Textos por orden alfabético de Villiers de L'Isle Adam | pág. 4

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autor: Villiers de L'Isle Adam


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Los Bandidos

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henri Roujon

¿Qué es el Tercer Estado? Nada.
¿Qué debe ser? Todo.
—Sully, después Sieyes

Pibrac, Nayrac, dos subprefecturas gemelas unidas por un camino vecinal construido bajo el régimen de los Orleáns, testimoniaban, bajo un cielo maravilloso, una perfecta unión de costumbres, negocios y maneras de ver.

Como en cualquier lugar, el pueblo se caracterizaba por sus pasiones; como en todas partes, la burguesía conciliaba el aprecio general con el suyo propio. Todos, pues, vivían en paz y alegría en estas afortunadas localidades, hasta que una tarde de octubre ocurrió que el viejo violinista de Nayrac, hallándose corto de fondos, abordó, en el camino real, al sacristán de Pibrac y, aprovechándose de la oscuridad, le pidió con tono perentorio algún dinero.

Asustado, el hombre de las Campanas, sin reconocer al violinista, accedió graciosamente; pero, de vuelta a Pibrac, contó su aventura de tal manera que, en las imaginaciones enfebrecidas por su relato, el viejo músico de Nayrac se convirtió en una banda de ávidos ladrones que infestaban el Midi y asolaban el camino real con sus crímenes, incendios y depredaciones.

Astutos, los burgueses de los dos pueblos habían exagerado los rumores, de la misma manera que cualquier buen propietario se ve obligado a aumentar los defectos de las personas que tienen aspecto de ansiar sus capitales. ¡No porque hubieran sido engañados! Ellos habían consultado las fuentes. Habían interrogado al sacristán tras haber bebido. Este se contradijo, y ahora ellos sabían la verdad del asunto mejor que nadie… Sin embargo, burlándose de la credulidad de las masas, nuestros dignos ciudadanos se guardaban el secreto para ellos solos, como les gusta guardar todo lo que tienen; tenacidad que, ante todo, es el signo distintivo de las gentes sensatas e instruidas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

No Confundirse

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henry de Bornier

Clavando no se sabe dónde sus globos tenebrosos
—C. Baudelaire

En una mañana gris de noviembre, caminaba yo apresuradamente por los muelles. Una fría llovizna humedecía la atmósfera. Negros transeúntes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas.

El amarillento Sena acarreaba sus gabarras que semejaban desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar bruscamente los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista.

Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejadillo desde donde podría, con mayor comodidad, llamar a algún coche.

En el mismo instante vi, justamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués.

Había surgido de entre la bruma como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un cierto aire de cordial hospitalidad que apaciguó mi espíritu.

—¡Seguro —me dije—, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta?

Así pues, entré con una sonrisa, la más educada posible, con aspecto satisfecho, el sombrero en la mano —incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa—, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techumbre de cristal, por la que entraba la lívida luz del día.

En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.

Había mesas de mármol repartidas por todas partes.

Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sombrío Relato, Narrador Aún Más Sombrío

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Coquelin, el joven

Ut declaratio fiat

Aquella noche yo estaba invitado, oficialmente, a tomar parte en una cena de autores dramáticos, reunidos para festejar el éxito de un colega. Era en B…, el restaurante de moda entre la gente de la pluma.

Al principio, la cena fue naturalmente triste.

Sin embargo, tras haber bebido algunas copas de un Léoville añejo, la conversación se animó. Tanto más cuanto que giraba en torno a los incesantes duelos que ocupaban un gran número de las conversaciones parisinas del momento. Cada uno recordaba, con obligada desenvoltura, haber empleado la espada y trataban de insinuar, descuidadamente, vagas ideas de intimidación bajo sabias teorías y guiños sobreentendidos acerca de la esgrima y la pistola. El más ingenuo, un poco achispado, parecía absorto en la combinación de una parada en segunda que imitaba, por encima del plato, con su tenedor y su cuchillo.

Bruscamente, uno de los convidados, el señor D… (hombre experto en los entresijos del teatro, una lumbrera en cuanto a la armazón de cualquier situación dramática, en fin, quien, de todos los presentes, mejor había demostrado entender eso de «provocar un éxito»), exclamó:

—¡Ah!, ¿qué dirían, señores, si les hubiera sucedido mi aventura del otro día?

—¡Cierto! —respondieron los invitados—. ¿No eras el testigo del señor de Saint Sever?

—¡Vamos! ¿Si nos contaras (pero eso sí, francamente) lo que pasó?

—Encantado —respondió D…—, aunque aún se me encoge el corazón al pensar en ello.

Tras algunas silenciosas caladas al cigarrillo, D… comenzó en estos términos [Le dejo, estrictamente, la palabra]:


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sor Natalia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Antiguamente, en Andalucía, en el ángulo de un camino montañoso, se levantaba un monasterio de la Orden Tercera franciscana; aquel claustro, aunque a la vista de otros conventos que velaban unos por los otros, estaba sobre todo protegido por la devoción que imponía entonces el aspecto de una gran cruz colocada ante la entrada, en la que una campana tañía dos veces al día. Una capilla profunda, cuya puerta no se cerraba jamás, se abría sobre tres peldaños, y el camino bordeaba por un lateral la tapia del monasterio. A su alrededor, llanuras feraces, árboles aromáticos, hierbas en las cunetas, aislamiento y camino polvoriento.

Un enervante crepúsculo de otoño, en el fondo de la capilla se encontraba arrodillada, y con hábito de novicia, una joven cuyos rasgos eran de una belleza suave y conmovedora. Estaba ante una hornacina situada en un pilar de cuya bóveda colgaba una solitaria lámpara dorada que iluminaba una Virgen con los ojos bajos y las manos abiertas, dispensando gracias radiantes, una Virgen celestial en actitud de Ecce ancilla.

Desde el camino, y por las vidrieras opuestas, se oían subir las notas frescas y sonoras de un cantor de serenata acompañado de una bandurria cordobesa. Las lánguidas frases, ardientes de pasión, de audacia y de juventud, llegaban hasta la iglesia, hasta sor Natalia, la novicia arrodillada que, con la frente apoyada sobre los brazos cruzados a los pies de la Señora, murmuraba con voz desolada:


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sylvabel

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Victor Mauroy

Hermosa como la noche y como ella insegura…
—Alfred de Vigny

En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada.

El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.

¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo.

Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del castillo —todas las ventanas estaban apagadas— debía dormir.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vera

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora condesa d’Osmoy:

“La forma del cuerpo le es más
esencial que su propia sustancia.”

La fisiología moderna

El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites.

Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint-Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol.

Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera.

En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vox Populi

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.

Sentado ante la verja de Notre—Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, —rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra—, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.

¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.

Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.

Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:

—¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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