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autor: Villiers de L'Isle Adam etiqueta: Cuento


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Cuento de Final de Verano

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades —hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño— se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales. Es la hora en que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos —«clases de Buenas Maneras»— suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Asesino de Cisnes

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canto del Gallo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al doctor Albert Robin

Et continuo, cantavit gallus.
—Evangelios

El castillo fortificado del prefecto romano Poncio Pilatos estaba situado en la ladera del Mona; el del tetrarca Herodes se elevaba, resplandeciente, en medio de los surtidores vivos y de los pórticos, en el monte Sión, no lejos de los jardines del antiguo Sumo Sacerdote Anás, suegro de aquel “José”, llamado Caifás, sexagésimo octavo sucesor de Aarón, cuyo pesado palacio sacerdotal se levantaba igualmente en la cumbre de la ciudad de David.

El 13 del mes de Nisán (14 de abril) del año 782 de Roma (año 33 de Jesucristo, después), un destacamento de la cohorte de ocupación —quinientos cincuenta y cinco hombres prestados por el prefecto al Sumo Sacerdote, para el caso de una sedición popular— rodeó silenciosamente, hacia las diez y media de la noche, los accesos abruptos del Monte de los Olivos.

A la entrada de aquel sendero que cortaba más arriba el desigual riachuelo del Cedrón, el jefe de los piqueros del Templo, Hannalos, hablaba sin duda con los centuriones, mientras esperaba a los agentes de Israel que debía dejar pasar, a fin de que se procediera al arresto de un conocido faccioso, un mago de Nazaret, el famoso Jesús, que se había “refugiado” allí aquella noche.

Pronto, bajo el claro de luna pascual, apareció, descendiendo del suburbio de Ofel, un grupo provisto de bastones, espadas y cuerdas, mandado por los dos emisarios del Gran Consejo, Achazías y Ananías, a los que acompañaba un portalinterna, Malcos, hombre de confianza de Caifás. La tropa era guiada por el más reciente discípulo de Jesús, un hombre originario de la aldea de Karioth, perteneciente a la tribu de Judá, a orillas del Mar Muerto, en el límite occidental de la sepultada Gomorra, aun cuando hubiese también, en las fronteras, cierto burgo moabita llamado Kerioth que encendía sus hogares no lejos del estanque del Dragón.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Convidado de las Últimas Fiestas

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora Nina de Villard

Lo desconocido es la parte del león.
—François Arago

La Estatua del Comendador puede venir a cenar con nosotros; ¡puede tendernos la mano! Se la estrecharemos. Quizás sea él quien tenga frío.

Una noche de carnaval del año 186…, C…, uno de mis amigos, y yo, por una circunstancia absolutamente debida a los azares del tedio «ardiente y vagos», estábamos solos en un palco, en el baile de la Ópera.

Desde hacía algunos instantes admirábamos, entre el polvo, el tumultuoso mosaico de máscaras que aullaban bajo las arañas y se agitaban bajo la sabática batuta de Strauss.

De golpe, se abrió la puerta del palco: tres damas, con un rumor de seda, se aproximaron por entre las pesadas sillas y, tras haberse despojado de sus máscaras, nos dijeron:

—¡Buenas noches!

Eran tres jóvenes de un encanto y una belleza excepcionales. Algunas veces las habíamos encontrado en el mundillo artístico de París. Se llamaban: Clío la Cendrée, Antonie Chantilly y Annah Jackson.

—¿Vienen ustedes aquí para esconderse, señoras? —preguntó C… rogándoles que se sentasen.

—¡Oh! Pensábamos cenar solas, porque la gente de esta fiesta, tan horrible y aburrida, ha entristecido nuestra imaginación —dijo Clío la Cendrée.

—¡Sí, ya nos íbamos cuando los hemos visto! —dijo Antonie Chantilly.

—Así pues, vengan con nosotras, si no tienen nada mejor que hacer —concluyó Annah Jackson.

—¡Luz y alegría!, ¡viva! —respondió tranquilamente C…— ¿Tienen algo en contra de la Maison Dorée?

—¡En absoluto! —dijo la deslumbrante Annah Jackson desplegando su abanico.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Derecho del Pasado

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


El 21 de enero de 1871, reducido por elinvierno, por el hambre, por el retroceso de las expediciones insensatas, París, visto desde las posiciones inexpugnables desde las que, casi impunemente, el enemigo lo fulminaba, enarboló finalmente con brazo febril y ensangrentado la bandera que indica a los cañones que deben detenerse.

Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación germánica observaba la capital, y al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda, introdujo bruscamente uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al príncipe de Mecklemburgo—Schwerin que se encontraba a su lado: «La bestia ha muerto.»

El enviado del Gobierno de la Defensa nacional, Jules Favre, había franqueado los puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas de cerco, había llegado al cuartel general del ejército alemán. No había olvidado la entrevista del Château de Ferrières donde, en una sala obstruida por los cascotes y los escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones.

Hoy, era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento helado pese a las chimeneas encendidas, donde los dos mandatarios enemigos volvían a encontrarse.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Deseo de Ser un Hombre

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Catulle Mendès

Uno de esos hombres ante quienes la Naturaleza
puede alzarse y decir: «¡He aquí un Hombre!»
—Shakespeare, Julio César

Daban las doce en el reloj de la Bolsa, bajo un cielo estrellado. En aquella época, aún pesaban sobre los ciudadanos las exigencias de una ley militar y, siguiendo las instrucciones relativas al toque de queda, los sirvientes de los establecimientos todavía iluminados se apresuraban a cerrar.

En los bulevares, en el interior de los cafés, los quemadores de gas de los candelabros desaparecían, uno a uno, en la oscuridad. Se oía desde fuera el ruido de las sillas puestas de cuatro en cuatro sobre las mesas de mármol; era el momento psicológico en que cada camarero juzgaba oportuno indicar, con un brazo que terminaba en un trapo, las horcas caudinas de la puerta trasera a los últimos consumidores.

Aquel domingo silbaba el triste viento de octubre. Escasas hojas amarillentas, polvorientas y ruidosas, llevadas por ráfagas de aire, chocaban con las piedras, rozaban el asfalto; luego, como murciélagos, desaparecían en la sombra, despertando la imagen de unos días banales vividos para siempre. Los teatros del bulevar del Crimen donde, durante la noche, se habían apuñalado a placer todos los Médicis, los Salviati, y los Montefeltre, se erguían, guaridas del Silencio, con las puertas cerradas guardadas por sus cariátides. Por momentos, coches y peatones se hacían más escasos; aquí y allá lucían ya los escépticos faroles de los traperos, fosforescencias liberadas por los montones de basura entre los que erraban.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Bella Ardiane

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


La casita nueva del joven guarda forestal de Eaux—et—Forêts, Pier Albrun, dominaba desde una ladera el pueblo de Ypinx—les—Trembles, situado a dos leguas de Perpignan, no lejos de un valle de los Pirineos Orientales abierto sobre la planicie de Ruyssors que en dirección a España limitan grandes abetales.

Inclinado por encima de un torrente cuya espuma borboteaba entre rocas, el jardín, desde donde se lanzaban dando sombra a mil flores semisilvestres bosquecillos de adelfas y algarrobos, incensaba con vapor de pebeteros la risueña quinta, y altos ciruelos, escalonándose por detrás de ella, diseminaban al roce de las brisas pirenaicas, olores de bálsamo sobre el pueblo. Era todo un paraíso aquella pobre y bonita vivienda que ocupaba, junto a su joven esposa, aquel guapo muchacho de veintiocho años, de piel blanca y ojos de valiente.

Su querida Ardiane, llamada «la bella vasca» a causa de sus antepasados, había nacido en Ypinx—les—Trembles. Primero espigadora —flor de surcos—, luego henificadora, luego, como todas las huérfanas del lugar, cordelera—tejedora, había crecido en la casa de una vieja madrina que la había acogido antaño en su casucha y que, a cambio, la chica había alimentado con su trabajo y cuidado a la hora de la muerte. La juiciosa Ardiane Inféral se había distinguido siempre, pese a su excitante belleza, por una conducta irreprochable. De tal manera que Pier Albrun, ex furriel de los tiradores de África, luego, a su regreso, sargento instructor del cuerpo de bomberos de la ciudad, luego dispensado de servicio por las heridas sufridas en los incendios, nombrado finalmente, por actos de servicio, para ocupar el puesto de guarda forestal jefe, se había casado con Ardiane después de unos seis meses de besos y de noviazgo.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Iglesia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Edmond Deman

“Cuidado con lo de abajo”
—Dicho popular

En esta noche de principios de otoño, el antiguo hotel con jardines, residencia de la morena Maryelle —al final del barrio de Saint Honoré— parecía dormido. En el primer piso, en efecto, en el salón tapizado de seda cereza, los pesados cortinajes de los balcones —cuyas vidrieras miran las avenidas enarenadas y el surtidor que brota entre el césped— interceptaban el resplandor interior.

En el fondo de este aposento, un ancho tapiz Enrique II dejaba entrever en el salón contiguo las blancuras adamascadas de una mesa llena de luces y sobre la que aún se destacaban las tazas de café, los fruteros y la cristalería, aunque se jugaba desde la media noche.

Bajo los dos manojos de hojas de plata, con flores de luz, de un par de candelabros de pared, dos «señores» de figura elegantísima, de cutis inglés, de sonrisa distinguida, de aspecto afable, de largas patillas, lucían las lises de sus chalecos frente a frente de un écarté que jugaban con un abate joven y moreno, de una palidez natural muy emocionante (la palidez de un muerto) y cuya presencia resultaba por lo menos equívoca en aquel lugar.

No muy lejos, Maryelle, en un déshabillé de muselina que avivaba sus ojos negros, y un ramito de violetas al borde del corsé en el hoyo de la nieve, escanciaba de vez en cuando champán helado en las finas copas que llenaban un velador, sin dejar de avivar con sus anhelosos labios el fuego de su cigarrillo ruso —que sostenía, ensortijado al dedo meñique de su izquierda, una especie de pinza de plata—. Sonriendo también a veces de las frívolas ocurrencias que —con intermitencias y como aguijoneado por discretos arrebatos— le susurraba al oído (inclinándose sobre la perla de su hombro) el invitado ocioso al que sólo se dignaba contestar monosilábicamente.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Sorprendente Matrimonio Moutonnet

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Lo que produce la auténtica felicidad amorosa en determinados seres, lo que constituye el secreto de su placer, lo que explica la unión fiel de determinadas parejas es, entre todas las cosas, un misterio cuyo aspecto cómico causaría terror si la sorpresa permitiera analizarlo. Las extravagancias sensuales del hombre son como la cola de un pavo real, cuyos ojos no se abren sino en el interior de su alma, y que sólo cada uno conoce su libido.

Una radiante mañana de marzo de 1793, el célebre ciudadano Fouquier—Tinville, en su gabinete de trabajo de la calle de Prouvaires, sentado ante su mesa, con la mirada perdida sobre numerosos expedientes, acababa de firmar la lista de una hornada de ci—devants cuya ejecución debía llevarse a cabo al día siguiente, entre las once y media y las doce.

De repente, un ruido de voces —las de un visitante y un ordenanza de guardia—, llegaron hasta él desde el otro lado de la puerta. Levantó la cabeza prestando atención. Una de las voces, que hablaba de ignorar la consigna, le hizo sobresaltarse. Se oía decir: «Soy Thermidor Moutonnet, de la sección de Hijos del deber… Dígaselo». Al escuchar aquel nombre, Fouquier—Tinville gritó:

—Déjelo pasar.

—¿Ve? ¡estaba seguro! —vociferó mientras entraba en la sala un hombre de unos treinta años, y de expresión bastante jovial, aunque de la impresión que causaba al verlo se desprendiera una incomprensible socarronería—. Buenos días. Soy yo, querido, tengo que decirte un par de cosas.

—Sé breve: aquí no soy dueño de mi tiempo.

El recién llegado cogió una silla y se acercó a su amigo.

—¿Cuántas cabezas para la próxima? —preguntó indicando la lista que su interlocutor acababa de firmar.

—Diecisiete —respondió Fouquier—Tinville.

—¿Queda espacio entre la última y tu firma?

—¡Siempre! —dijo Fouquier—Tinville.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Historias Insólitas

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Los amantes de Toledo

A Émile Pierre

¿Hubiera sido justo que Dios castigara
al hombre con la dicha?

Una de las respuestas de la teología romana
a la objeción contra el pecado original

Un amanecer oriental enrojecía, en Toledo, las graníticas esculturas del frontis del Tribunal, y particularmente la del Perro con hachón encendido en su boca, el escudo de armas del Santo Oficio.

Dos frondosas higueras daban sombra al broncíneo pórtico: traspasado el umbral, los cuadriláteros del enlosado ascendían a las entrañas del palacio; un enmarañamiento de profundidades calculadas sobre los sutiles desvíos en el sentido de las subidas y bajadas. Estas espirales se perdían, unas, en la salas de consejo, en las celdas de los inquisidores, en la capilla secreta, en los ciento sesenta y dos calabozos, en el huerto incluso y en los aposentos de los familiares; otras, en largos corredores, fríos e interminables, hacia distintos retiros, en los refectorios, en la biblioteca.

En una de esas cámaras, cuyo rico mobiliario, colgaduras cordobesas, arbustos e iluminadas vidrieras contrastaban con la desnudez de las otras estancias, se hallaba, de pie, este amanecer, calzado con sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, las manos juntas, los dilatados ojos fijos, un enjuto anciano, de estatura gigantesca, ataviado con túnica blanca que llevaba grabada una cruz roja y largo manto negro sobre los hombros, tocado con birrete negro y con un rosario metálico en la cintura. Parecía tener más de ochenta años. Macilento, quebrado por las maceraciones, herido, sin duda, por el cilicio invisible que siempre llevaba consigo, examinaba una alcoba en la que se hallaba, festoneada y envuelta en guirnaldas, una cama opulenta y mullida. Este hombre tenía por nombre Tomás de Torquemada.


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Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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