«Lo que nos hace falta, españoles, es la introyección, el más
preciado, el más fecundo, el más santo de los derechos humanos. ¿Cómo
podemos vivir sin él? Sin la libertad de introyección, todas las demás
libertades nos resultarán baldías y hasta dañosas. Dañosas, sí, porque
hay libertades que, faltando otras que las complementen, antes
perjudican que benefician al hombre. ¿De qué nos sirven, en efecto, la
libertad de asociación, la de imprenta, la de cultos, la de trabajo, la
de vagancia y tantas otras libertades de que dicen gozamos, si la
libertad de introyección nos falta? Sin esta imprescindible
prerrogativa, el sufragio universal y el Jurado se convierten en armas
de la vergonzante tiranía que nos domina. Y no me digan, no, que tenemos
la libertad de introspección, porque la introspección no es la
introyección, como la autonomía no es la autarquía. Pongámonos, ante
todo, de acuerdo en las palabras; llamemos a cada cosa por su nombre: al
pan, pan, y al vino, vino; arquitrabe, al arquitrabe, introyección a la
introyección y tiranía a este abigarrado conjunto de hueras e
incompletas libertades en que se nos ahoga. La palabra, ¡oh, la palabra,
señores, la palabra!...».
Al llegar a este punto de su elocuentísimo discurso, la palabra de
Lucas Gómez fue ahogada en los nutridos aplausos del numeroso público
que asistía a la reunión. El hervor de los ánimos subió de punto, y los
¡viva don Lucas Gómez! se confundieron con los vivas a la libertad de
introyección.
Salió la gente convencida de cuán necesario es introyeccionarse y de
cómo los Gobiernos que padecemos nos lo impiden. Empezaron los españoles
a sentir hambre y sed de introyeccción.
Hay que tener en cuenta que esto ocurría hacia 1981, pues hoy, a
fines de este tristísimo siglo XXI, una vez gastada la introyección en
puro uso, no nos damos clara cuenta de los entusiasmos que entonces
provocara.
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