqués hace siglos que murió.

—Llamarán a la calle del Marqués de la Ensenada —dijo otro.


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2 págs. / 3 minutos / 82 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Promesa de un Genio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Era la noche del 31 de diciembre del año de 1800, y en uno de los bosques vírgenes del continente americano, los genios y las hadas celebraron gran fiesta el nacimiento del siglo XIX.

Toda la naturaleza se había empeñado en dar esplendor a esa fiesta; la luna atravesaba majestuosamente sobre un cielo sembrado de estrellas que se eclipsaban a su paso.

Las selvas habían encendido sus fuegos fatuos que se movían inciertos entre la yerba; los bosques lanzaban la claridad fosforescente de los podridos troncos, y los insectos luminosos se cruzaban, arrastrándose unos, y otros volando rápidamente y describiendo líneas rectas en encontradas direcciones.

Los pájaros de la noche cantaban entre las ramas; las auras sacudían las hojas de los árboles, dando las notas bajas del concierto, y se escuchaban en la lejanía el monótono ruido de las cataratas y los acompasados tumbos de los mares.

Los genios y las hadas danzaban y cantaban, y cada uno de ellos había hecho un don al recién nacido, y de ninguno de esos dones se hablaba tanto como del que le habían presentado en extraña unión el agua y el fuego, ofreciéndole que de allí saldría poderosa fuerza que haría mover las más pesadas máquinas, que arrastrarían en vertiginosa carrera enormes trenes, a través de los campos, y llevarían las embarcaciones entre las olas encrespadas, con más facilidad que si soplara un viento protector. Aquel don sería el asombro de la humanidad en el siglo XIX.

Pero entre aquel concurso de genios, había uno que nada hablaba ni nada ofrecía para el que iba a nacer; era un genio de ojos brillantes, envuelto en crespones de color de cielo, y que llevaba por único adorno una chispa sobre la frente; pero tan luminosa, tan brillante, tan intensa, que parecía haberse concentrado allí toda la luz del sol.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Madreselvas

Vicente Riva Palacio


Cuento


Conocí a Ben-Hamín, a bordo del Scotia, en un viaje que hicimos de Liverpool a Nueva York. Estaba siempre sobre la cubierta envuelto en una especie de bata, mostrando unas babuchas de tela tan extraña como la de la bata, con el rojo tarbuch inclinado hacia atrás. No leía, pero meditaba; su larga y rizada barba blanca le cubría la mitad del pecho, y sus grandes ojos negros se escondían debajo de las cejas, tan largas y pobladas que parecían dos alas de pichón blanco.

No sé qué negocio le trajo a Madrid, porque jamás le pregunté, primero porque no me lo había dicho, y luego porque no me importaba; pero éramos viejos conocidos, y venía a comer conmigo algunas veces a mi casa, en la calle de Serrano.

Una noche, era en verano, le noté alguna preocupación, y durante toda la comida pude observar que evitaba cuidadosamente el contacto de las flores de madreselva que se colgaban fuera del ramo que adornaba el centro de la mesa.

Picó esto mi curiosidad, y no era hombre de quedarme con la duda; esperé que sirvieran el café, y cuando ya los criados se habían retirado, le dije:

—Si no lo tiene usted por indiscreción, le ruego que me diga por qué le causan disgusto las flores de la madreselva.

—¡Oh! —me dijo—, no son las flores las que me repugnan; es toda la planta.

—¿Y por qué?

—Es una historia que nada tiene de secreta; por el contrario, desearía que todos vosotros, europeos y americanos, la supieran; quizá os sea útil

—Cuéntela usted, cuéntela usted —dijimos todos.

—Pues voy a complaceros, refiriéndoosla tal como la aprendí en un viejo manuscrito.

Ben-Hamín cerró los ojos como para reconcentrarse en sí mismo, e inclinó la cabeza; la luz eléctrica daba a las canas de su barba el brillo de la plata bruñida.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Nido de Jilgueros

Vicente Riva Palacio


Cuento


Eran días negros para España.

Los carros de la invasión se guarnecían a la sombra de los palacios de Carlos V y Felipe II; y cruzaban por las carreteras tropas sombrías de soldados extranjeros, levantando nubes de polvo que se cernían pesadamente y se alzaban, condensándose como para formar la lápida de un sepulcro sobre el cadáver de un héroe.

El extranjero iba dominando por todas partes, su triunfo se celebraba como seguro. El pueblo dormía el sueño de la enfermedad, pero un día el león rugió sacudiendo su melena, y comenzó la lucha gloriosa. España caminaba sangrando, con su bandera hecha girones por la metralla de los franceses, por ese doloroso vía crucis que debía terminar en el Tabor y no en el Calvario.

Prodigios de astucia y de valor hacían los guerrilleros, y los días se contaban por los combates y por los triunfos, por los artificios y los dolores.

El ruido de la guerra no había penetrado, sin embargo, hasta la pobre aldea en donde vivía la tía Jacoba con sus tres hijos, Juan Antonio y Salvador, robustos mocetones y honrados trabajadores.

La tía Jacoba había tenido otro hijo también, que murió, dejando a la viuda con tres pequeños, sin amparo y sin bienes de fortuna.

Recogiólos la tía Jacoba, y todos juntos vivían tranquilos, porque la abuela tenía lo suficiente para no necesitar el trabajo personal de las mujeres ni de los niños.

Pero la tía Jacoba era una mujer de gran corazón y de gran inteligencia, y sin haber concurrido a la escuela, ni haber cultivado el trato de personas instruidas, sabía leer, y leía y procuraba siempre adquirir noticias de los acontecimientos de la guerra y de la marcha que llevaban los negocios públicos, entonces de tanta importancia.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Visita de los Marqueses

Vicente Riva Palacio


Cuento


Con decir que era el día de la fiesta titular del pueblo, está dicho todo: porque aquélla era la romería más concurrida y más famosa de los contornos, y aquel pueblo uno de los más fértiles y pintorescos de la montaña de Santander.

Sentado en la pendiente de una loma, con sus casas dispersas y ocultas entre cajigas, castaños, nogales y cerezos, semejaba, más bien que un pueblo con arbolado, un bosque con casas. A lo lejos, y en las ardientes mañanas de verano, aquel pueblo parecía como dispuesto a deslizarse con suavidad por la pendiente para tomar un baño en el si no abundoso, sí fresco y transparente río que, desprendiéndose del valle de Pas después de haber refrigerado a multitud de nodrizas, cesantes unas y en agraz las otras, resbala, buscando la tumba común de los ríos, en una estrecha cañada, a la que, sin duda por adulación o por cariño, han bautizado los montañeses con el pomposo nombre de valle de Toranzo.

Era un día del mes de agosto; la luz brotó por el oriente con todo el encanto de una mañana de fiesta; porque, digan lo que quieran los sabios sueltos o que escriben en los periódicos, la luz de los días festivos es distinta de la luz de los días de trabajo, y en aquél apareció como diciendo: aquí está lo mejor del baile.

Y con un lujo de amabilidad, y con un refinamiento de poesía no comunes, ya jugueteaba sobre las espumas del río; ya iluminaba en su vuelo a las abejas, convirtiéndolas en chispas de fuego que se cruzaban; ya, arrastrándose, venía a esmaltar la hierba de los prados, o a reflejarse sobre un fragmento de vidrio, del que hacía brotar un sol pequeñito, pero deslumbrador, en mitad de la carretera.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Honras de Carlos V

Vicente Riva Palacio


Cuento


Entre los misioneros franciscanos que predicaban el cristianismo a los indios tarascos, habitantes de las escarpadas sierras de Michoacán, en Nueva España, contábase fray Jacobo Daciano, distinguidísimo varón, lleno de caridad y modelo de constancia.

Era fray Jacobo, según el decir de los religiosos cronistas de la Orden de San Francisco, de tan ilustre sangre y de tan elevada alcurnia, que igualarle en eso sólo podrían en Nueva España los hijos del emperador Moctezuma, o los del infortunado y tímido Caltzontzin, por otro nombre Tzintxicha, rey de los tarascos; porque fray Jacobo, llamado Dacio por haber nacido en Dacia, era de la familia de los reyes de aquella nación, tan famosa desde los tiempos de Heródoto hasta los días en que fray Jacobo pasó a Nueva España y las luchas religiosas de luteranos y católicos hacían estremecer a las naciones europeas.

Fray Jacobo embarcóse para América buscando, no sólo la conversión de los indios, sino también refugio contra las persecuciones de un obispo de su país que, tocado de la herejía, como dice el cronista Larrea, intentaba poner fin a la terrenal existencia de fray Jacobo.

Los tarascos que, sin resistencia alguna, por culpa de su rey, recibido habían el yugo de los conquistadores españoles, víctimas de los mismos a quienes ofrecieron sus servicios y su amistad, andaban fugitivos y errantes por los montes; que en ninguna otra provincia de Nueva España se habían extremado tanto en sus crueldades y tiranías los soldados de Nuño de Guzmán.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Expiación

Vicente Riva Palacio


Cuento


De boca en boca, y rápidamente, se difundió una mañana por el honrado pueblo de Torrepintada la escandalosísima noticia de que Lucía, una de las muchachas más virtuosas y más guapas del lugar, había desaparecido, abaldonando a la tía Ruperta, de quien recibiera cuidados maternales y moral y cristiana educación.

Los móviles de aquella fuga se adivinaban, o, mejor dicho, se habían averiguado por las viejas más curiosas del pueblo que, refiriéndose unas a otras lo que habían visto, y atando cabos, venían a reducirse a que la virtud de la chica había naufragado en el tempestuoso mar de sus amores con el hijo de un indiano que pocos días antes regresó a La Habana, abandonando a la infortunada Lucía.

Torrepintada era un pueblo ejemplar, de costumbres purísimas, y jamás soltera, casada o viuda había dado allí qué decir. Ninguna mujer del pueblo tenía historia, y las familias eran irreprensibles.

La desaparición de Lucía no había sido tan sin conocimiento de la tía Ruperta como en el pueblo se figuraban: buscando un alivio a su dolor, la muchacha contó a la madre adoptiva cuanto le pasaba, sin ocultarle siquiera que iba a ser madre.

Doña Ruperta, riñó y acabó por consolar a la sobrina y aconsejarle que saliese del pueblo sin ser notada y se fuera a la ciudad próxima en donde tenían una parienta lejana.

Lucía fue madre de una preciosa niña, que murió pocos días después de nacida, y ella por todo el oro del mundo no hubiera vuelto a Torrepintada. No hacía más que recordar a sus conocidas y amigas, y al punto sentía encenderse su rostro de vergüenza. ¡Ella! ¡Ella era la única que desde tiempos inmemorables había manchado las honradas tradiciones del pueblo y las nunca bien ponderadas virtudes de las mujeres!

Meditó, se aconsejó y vino al fin en resolverse a servir de nodriza con alguna señora bien acomodada.


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3 págs. / 6 minutos / 51 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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