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El Convidado de las Últimas Fiestas

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora Nina de Villard

Lo desconocido es la parte del león.
—François Arago

La Estatua del Comendador puede venir a cenar con nosotros; ¡puede tendernos la mano! Se la estrecharemos. Quizás sea él quien tenga frío.

Una noche de carnaval del año 186…, C…, uno de mis amigos, y yo, por una circunstancia absolutamente debida a los azares del tedio «ardiente y vagos», estábamos solos en un palco, en el baile de la Ópera.

Desde hacía algunos instantes admirábamos, entre el polvo, el tumultuoso mosaico de máscaras que aullaban bajo las arañas y se agitaban bajo la sabática batuta de Strauss.

De golpe, se abrió la puerta del palco: tres damas, con un rumor de seda, se aproximaron por entre las pesadas sillas y, tras haberse despojado de sus máscaras, nos dijeron:

—¡Buenas noches!

Eran tres jóvenes de un encanto y una belleza excepcionales. Algunas veces las habíamos encontrado en el mundillo artístico de París. Se llamaban: Clío la Cendrée, Antonie Chantilly y Annah Jackson.

—¿Vienen ustedes aquí para esconderse, señoras? —preguntó C… rogándoles que se sentasen.

—¡Oh! Pensábamos cenar solas, porque la gente de esta fiesta, tan horrible y aburrida, ha entristecido nuestra imaginación —dijo Clío la Cendrée.

—¡Sí, ya nos íbamos cuando los hemos visto! —dijo Antonie Chantilly.

—Así pues, vengan con nosotras, si no tienen nada mejor que hacer —concluyó Annah Jackson.

—¡Luz y alegría!, ¡viva! —respondió tranquilamente C…— ¿Tienen algo en contra de la Maison Dorée?

—¡En absoluto! —dijo la deslumbrante Annah Jackson desplegando su abanico.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Derecho del Pasado

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


El 21 de enero de 1871, reducido por elinvierno, por el hambre, por el retroceso de las expediciones insensatas, París, visto desde las posiciones inexpugnables desde las que, casi impunemente, el enemigo lo fulminaba, enarboló finalmente con brazo febril y ensangrentado la bandera que indica a los cañones que deben detenerse.

Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación germánica observaba la capital, y al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda, introdujo bruscamente uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al príncipe de Mecklemburgo—Schwerin que se encontraba a su lado: «La bestia ha muerto.»

El enviado del Gobierno de la Defensa nacional, Jules Favre, había franqueado los puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas de cerco, había llegado al cuartel general del ejército alemán. No había olvidado la entrevista del Château de Ferrières donde, en una sala obstruida por los cascotes y los escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones.

Hoy, era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento helado pese a las chimeneas encendidas, donde los dos mandatarios enemigos volvían a encontrarse.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Deseo de Ser un Hombre

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Catulle Mendès

Uno de esos hombres ante quienes la Naturaleza
puede alzarse y decir: «¡He aquí un Hombre!»
—Shakespeare, Julio César

Daban las doce en el reloj de la Bolsa, bajo un cielo estrellado. En aquella época, aún pesaban sobre los ciudadanos las exigencias de una ley militar y, siguiendo las instrucciones relativas al toque de queda, los sirvientes de los establecimientos todavía iluminados se apresuraban a cerrar.

En los bulevares, en el interior de los cafés, los quemadores de gas de los candelabros desaparecían, uno a uno, en la oscuridad. Se oía desde fuera el ruido de las sillas puestas de cuatro en cuatro sobre las mesas de mármol; era el momento psicológico en que cada camarero juzgaba oportuno indicar, con un brazo que terminaba en un trapo, las horcas caudinas de la puerta trasera a los últimos consumidores.

Aquel domingo silbaba el triste viento de octubre. Escasas hojas amarillentas, polvorientas y ruidosas, llevadas por ráfagas de aire, chocaban con las piedras, rozaban el asfalto; luego, como murciélagos, desaparecían en la sombra, despertando la imagen de unos días banales vividos para siempre. Los teatros del bulevar del Crimen donde, durante la noche, se habían apuñalado a placer todos los Médicis, los Salviati, y los Montefeltre, se erguían, guaridas del Silencio, con las puertas cerradas guardadas por sus cariátides. Por momentos, coches y peatones se hacían más escasos; aquí y allá lucían ya los escépticos faroles de los traperos, fosforescencias liberadas por los montones de basura entre los que erraban.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Duque de Portland

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


En estos últimos años, a su vuelta de levante, Ricardo, duque de Portland, el joven lord célebre antaño en toda Inglaterra por sus fiestas nocturnas, sus victoriosos purasangre, su ciencia de boxeador, sus cacerías de zorros, sus castillos, su fabulosa fortuna, sus viajes de aventuras y sus amores, no se había dejado ver.

Una sola vez, al oscurecer, se había visto su secular carroza dorada atravesando Hyde—Park con las cortinillas cerradas, a plena carrera y rodeada de jinetes portando antorchas.

Después —reclusión tan brusca como extraña—, el Duque se había retirado a su casa solariega, haciéndose habitante solitario de aquel macizo castillo construido en viejas edades, en medio de sombríos jardines y campos con árboles, y situado en el cabo de Portland.

Por toda vecindad, un rojo fulgor que iluminaba día y noche, a través de la bruma, los pesados barcos que cabeceaban a lo lejos, cruzando sus penachos de humo en el horizonte.

Una especie de sendero en pendiente hacia el mar, una sinuosa galería excavada en las rocas y bordeada de pinos salvajes, que abre sus pesadas verjas doradas sobre la misma arena de la playa, sumergida a las horas de la marea alta.

Bajo el reinado de Enrique VI se forjaron leyendas de este castillo fortaleza, cuyo interior resplandecía de riquezas feudales.

En la plataforma que une las siete torres veían aún, esculpidos en piedra, entre las almenas, un grupo de arqueros y algunos caballeros del tiempo de las Cruzadas; todos en actitudes de combate.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Antigua Música

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Era día de audición en la Academia Nacional de Música. En las altas instancias se había decidido el estudio de una obra de cierto compositor alemán (cuyo nombre, olvidado desde entonces, felizmente se nos escapa); y tal maestro extranjero, si había que creer en diversos memoranda publicados por la Revue de Deux Mondes, ¡era nada menos que el creador de una música «nueva»!

Así pues, los músicos de la Ópera se encontraban reunidos para poner, como suele decirse, las cosas en claro y descifrar la partitura del presuntuoso innovador.

El momento era grave. El director de la Academia apareció en escena y entregó al director de orquesta la voluminosa partitura en litigio. Éste la abrió, la leyó, se estremeció y declaró que la obra le parecía inejecutable en la Academia de Música de París.

—Explíquese —dijo el director de la Academia.

—Señores —respondió el director de orquesta—, Francia no podría responsabilizarse de truncar, por una defectuosa interpretación, el pensamiento de un compositor… sea cual sea su nacionalidad. Sin embargo, en las partituras de orquesta especificadas por el autor figura… un instrumento militar caído ya en desuso y que no tiene intérprete entre nosotros; ese instrumento, que hizo las delicias de nuestros padres, tenía antaño un nombre: el chinesco. Creo que la radical desaparición del chinesco en Francia nos obliga a declinar, muy a pesar nuestro, el honor de esta interpretación.

Tal discurso había sumido al auditorio en ese estado que los fisiologistas llaman comatoso. ¡El Chinesco! Los más viejos apenas recordaban haberlo oído en su infancia. Pero les hubiera resultado muy difícil, hoy en día, poder precisar su forma. De repente, una voz pronunció estas inesperadas palabras:

—Con su permiso, creo que yo conozco uno —todas las cabezas se volvieron; el director de orquesta se levantó de un salto.

—¿Quién ha hablado?


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Bella Ardiane

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


La casita nueva del joven guarda forestal de Eaux—et—Forêts, Pier Albrun, dominaba desde una ladera el pueblo de Ypinx—les—Trembles, situado a dos leguas de Perpignan, no lejos de un valle de los Pirineos Orientales abierto sobre la planicie de Ruyssors que en dirección a España limitan grandes abetales.

Inclinado por encima de un torrente cuya espuma borboteaba entre rocas, el jardín, desde donde se lanzaban dando sombra a mil flores semisilvestres bosquecillos de adelfas y algarrobos, incensaba con vapor de pebeteros la risueña quinta, y altos ciruelos, escalonándose por detrás de ella, diseminaban al roce de las brisas pirenaicas, olores de bálsamo sobre el pueblo. Era todo un paraíso aquella pobre y bonita vivienda que ocupaba, junto a su joven esposa, aquel guapo muchacho de veintiocho años, de piel blanca y ojos de valiente.

Su querida Ardiane, llamada «la bella vasca» a causa de sus antepasados, había nacido en Ypinx—les—Trembles. Primero espigadora —flor de surcos—, luego henificadora, luego, como todas las huérfanas del lugar, cordelera—tejedora, había crecido en la casa de una vieja madrina que la había acogido antaño en su casucha y que, a cambio, la chica había alimentado con su trabajo y cuidado a la hora de la muerte. La juiciosa Ardiane Inféral se había distinguido siempre, pese a su excitante belleza, por una conducta irreprochable. De tal manera que Pier Albrun, ex furriel de los tiradores de África, luego, a su regreso, sargento instructor del cuerpo de bomberos de la ciudad, luego dispensado de servicio por las heridas sufridas en los incendios, nombrado finalmente, por actos de servicio, para ocupar el puesto de guarda forestal jefe, se había casado con Ardiane después de unos seis meses de besos y de noviazgo.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Iglesia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Edmond Deman

“Cuidado con lo de abajo”
—Dicho popular

En esta noche de principios de otoño, el antiguo hotel con jardines, residencia de la morena Maryelle —al final del barrio de Saint Honoré— parecía dormido. En el primer piso, en efecto, en el salón tapizado de seda cereza, los pesados cortinajes de los balcones —cuyas vidrieras miran las avenidas enarenadas y el surtidor que brota entre el césped— interceptaban el resplandor interior.

En el fondo de este aposento, un ancho tapiz Enrique II dejaba entrever en el salón contiguo las blancuras adamascadas de una mesa llena de luces y sobre la que aún se destacaban las tazas de café, los fruteros y la cristalería, aunque se jugaba desde la media noche.

Bajo los dos manojos de hojas de plata, con flores de luz, de un par de candelabros de pared, dos «señores» de figura elegantísima, de cutis inglés, de sonrisa distinguida, de aspecto afable, de largas patillas, lucían las lises de sus chalecos frente a frente de un écarté que jugaban con un abate joven y moreno, de una palidez natural muy emocionante (la palidez de un muerto) y cuya presencia resultaba por lo menos equívoca en aquel lugar.

No muy lejos, Maryelle, en un déshabillé de muselina que avivaba sus ojos negros, y un ramito de violetas al borde del corsé en el hoyo de la nieve, escanciaba de vez en cuando champán helado en las finas copas que llenaban un velador, sin dejar de avivar con sus anhelosos labios el fuego de su cigarrillo ruso —que sostenía, ensortijado al dedo meñique de su izquierda, una especie de pinza de plata—. Sonriendo también a veces de las frívolas ocurrencias que —con intermitencias y como aguijoneado por discretos arrebatos— le susurraba al oído (inclinándose sobre la perla de su hombro) el invitado ocioso al que sólo se dignaba contestar monosilábicamente.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Sorprendente Matrimonio Moutonnet

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Lo que produce la auténtica felicidad amorosa en determinados seres, lo que constituye el secreto de su placer, lo que explica la unión fiel de determinadas parejas es, entre todas las cosas, un misterio cuyo aspecto cómico causaría terror si la sorpresa permitiera analizarlo. Las extravagancias sensuales del hombre son como la cola de un pavo real, cuyos ojos no se abren sino en el interior de su alma, y que sólo cada uno conoce su libido.

Una radiante mañana de marzo de 1793, el célebre ciudadano Fouquier—Tinville, en su gabinete de trabajo de la calle de Prouvaires, sentado ante su mesa, con la mirada perdida sobre numerosos expedientes, acababa de firmar la lista de una hornada de ci—devants cuya ejecución debía llevarse a cabo al día siguiente, entre las once y media y las doce.

De repente, un ruido de voces —las de un visitante y un ordenanza de guardia—, llegaron hasta él desde el otro lado de la puerta. Levantó la cabeza prestando atención. Una de las voces, que hablaba de ignorar la consigna, le hizo sobresaltarse. Se oía decir: «Soy Thermidor Moutonnet, de la sección de Hijos del deber… Dígaselo». Al escuchar aquel nombre, Fouquier—Tinville gritó:

—Déjelo pasar.

—¿Ve? ¡estaba seguro! —vociferó mientras entraba en la sala un hombre de unos treinta años, y de expresión bastante jovial, aunque de la impresión que causaba al verlo se desprendiera una incomprensible socarronería—. Buenos días. Soy yo, querido, tengo que decirte un par de cosas.

—Sé breve: aquí no soy dueño de mi tiempo.

El recién llegado cogió una silla y se acercó a su amigo.

—¿Cuántas cabezas para la próxima? —preguntó indicando la lista que su interlocutor acababa de firmar.

—Diecisiete —respondió Fouquier—Tinville.

—¿Queda espacio entre la última y tu firma?

—¡Siempre! —dijo Fouquier—Tinville.


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La aventura de Tse-i-La

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


La Esfinge: «Adivina o te devoro».

Al Norte de Tonkín existe, internándose tres leguas, la provincia de Kouang—Si, de ríos auríferos, y cuya grandeza se extiende hasta las fronteras de los principados centrales del Imperio de Enmedio, desparramando sus ciudades en la vasta extensión de la selva.

En esta región, la serena doctrina de Laotsé no ha extinguido aún la violenta credulidad hacia los Poussah, especie de genios populares de la China. Gracias al fanatismo de los bonzos de la comarca, la superstición china, aun en las clases elevadas, fermenta con más vigor que en los estados más próximos a Pekín, y difiere de las creencias de los manchúes en cuanto admite las intervenciones directas de los dioses en los asuntos del país

El penúltimo virrey de esta inmensa dependencia imperial fue el gobernador Tche—Tang, que dejó la memoria de un déspota sagaz, avaro y feroz. Véase a qué ingenioso secreto aquel príncipe, escapando a mil venganzas, debió vivir y morir en paz en medio del odio de su pueblo, al que desafió hasta el fin, sin pena ni peligro, ahogando en sangre el más ligero descontento.

Una vez —quizá ocurriese esto unos diez años antes de su muerte— un mediodía estival, cuyo ardor hacia arder los estanques y rajaba las hojas de los árboles, arrojando destellos de fuego sobre los altos tejados de los quioscos, Tche—Tang, sentado en una de las salas más frescas de su palacio, sobre un trono negro incrustado de flores de nácar y embutido de oro puro, y reclinado con languidez, se acariciaba la barba con su mano derecha, mientras que la izquierda se posaba sobre el cetro tendido en sus rodillas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Cartelera Celeste

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henry Ghys

Eritis sicut dii.
—Antiguo Testamento


Cosa extraña y capaz de despertar la sonrisa de un financiero: ¡se trata del Cielo! Pero entendámonos: del cielo considerado desde el punto de vista industrial y serio.

Ciertos acontecimientos históricos, hoy en día científicamente confirmados y explicados (o algo parecido), por ejemplo: el Labarum de Constantino, las cruces reflejadas en las nubes por unas llanuras nevadas, los fenómenos de refracción del monte Brocken y ciertos espejismos en las regiones boreales, intrigaron notablemente y, por así decirlo, picaron la curiosidad de un sabio ingeniero meridional, el señor Grave, que concibió, hace ya algunos años, el luminoso proyecto de utilizar las anchas extensiones de la noche, y elevar, en una palabra, el cielo a la altura de la época.

En efecto, ¿para qué esas azuladas bóvedas que no sirven sino para desbocar las imaginaciones enfermizas de los últimos visionarios? ¿No se obtendría un legítimo derecho al reconocimiento público, y digámoslo (¿por qué no?), a la admiración de la posteridad, al convertir esos estériles espacios en espectáculos real y fructíferamente instructivos, al utilizar las inmensas llanuras y obtener, al fin, un buen rendimiento a esas Solognes indefinidas y transparentes?

No se trata aquí de sentimentalismos. Los negocios son los negocios. Es preciso pedir la colaboración, y también, si fuese necesario, la energía de gente seria sobre el valor y los resultados pecuniarios del inesperado descubrimiento del que hablamos.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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