Textos más populares esta semana de Vicente Riva Palacio publicados por Edu Robsy | pág. 4

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autor: Vicente Riva Palacio editor: Edu Robsy


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La Limosna

Vicente Riva Palacio


Cuento


Quizá para muchos no tenga interés lo que voy a contar; pero como a mi me conmovió profundamente, por nada de este mundo se me queda esta narración en el buche, y de soltarla tengo, sea cual fuere la suerte que deba correr, y arrostrando el peligro de que algunos llamen sensibilidad a lo que los más califiquen de sensiblería.

Pero los hechos son como los acordes de la música: algunos los escuchamos sin conmovernos, y hay otros que tienen resonancia inexplicable en las más delicadas fibras del corazón o del cerebro, y de los cuales decimos, o pensamos sin decirlo: esas notas son mías.

En una de las ciudades del norte de la república mexicana vivía Julián. No sé cómo se apellidaba, pues por Julián no más le conocíamos, y era un hombre feliz. Un herrero honrado y laborioso, mocetón membrudo y sano que, en su oficio, ganaba más que necesitar podía para vivir con su familia. Por supuesto que no era rico, o mejor dicho, acaudalado. Tenía una pequeña casita en los suburbios de la ciudad, y allí, como en un nido de palomas, habitaban la madre, la esposa y el hijo de Julián. Allí todo el mundo se levantaba antes que el sol; allí se trabajaba, se cantaba y se comía el pan de la alegría y de la honradez.

Julián volvía los sábados cargado con el producto de su trabajo semanal; íntegro lo ponía en manos de su mujer y ella sabía distribuirlo con tanta economía y tanto acierto, que el dinero parecía multiplicarse entre sus manos. Era el constante milagro de los cinco panes repetido sin interrupción, y no se olvidaban ni faltaban nunca los cigarros para Julián, ni la copita de aguardiente, antes de la comida, para la suegra.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Azotes

Vicente Riva Palacio


Cuento


Después de largo y sangriento sitio ocupó Hernán Cortés la capital del imperio de Moctezuma; pero quedó la ciudad en tan lastimoso estado, que el conquistador, con su ejército, tuvo que acampar durante algún tiempo en la cercana villa de Coyoacán, porque en México ni lugar pudo encontrarse para el alojamiento de los soldados.

Pocos meses después, los trabajos de la reedificación habían avanzado tanto, que ya el conquistador pudo trasladarse allí, y eran tan activos, que dice el padre Motolinía, en su Historia de los indios de la Nueva España, que «en la edificación de la gran ciudad de México en los primeros años, andaba más gente que en la edificación del templo de Jerusalén; porque era tanta la gente que andaba en las obras, que apenas podría hombre romper por algunas calles y calzadas, aunque son muy anchas».

Y ya entonces el conquistador de México no era Hernán Cortés a secas, sino que se llamaba el muy magnífico señor Hernán Cortés, gobernador y capitán general de Nueva España; que el don aún no lo usaba, porque hasta algunos años después no se lo concedíó el emperador.

Por aquellos días aconteció, según refiere la tradición, que el gobernador y capitán general publicó un bando exigiendo la puntual asistencia de todos los vecinos a las misas que celebraban los padres franciscanos, primeros religiosos que a predicar el cristianismo llegado habían a Nueva España.

La morosidad de los soldados para asistir al Santo Sacrificio, y la indiferencia o poca costumbre que de ello tenían los indios, hacía que muchos llegasen a la iglesia ya pasado el evangelio, o cuando el sacerdote pronunciaba las últimas oraciones, causando con eso escándalo entre aquel rebaño de ovejas recién convertidas al cristianismo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Ausencia de Tomasito

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


Ésta era una pareja que vivía casada por el registro natural. Un día llegó Tomasito, que así se llamaba el varón, a la casa, y le dijo la mujer:

—Oiga don Tomasito, ahí está ya la Semana Santa.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Y qué?, que yo ya me he confesado y es fuerza que usted se me mude de aquí, pero luego, luego.

Don Tomasito comprendió la fuerza del argumento, y se conformó con la resolución.

Con muchísima prudencia, y sin desplegar sus labios, hizo un lío de trapitos, enrolló su petate, (porque todo esto pasaba en una accesoria), se puso su sombrero y se dirigió a la puerta.

Iba a salir cuando oyó la voz de su adorado tormento que le llamaba.

—Don Tomasito.

—¿Qué se ofrece?

—Oiga usted, váyase pronto, eh; pero el sábado de gloria que no sea necesario andarlo buscando.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Si Acaso

Vicente Riva Palacio


Cuento


—Pepe —dijo la condesa tocando suavemente en el hombro a su marido, que dormitaba en un sillón al lado de la chimenea.

—¿Qué pasa? —dijo él incorporándose.

—¿No vas a ir al club? Son muy cerca de las siete.

—Te agradezco que me hayas despertado; voy a vestirme. Y tú, ¿qué piensas hacer esta noche?

—Es nuestro turno del Real, y si viene Luisa, iremos un rato. ¿Tú no vas al palco con nosotras?

—Veré si puedo. Por ahora voy a vestirme.

Media hora después, el conde, envuelto en su gabán de pieles, se acomodaba en su berlina, diciendo al lacayo:

—Al Veloz.

Cuando el ruido del carruaje anunció que el conde se alejaba, alzóse el portier del salón en que había quedado la bella condesa, y la cabeza rubia de una mujer joven asomó por allí.

—¿Se ha ido? —preguntó a media voz.

—Sí, Luisa, entra.

—¿Insistes en tu plan?

—Si; no hay peligro alguno, y además, Luciano me ha prometido ayudarme.

—¿Lo crees seguro?

—Vaya, y necesario. En toda esta temporada del Real no he conseguido que me acompañe un solo día al palco por irse al Veloz. ¡Dichoso Veloz! No sé qué tiene para nuestros maridos. Y después de todo, debe ser muy aburrido. Pero esta noche sí me acompaña; vaya si me acompaña. Ahora voy a vestirme yo también.

El club estaba lleno. Unos socios jugaban al tresillo o al whist, haciendo tiempo mientras se abría el comedor. Otros conversaban alegremente en los salones. Se oyó el timbre del teléfono, y pocos momentos después, un criado entró preguntando:

—¿El señor marqués de la Ensenada?

—¿El marqués de la Ensenada? —dijo uno.

—Sí, señor —contestó el criado—. Le llaman al teléfono.

—Pero hombre, si el marqués hace siglos que murió.

—Llamarán a la calle del Marqués de la Ensenada —dijo otro.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Cuatro Esquinas

Vicente Riva Palacio


Cuento


Los hombres más juiciosos no son más que locos mansos. Oigan ustedes esta historia. Tengo desde hace muchos años íntima amistad con el conde del Sarmiento; un hombre inteligente, instruido, caballeroso y del que puede decirse que si no es un genio, es por lo menos un escritor distinguido.

Una mañana entró en mi alcoba cuando acababa yo de despertar.

—Perdóname —dijo— que tan temprano venga a molestarte. Quiero que seas mi padrino.

—¿Pero vas a batirte?

—Sí; he tenido anoche algunas palabras con un caballero que se llama Román Santiurce.

—Le conozco bien. ¿Y qué palabras han sido ésas?

—Bueno…, cualquier cosa; pero yo necesito batirme con él.

—No, poco a poco; explícame primero, y después resolveré si te ayudo o no.

—Pues óyeme, y fíjate para que veas que me sobra razón. Tú sabes que tengo relaciones con Clotilde y estoy apasionado de ella hasta la locura. Clotilde tiene en el Real una butaca en el turno primero y como debes suponer, me encanta estarla mirando durante la representación. ¡Pues ahí va lo grande! Yo veo a Clotilde desde mi platea; pero en la butaca que está delante de ella se sienta ese hombre, y como le hace el amor a Lucía, ya la conoces, que está al lado de él, inclina la cabeza y me oculta siempre a Clotilde, me la eclipsa; dirijo para ella mis gemelos, y en vez de encontrarme el rostro de Clotilde, siempre es la horrible cara de ese hombre la que estoy mirando, y esa contrariedad cada turno primero, me ha hecho crear un fondo de odio contra él, que le mataría con mucho gusto por no volver a ver esa cara. Por su parte, él debe estar enamorado de Lucía, y se supone que yo miro para donde ellos están por hacerle el amor a ella, y me detesta; sí, me detesta; se lo conozco.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Burra Perdida

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Te acuerdas de Quintín?

—Y bien que me acuerdo. ¿Quintín Guardarelo, aquel muchacho, sobrino de la tía Calixta, que se fue para Cuba y que ahora dicen que está muy rico?

—El mismo, que ya debe tener sus cuarenta años, y que realmente está muy rico. Pues mañana debe llegar aquí.

—¿Aquí?

—Sí, al pueblo. Viene a arreglar su matrimonio. A ver si adivinas con quién quiere casarse.

—Con Gregoria, la hija de don Rufo el del molino.

—No.

—Entonces con Brígida, la del indiano.

—Tampoco.

—Pues con la hermana del juez.

—Menos, que ni la ha oído mentar; y mira, date por vencida, que no acertarás nunca, y yo te lo voy a decir. ¡Asómbrate! Con Serafina.

—¿Qué Serafina?

—¡Toma! Serafina, la chica, la criada que nos sirve, que es su sobrina.

—Pero ¡hombre!, si apenas tiene quince años, y está hecha una brutica…

—Pues con todo y eso, ya mañana será la señorita Serafina; porque él la va a poner en un colegio en seguida, y dentro de dos años volverá para casarse con ella, y ahí tienes a la muchacha convertida en la señora más rica quizá de la provincia.

—¡Pero eso será mentira!

—No; que todo me lo ha dicho esta misma tarde don Félix, que expresamente ha venido a preguntarme por Serafina, encargándome con mucho empeño que tú y yo la preparemos, contándole la fortuna que va a tener, y que mañana, desde temprano, esté vestida lo mejor posible para que le haga buen efecto a Quintín.

—¡Mira tú qué fortuna! Y yo que la he reñido esta tarde tanto, y hasta le arrimé dos bofetones porque no había sacado hierba para la vaca…


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Isabel

Vicente Riva Palacio


Cuento


Isabel amaba a Alberto, y jamás una pareja más feliz y encantadora había cruzado bajo el brillante sol de la primavera, las floridas vegas que aprisionan el canal de la Viga.

Isabel era la mariposa que roba sus colores a las brillantes y gentiles rosas de las chinampas; era la tórtola que calma su sed en las cristalinas aguas de la laguna de Chalco, y entona sus dolientes quejas al crepúsculo de la tarde, entre el dulce murmullo de los sauces que agita la brisa.

Isabel amaba a Alberto con el fuego del primer amor, y el porvenir risueño le brindaba la corona de azahares de la esposa, perfumada y radiante.

Un día el espíritu de la vanidad tocó a Isabel, y sus ojos se fijaron en un hombre rico, muy rico. El ángel de los primeros amores se estremeció, y emprendiendo lloroso su vuelo a la eternidad, Isabel oyó el batir de sus alas y volvió en sí… ¡era tarde!… por mucho tiempo no volvió a ver a Alberto.

Una noche Isabel había llorado; el recuerdo de Alberto se alejaba un momento de su imaginación, para volver después, semejante a esos parásitos color de fuego que revoloteaban alrededor de un granado cubierto de flores.

La luna brillaba con todo su esplendor, y las aguas bebían ávidas su luz melancólica; nada interrumpía el silencio de la noche, porque los ecos de la ciudad morían antes de llegar a los balcones de Isabel.

El canal de la Viga estaba desierto. De repente, como naciendo de la bruma, ligera y graciosa, se adelanta una canoa; el viento no repite el rumor de las aguas heridas por el remo, y la superficie del canal permanente serena como un espejo.

La barca se adelanta, Isabel la sigue con la mirada ansiosa, su corazón se agita, y, ¡Oh Dios!, ¡es Alberto!

Alberto, sereno, altivo, pero amoroso como en los días de felicidad.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Madreselvas

Vicente Riva Palacio


Cuento


Conocí a Ben-Hamín, a bordo del Scotia, en un viaje que hicimos de Liverpool a Nueva York. Estaba siempre sobre la cubierta envuelto en una especie de bata, mostrando unas babuchas de tela tan extraña como la de la bata, con el rojo tarbuch inclinado hacia atrás. No leía, pero meditaba; su larga y rizada barba blanca le cubría la mitad del pecho, y sus grandes ojos negros se escondían debajo de las cejas, tan largas y pobladas que parecían dos alas de pichón blanco.

No sé qué negocio le trajo a Madrid, porque jamás le pregunté, primero porque no me lo había dicho, y luego porque no me importaba; pero éramos viejos conocidos, y venía a comer conmigo algunas veces a mi casa, en la calle de Serrano.

Una noche, era en verano, le noté alguna preocupación, y durante toda la comida pude observar que evitaba cuidadosamente el contacto de las flores de madreselva que se colgaban fuera del ramo que adornaba el centro de la mesa.

Picó esto mi curiosidad, y no era hombre de quedarme con la duda; esperé que sirvieran el café, y cuando ya los criados se habían retirado, le dije:

—Si no lo tiene usted por indiscreción, le ruego que me diga por qué le causan disgusto las flores de la madreselva.

—¡Oh! —me dijo—, no son las flores las que me repugnan; es toda la planta.

—¿Y por qué?

—Es una historia que nada tiene de secreta; por el contrario, desearía que todos vosotros, europeos y americanos, la supieran; quizá os sea útil

—Cuéntela usted, cuéntela usted —dijimos todos.

—Pues voy a complaceros, refiriéndoosla tal como la aprendí en un viejo manuscrito.

Ben-Hamín cerró los ojos como para reconcentrarse en sí mismo, e inclinó la cabeza; la luz eléctrica daba a las canas de su barba el brillo de la plata bruñida.


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El Hermano Cirilo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Cuento Verdadero


En uno de los pueblos de España, y a principios de este siglo, vivía un varón ejemplarísimo por sus virtudes, y a quien todos llamaban allí el hermano Cirilo; no porque perteneciera a ninguna comunidad ni cofradía, sino porque de propia voluntad vestía siempre el hábito de San Francisco, y a todos los saludaba con el cariñoso título de hermano.

Frisaba ya en los setenta años; era delgado, pálido, de pequeña estatura, pero vigoroso, activo y ligero, y bajo aquel aspecto de ancianidad llevaba el alma de un niño y el corazón de un ángel.

Tocábale a fray Cirilo toda la mayor parte de aquellas bienaventuranzas que dijo Jesucristo, porque era manso, misericordioso y limpio de corazón, pero sobre todo, la que más le cubría era aquella, en que habló el Redentor, de los pobres de espíritu, que si pobre en bienes terrenales estaba siempre, porque a los pobres daba cuanto adquirir podía, más escaso andaba en materia de espíritu, sin que por esto pudiera decirse de él, que era todo lo que se llama un tonto, ni mucho menos.

No tenía el hermano Cirilo idea del mal, como propio de la naturaleza humana; creíalo siempre obra del demonio, pensaba que más que castigos buscarse debieran medios para resistir las tentaciones del ángel rebelde.

Con todo y con eso, en aquel pueblo, en que las costumbres no andaban muy de acuerdo con la moral evangélica, el hermano Cirilo, con sus exhortaciones, sus consejos y su afán por moralizar a la gente, había alcanzado más de un triunfo, ya apartando a una doncella del precipicio, ya dando resignación a una casa víctima de un marido celoso o brutal, ya conteniendo a más de una viuda en los estrechos límites de la honestidad.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Voto del Soldado

Vicente Riva Palacio


Cuento


Allá por el año de gracia de 1521 pasó a las Indias en busca de fortuna, y a servir al emperador en las conquistas de Nueva España, un soldado español llamado Juan de Ojeda.

Érase Juan de Ojeda un mocetón en la flor de la edad, extremeño de nacimiento, y tan osado y valeroso como perverso y descreído, y tan descreído y perverso como murmurador y maldiciente. Pusiéronle por mote sus compañeros «Barrabás», tanto por lo avieso de su condición como para distinguirle de un Ojeda a quien «El Bueno» le llamaban por sus costumbres irreprochables, y de otro que llamaban «El Galanteador», porque andaba siempre en pos de las muchachas de los caciques y señores de la tierra.

Túvole Hernán Cortés gran afecto por su valor y por la presteza y diligencia con que todas las comisiones y trabajos del servicio desempeñaba. Pero mejor que los compañeros de Ojeda, conocía sus malas cualidades, y a esto debido, ni le dio nunca mando que importar pudiera, ni guarda le confió de prisioneros a quienes se atreviera a sacrificar o a poner en libertad a cambio de algunos cañones de pluma llenos de polvo de oro, moneda supletoria bien usada en aquellos días.

Una tarde, ya después de la toma de la capital del poderoso imperio de Moctezuma, y cuando el ejército de Cortés se había retirado a la ciudad de Coyoacán, mientras se trazaban y comenzaban a levantarse los suntuosos edificios que de núcleo debían servir a la moderna México, Juan de Ojeda departía alegremente con un grupo de soldados de caballería, hablando de sus recuerdos y sus esperanzas, sazonado plato de conversación entre soldados.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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