Textos más populares este mes de Villiers de L'Isle Adam etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 4

Mostrando 31 a 35 de 35 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Villiers de L'Isle Adam etiqueta: Cuento textos no disponibles


1234

Sylvabel

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Victor Mauroy

Hermosa como la noche y como ella insegura…
—Alfred de Vigny

En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada.

El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.

¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo.

Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del castillo —todas las ventanas estaban apagadas— debía dormir.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 28 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vera

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora condesa d’Osmoy:

“La forma del cuerpo le es más
esencial que su propia sustancia.”

La fisiología moderna

El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites.

Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint-Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol.

Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera.

En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas.


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 19 minutos / 56 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vox Populi

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.

Sentado ante la verja de Notre—Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, —rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra—, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.

¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.

Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.

Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:

—¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Historias Insólitas

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Los amantes de Toledo

A Émile Pierre

¿Hubiera sido justo que Dios castigara
al hombre con la dicha?

Una de las respuestas de la teología romana
a la objeción contra el pecado original

Un amanecer oriental enrojecía, en Toledo, las graníticas esculturas del frontis del Tribunal, y particularmente la del Perro con hachón encendido en su boca, el escudo de armas del Santo Oficio.

Dos frondosas higueras daban sombra al broncíneo pórtico: traspasado el umbral, los cuadriláteros del enlosado ascendían a las entrañas del palacio; un enmarañamiento de profundidades calculadas sobre los sutiles desvíos en el sentido de las subidas y bajadas. Estas espirales se perdían, unas, en la salas de consejo, en las celdas de los inquisidores, en la capilla secreta, en los ciento sesenta y dos calabozos, en el huerto incluso y en los aposentos de los familiares; otras, en largos corredores, fríos e interminables, hacia distintos retiros, en los refectorios, en la biblioteca.

En una de esas cámaras, cuyo rico mobiliario, colgaduras cordobesas, arbustos e iluminadas vidrieras contrastaban con la desnudez de las otras estancias, se hallaba, de pie, este amanecer, calzado con sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, las manos juntas, los dilatados ojos fijos, un enjuto anciano, de estatura gigantesca, ataviado con túnica blanca que llevaba grabada una cruz roja y largo manto negro sobre los hombros, tocado con birrete negro y con un rosario metálico en la cintura. Parecía tener más de ochenta años. Macilento, quebrado por las maceraciones, herido, sin duda, por el cilicio invisible que siempre llevaba consigo, examinaba una alcoba en la que se hallaba, festoneada y envuelta en guirnaldas, una cama opulenta y mullida. Este hombre tenía por nombre Tomás de Torquemada.


Información texto

Protegido por copyright
74 págs. / 2 horas, 10 minutos / 58 visitas.

Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Secreto del Cadalso

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Las recientes ejecuciones me recuerdan esta extraordinaria historia:

Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las siete, el doctor Edmond-Désiré Couty de la Pommerais, recientemente trasladado de la Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de una camisa de fuerza, en la celda de los condenados a muerte.

Taciturno, fija la mirada, apoyaba los codos en el respaldo de la silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez de su rostro frío. A dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, lo observaba, cruzados los brazos.

Casi todos los detenidos están obligados a un trabajo cotidiano, de cuyo salario la administración deduce, en caso de fallecimiento, el precio de la mortaja, que nunca proporciona. Sólo los condenados a muerte no tienen que realizar tarea alguna.

El prisionero era de esos que no juegan a los naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza.

Treinta y cuatro años; moreno; de talla mediana; bien proporcionado en verdad; las sienes grises desde hacía poco; la mirada nerviosa, semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las manos saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces; modales de estudiada distinción: tal aparecía.

(Se recordará que en las audiencias del Sena, no habiendo podido Me. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no obstante lo riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido por los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de M. Oscar de Vallée, M. de la Pommerais, convicto de haber administrado dosis mortales de digitalina a una dama amiga suya, con premeditación y propósitos de lucro, oyó pronunciar contra él, en aplicación de los artículos 301 y 302 del Código Penal, la sentencia de muerte).


Información texto

Protegido por copyright
10 págs. / 18 minutos / 198 visitas.

Publicado el 27 de junio de 2018 por Edu Robsy.

1234