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autor: Vicente Riva Palacio etiqueta: Cuento


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Consultar con la Almohada

Vicente Riva Palacio


Cuento


Tradición mexicana


Allá por los años de gracia de 1651 y 52 andaban en la península yucateca muy revueltas y confusas las cosas públicas y aun las particulares.

Peleaban y pleiteaban los frailes con los obispos, los obispos con los gobernadores, los gobernadores con los encomenderos, los encomenderos con los indios, y los indios, no teniendo muchas veces con quien pelear, y no contentos con pelear entre sí, volvían a dar principio a la tanda, emprendiéndola a su vez con los frailes; dejábanles hasta la fe del bautismo y sin decir ahí quedan las llaves, se iban a los montes volviendo allí a sus antiguas creencias, y reconociendo a sus antiguos dioses, que si no eran tan buenos como el de los españoles, en cambio no les habían dado tan malos ratos.

Entre tanto, el «hambre» se daba gusto; andaba el maíz por los cielos, lo que más era volar, que andar. Los hombres, las mujeres y los niños salían a los caminos a pedir limosna, y allí se encontraban con que había muchos que a ellos se la pidieran, y no pocos morían de necesidad y de miseria en las encrucijadas y a la entrada de los pueblos, gastándose los ayuntamientos en dar sepultura a aquellos cuerpos más de lo que, invertido en maíz, hubiera bastado para conservarles la vida; que así es, por lo común, la beneficencia oficial en todas partes.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Confesión

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


—Acúsome, pagre —decía una india que se confesaba—, que yo andaba namorada de mi comadrita su marido.

—Válgate Dios, hija —contestaba el sacerdote, que comprendía que «mi comadrita su marido» quería decir mi compadre—, ¿cómo fuiste a cegarte así?

—Pagre, como semos pobres y estamos solos.

—Sea por Dios, ¿qué más?

—Acúsome, pagre, que namoré con señá Dorotea su esposo.

—Ave María Purísima; ¿cómo fue eso hija?

—Pagre, como semos pobres y estamos solos.

—Vaya, hija, ¿qué más?

—Pues pagre, también lo namoré con siñor don José su hijo.

—Pero mujer, ¿estabas loca?

—No, pagre, como semos pobres y estamos solos…


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda de un Santo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Lo que es en algunos cuerpos la propiedad de reflejar la luz, y en otros la de repetir el sonido, es en la humanidad la tendencia de las generaciones para repetir a las posteriores lo que oyeron de sus antepasados, no valiéndose del libro ni de la escritura, sino del recuerdo y de la palabra. Viven así las tradiciones, y tienen por eso frescura que encanta e interés que subyuga; y estudiadas luego a la luz de la historia, se empañan con el polvo de los archivos, se amaneran con el buen decir de los literatos, y pierden su hechizo bajo el peso de los reflexivos estudios de los eruditos.

Hace muchos años —tantos ya, que aún era yo niño—, me contaban la historia del protomártir mexicano Felipe de Jesús; y evocando sus recuerdos, y sin recurrir a documentos históricos, voy a contarla como la oía con infantil atención de la boca de aquellas viejas, a las que la ignorancia daba la voz de la inocencia, llenas de fe y creyendo como una verdad incontrovertible todo lo que me referían.

No había en todo el barrio muchacho más levantisco, ni más pendenciero, ni más travieso que Felipe de Jesús. Víctima de su carácter inquieto y turbulento era su pobre madre, que estaba siempre llamándole y buscándole, porque el chico jamás estaba en su casa: vivía, como acostumbraba decirse en aquellos tiempos, con el «Jesús» en la boca cada vez que notaba la falta del muchacho; y no acertaba con un camino para alcanzar que Felipe hiciera, no alguna cosa buena, sino menores males de los que causaba.

Y era el caso que por más que la madre reñía y por más que una tras otra rezaba novenas a todos los santos del cielo, y, sobre todo, a Santa Rita, de quien dicen que es abogada de imposibles, Felipe, en vez de ir a la escuela, se iba con otros muchachos a los ejidos a perder el tiempo, y volvía a su casa, unas veces con la ropa hecha pedazos, otras con un ojo amoratado, la cabeza rota o una mano fuera de su lugar.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Azotes

Vicente Riva Palacio


Cuento


Después de largo y sangriento sitio ocupó Hernán Cortés la capital del imperio de Moctezuma; pero quedó la ciudad en tan lastimoso estado, que el conquistador, con su ejército, tuvo que acampar durante algún tiempo en la cercana villa de Coyoacán, porque en México ni lugar pudo encontrarse para el alojamiento de los soldados.

Pocos meses después, los trabajos de la reedificación habían avanzado tanto, que ya el conquistador pudo trasladarse allí, y eran tan activos, que dice el padre Motolinía, en su Historia de los indios de la Nueva España, que «en la edificación de la gran ciudad de México en los primeros años, andaba más gente que en la edificación del templo de Jerusalén; porque era tanta la gente que andaba en las obras, que apenas podría hombre romper por algunas calles y calzadas, aunque son muy anchas».

Y ya entonces el conquistador de México no era Hernán Cortés a secas, sino que se llamaba el muy magnífico señor Hernán Cortés, gobernador y capitán general de Nueva España; que el don aún no lo usaba, porque hasta algunos años después no se lo concedíó el emperador.

Por aquellos días aconteció, según refiere la tradición, que el gobernador y capitán general publicó un bando exigiendo la puntual asistencia de todos los vecinos a las misas que celebraban los padres franciscanos, primeros religiosos que a predicar el cristianismo llegado habían a Nueva España.

La morosidad de los soldados para asistir al Santo Sacrificio, y la indiferencia o poca costumbre que de ello tenían los indios, hacía que muchos llegasen a la iglesia ya pasado el evangelio, o cuando el sacerdote pronunciaba las últimas oraciones, causando con eso escándalo entre aquel rebaño de ovejas recién convertidas al cristianismo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Ausencia de Tomasito

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


Ésta era una pareja que vivía casada por el registro natural. Un día llegó Tomasito, que así se llamaba el varón, a la casa, y le dijo la mujer:

—Oiga don Tomasito, ahí está ya la Semana Santa.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Y qué?, que yo ya me he confesado y es fuerza que usted se me mude de aquí, pero luego, luego.

Don Tomasito comprendió la fuerza del argumento, y se conformó con la resolución.

Con muchísima prudencia, y sin desplegar sus labios, hizo un lío de trapitos, enrolló su petate, (porque todo esto pasaba en una accesoria), se puso su sombrero y se dirigió a la puerta.

Iba a salir cuando oyó la voz de su adorado tormento que le llamaba.

—Don Tomasito.

—¿Qué se ofrece?

—Oiga usted, váyase pronto, eh; pero el sábado de gloria que no sea necesario andarlo buscando.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Si Acaso

Vicente Riva Palacio


Cuento


—Pepe —dijo la condesa tocando suavemente en el hombro a su marido, que dormitaba en un sillón al lado de la chimenea.

—¿Qué pasa? —dijo él incorporándose.

—¿No vas a ir al club? Son muy cerca de las siete.

—Te agradezco que me hayas despertado; voy a vestirme. Y tú, ¿qué piensas hacer esta noche?

—Es nuestro turno del Real, y si viene Luisa, iremos un rato. ¿Tú no vas al palco con nosotras?

—Veré si puedo. Por ahora voy a vestirme.

Media hora después, el conde, envuelto en su gabán de pieles, se acomodaba en su berlina, diciendo al lacayo:

—Al Veloz.

Cuando el ruido del carruaje anunció que el conde se alejaba, alzóse el portier del salón en que había quedado la bella condesa, y la cabeza rubia de una mujer joven asomó por allí.

—¿Se ha ido? —preguntó a media voz.

—Sí, Luisa, entra.

—¿Insistes en tu plan?

—Si; no hay peligro alguno, y además, Luciano me ha prometido ayudarme.

—¿Lo crees seguro?

—Vaya, y necesario. En toda esta temporada del Real no he conseguido que me acompañe un solo día al palco por irse al Veloz. ¡Dichoso Veloz! No sé qué tiene para nuestros maridos. Y después de todo, debe ser muy aburrido. Pero esta noche sí me acompaña; vaya si me acompaña. Ahora voy a vestirme yo también.

El club estaba lleno. Unos socios jugaban al tresillo o al whist, haciendo tiempo mientras se abría el comedor. Otros conversaban alegremente en los salones. Se oyó el timbre del teléfono, y pocos momentos después, un criado entró preguntando:

—¿El señor marqués de la Ensenada?

—¿El marqués de la Ensenada? —dijo uno.

—Sí, señor —contestó el criado—. Le llaman al teléfono.

—Pero hombre, si el marqués hace siglos que murió.

—Llamarán a la calle del Marqués de la Ensenada —dijo otro.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Cuatro Esquinas

Vicente Riva Palacio


Cuento


Los hombres más juiciosos no son más que locos mansos. Oigan ustedes esta historia. Tengo desde hace muchos años íntima amistad con el conde del Sarmiento; un hombre inteligente, instruido, caballeroso y del que puede decirse que si no es un genio, es por lo menos un escritor distinguido.

Una mañana entró en mi alcoba cuando acababa yo de despertar.

—Perdóname —dijo— que tan temprano venga a molestarte. Quiero que seas mi padrino.

—¿Pero vas a batirte?

—Sí; he tenido anoche algunas palabras con un caballero que se llama Román Santiurce.

—Le conozco bien. ¿Y qué palabras han sido ésas?

—Bueno…, cualquier cosa; pero yo necesito batirme con él.

—No, poco a poco; explícame primero, y después resolveré si te ayudo o no.

—Pues óyeme, y fíjate para que veas que me sobra razón. Tú sabes que tengo relaciones con Clotilde y estoy apasionado de ella hasta la locura. Clotilde tiene en el Real una butaca en el turno primero y como debes suponer, me encanta estarla mirando durante la representación. ¡Pues ahí va lo grande! Yo veo a Clotilde desde mi platea; pero en la butaca que está delante de ella se sienta ese hombre, y como le hace el amor a Lucía, ya la conoces, que está al lado de él, inclina la cabeza y me oculta siempre a Clotilde, me la eclipsa; dirijo para ella mis gemelos, y en vez de encontrarme el rostro de Clotilde, siempre es la horrible cara de ese hombre la que estoy mirando, y esa contrariedad cada turno primero, me ha hecho crear un fondo de odio contra él, que le mataría con mucho gusto por no volver a ver esa cara. Por su parte, él debe estar enamorado de Lucía, y se supone que yo miro para donde ellos están por hacerle el amor a ella, y me detesta; sí, me detesta; se lo conozco.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Promesa de un Genio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Era la noche del 31 de diciembre del año de 1800, y en uno de los bosques vírgenes del continente americano, los genios y las hadas celebraron gran fiesta el nacimiento del siglo XIX.

Toda la naturaleza se había empeñado en dar esplendor a esa fiesta; la luna atravesaba majestuosamente sobre un cielo sembrado de estrellas que se eclipsaban a su paso.

Las selvas habían encendido sus fuegos fatuos que se movían inciertos entre la yerba; los bosques lanzaban la claridad fosforescente de los podridos troncos, y los insectos luminosos se cruzaban, arrastrándose unos, y otros volando rápidamente y describiendo líneas rectas en encontradas direcciones.

Los pájaros de la noche cantaban entre las ramas; las auras sacudían las hojas de los árboles, dando las notas bajas del concierto, y se escuchaban en la lejanía el monótono ruido de las cataratas y los acompasados tumbos de los mares.

Los genios y las hadas danzaban y cantaban, y cada uno de ellos había hecho un don al recién nacido, y de ninguno de esos dones se hablaba tanto como del que le habían presentado en extraña unión el agua y el fuego, ofreciéndole que de allí saldría poderosa fuerza que haría mover las más pesadas máquinas, que arrastrarían en vertiginosa carrera enormes trenes, a través de los campos, y llevarían las embarcaciones entre las olas encrespadas, con más facilidad que si soplara un viento protector. Aquel don sería el asombro de la humanidad en el siglo XIX.

Pero entre aquel concurso de genios, había uno que nada hablaba ni nada ofrecía para el que iba a nacer; era un genio de ojos brillantes, envuelto en crespones de color de cielo, y que llevaba por único adorno una chispa sobre la frente; pero tan luminosa, tan brillante, tan intensa, que parecía haberse concentrado allí toda la luz del sol.


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La Burra Perdida

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Te acuerdas de Quintín?

—Y bien que me acuerdo. ¿Quintín Guardarelo, aquel muchacho, sobrino de la tía Calixta, que se fue para Cuba y que ahora dicen que está muy rico?

—El mismo, que ya debe tener sus cuarenta años, y que realmente está muy rico. Pues mañana debe llegar aquí.

—¿Aquí?

—Sí, al pueblo. Viene a arreglar su matrimonio. A ver si adivinas con quién quiere casarse.

—Con Gregoria, la hija de don Rufo el del molino.

—No.

—Entonces con Brígida, la del indiano.

—Tampoco.

—Pues con la hermana del juez.

—Menos, que ni la ha oído mentar; y mira, date por vencida, que no acertarás nunca, y yo te lo voy a decir. ¡Asómbrate! Con Serafina.

—¿Qué Serafina?

—¡Toma! Serafina, la chica, la criada que nos sirve, que es su sobrina.

—Pero ¡hombre!, si apenas tiene quince años, y está hecha una brutica…

—Pues con todo y eso, ya mañana será la señorita Serafina; porque él la va a poner en un colegio en seguida, y dentro de dos años volverá para casarse con ella, y ahí tienes a la muchacha convertida en la señora más rica quizá de la provincia.

—¡Pero eso será mentira!

—No; que todo me lo ha dicho esta misma tarde don Félix, que expresamente ha venido a preguntarme por Serafina, encargándome con mucho empeño que tú y yo la preparemos, contándole la fortuna que va a tener, y que mañana, desde temprano, esté vestida lo mejor posible para que le haga buen efecto a Quintín.

—¡Mira tú qué fortuna! Y yo que la he reñido esta tarde tanto, y hasta le arrimé dos bofetones porque no había sacado hierba para la vaca…


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Isabel

Vicente Riva Palacio


Cuento


Isabel amaba a Alberto, y jamás una pareja más feliz y encantadora había cruzado bajo el brillante sol de la primavera, las floridas vegas que aprisionan el canal de la Viga.

Isabel era la mariposa que roba sus colores a las brillantes y gentiles rosas de las chinampas; era la tórtola que calma su sed en las cristalinas aguas de la laguna de Chalco, y entona sus dolientes quejas al crepúsculo de la tarde, entre el dulce murmullo de los sauces que agita la brisa.

Isabel amaba a Alberto con el fuego del primer amor, y el porvenir risueño le brindaba la corona de azahares de la esposa, perfumada y radiante.

Un día el espíritu de la vanidad tocó a Isabel, y sus ojos se fijaron en un hombre rico, muy rico. El ángel de los primeros amores se estremeció, y emprendiendo lloroso su vuelo a la eternidad, Isabel oyó el batir de sus alas y volvió en sí… ¡era tarde!… por mucho tiempo no volvió a ver a Alberto.

Una noche Isabel había llorado; el recuerdo de Alberto se alejaba un momento de su imaginación, para volver después, semejante a esos parásitos color de fuego que revoloteaban alrededor de un granado cubierto de flores.

La luna brillaba con todo su esplendor, y las aguas bebían ávidas su luz melancólica; nada interrumpía el silencio de la noche, porque los ecos de la ciudad morían antes de llegar a los balcones de Isabel.

El canal de la Viga estaba desierto. De repente, como naciendo de la bruma, ligera y graciosa, se adelanta una canoa; el viento no repite el rumor de las aguas heridas por el remo, y la superficie del canal permanente serena como un espejo.

La barca se adelanta, Isabel la sigue con la mirada ansiosa, su corazón se agita, y, ¡Oh Dios!, ¡es Alberto!

Alberto, sereno, altivo, pero amoroso como en los días de felicidad.


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