Querido lector:
Quizá lo que voy a referirte lo habrás escuchado o leído alguna
vez: pero eso me tiene muy sin cuidado, porque recuerdo una de las
máximas famosas del barón de Andilla, que dice: Si alguien te cuenta
algo, es grosería decirle: por supuesto, lo sabía.
Y como yo estoy seguro de tu buena educación, y además este cuento
puede serte de mucha utilidad, prosigo con mi narración, seguro de que,
si la meditas, me la tendrás que agradecer más de una vez en el camino
de tu vida.
El león, como es sabido, es el rey de los animales
cuadrúpedos; llegó a cansarse de la leona, su casta esposa, y buscando
medios para repudiarla, o cuando menos de pedir el divorcio, vino a
descubrir que el mal aliento de la regia dama causa era, según la
opinión de distinguidos jurisconsultos de su reino, más que suficiente
para pedir la separación y quedar libre de aquel yugo matrimonial que
tanto le pesaba.
Un día, cuando menos lo esperaba la augusta matrona, sin ambages ni
circunloquios le dijo el león, que no por ser monarca dejaba de ser
animal:
—Mira, hijita, que yo me separo de ti desde hoy, y voy a pedir el
divorcio porque tienes el aliento cansado, con un si es no es, tufillo
de ajos podridos.
La leona, que con ser animal no dejaba de ser hembra, sintió que el
cielo se le venía encima, no tanto por lo del divorcio, cuanto por
aquel defectillo que en los banquetes y bailes de la corte podía, sin
duda, ponerla en ridículo.
—¿Que tengo el aliento cansado? —exclamó tartarrugiendo de ira—.
¿Que tengo el aliento cansado? Eso no me lo pruebas tú, ni ninguno de
los de tu familia; que las hembras de mi raza hemos tenido siempre el
aliento más agradable y oloroso que carne de cabrito primal.
—No me exaltes —contestó el león— que yo estoy seguro de lo que
digo, y te lo puedo probar, no por mi dicho, sino por el de todos
nuestros vasallos.
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