Calles
Jaume del Alamo Jaumejoan
Calles, Callejuelas, Callejones, Plazoletas,
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Publicado el 8 de julio de 2018 por Jaume del Alamo.
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Publicado el 8 de julio de 2018 por Jaume del Alamo.
José Tiberíades se revolvió en el camastro, bajo el toldo de zaraza floreada cuyo cielo de ruan casi se le pegaba al rostro.
—¡Mama!
Respondió la vieja desde su tendido cochoso:
—¿Qué?
Contestó José Tiberíades con voz viva:
—Se me ha quitado el sueño.
—¡Ah!...
—Es la calor y los mosquitos.
—¿Se te han metido en la talanquera?
—No; es que zumban, mama... es que zumban... Y la calor... Estoy en pelotas, viera, mama... ¡Y la calor!
—Ahá.
Refugio, la hermana, que se acostaba en el mismo lecho que la mama, gritó:
—¡Dejen dormir!... La noche no se ha hecho para conversar.
Pero a poco José Tiberíades volvió a llamar:
—¡Mama!
—¿Qué?
—Me voy a levantar. No sé; me ahogo en el cuarto encerrado... Voy a echarme en la hamaca de la azotea... Allá corre viento.
—No vayas, mejor.
—¿Por qué?
—Hay luna. Andan las malas visiones.
—¿Y es cierto las malas visiones, mama?
—Sí: el difunto tu padre se topó una vez con una, ahí no más, al pie de los caimitales. Era un bulto blanco. Parecía una mujer. Lo llamaba, alzando el brazo.
—¿Y era mujer?
—Sí.
—¿Y quién era esa mujer, mama?
—La muerte.
—¡Ah!... Pero ¡oiga, mama! A mí no me asustan las malas visiones... Yo tengo calor, no más... ¡Viera, mama!... Un calor adentro... como si estuviera con fiebre... ¡Qué calor!... Allá afuera hará fresco... Cerraré los ojos para no ver las malas visiones... Y me meceré en la hamaca...
Se levantó José Tiberíades... Se puso los calzones, dejando al aire el busto. Salió.
—¡Muchacho necio! ¡Siquiera persígnate!
—Bueno.
Se persignó. Desde su lecho la vieja lo bendijo.
José Tiberíades se fue a la azotea.
Dominio público
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Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.
Largo y fino rasgo trazado con tinta roja abarca el naciente.
En la penumbra se advierten, sobre la loma desierta, veinte bultos grandes como ranchos chicos, rodeados por varios centenares de bultos más pequeños esparcidos a corta distancia unos de otros...
Clarea.
De debajo de los veinte bultos grandes, que resultan ser otras tantas carretas, empiezan a salir hombres.
Mientras unos hacen fuego para preparar el amargo, otros, desperezándose, entumidos, se dirigen hacia los bultos chicos, los bueyes, que al verlos aproximar, comprenden que ha llegado el momento de volver al yugo y empiezan a levantarse, con lentitud, con desgano, pero con su resignación inagotable.
Toda la campiña blanquea cubierta por la helada.
Las coyundas, que parecen de vidrio, queman las manos callosas de los gauchos; pero ellos, tan resignados como sus bueyes, soportan estoicamente la inclemencia...
Hace dos días que no se carnea; los fiambres de previsión se terminaron la víspera y hubo que conformarse con media docena de “cimarrones” para “calentar las tripas”.
En seguida, a caballo, picana en ristre.
—¡Vamos Pintao!... ¡Siga Yaguané!...
La posada caravana ha emprendido de nuevo la marcha lenta y penosa por el camino abominable, convertido en lodazal con las copiosas lluvias invernales.
La tropa llevaba ya más de un mes de viaje. Las jornadas se hacían cada vez más cortas, por la progresiva disminución de las fuerzas de la boyada... y todavía faltaban como cincuenta leguas para, llegar a la Capital!...
Con desesperante lentitud va serpenteando, como monstruosa culebra parda, el largo convoy. Las bestias, que aún no han calentado los testuces doloridos, apenas obedecen al clavo de la picana.
Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 26 visitas.
Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Cuatro años de espantosa agonía, en que la
víctima ha acabado por humillar al verdugo: he aquí el «Gólgota» del
pueblo mexicano, de este pueblo mártir sobre cuya cabeza han dejado caer
los farisaicos reyes de Europa, su anatema y el poder de su fuerza
brutal.
¡La Victoria! he aquí el «Tabor» desde cuya altura, México, el atleta de
las libertades americanas, se ha transfigurado delante del mundo, y
muestra a sus enemigos su rostro que resplandece como el sol.
Este libro encierra la historia de esos dolores y de ese glorioso
triunfo, revestida con las galas que la imaginación de un poeta ha
sabido prestar a sus heroicos recuerdos, que son también los de la
Patria.
¡Soldado de la República, valiente hijo del pueblo, que luchaste sin
descanso defendiendo la tierra de tus padres! Tú que ahora ves flamear
tu orgullosa bandera mecida por el viento de la gloria, y quitas de ella
la corona de laureles para colocarla como ofrenda votiva en la tumba
sagrada de los que murieron por la libertad; tú, hombre de corazón que
conoces la grandeza de los sacrificios de la Patria: abre y lee.
Ahí está tu propia historia; ahí está el libro de tu alma; ahí están las
hojas dispersas que escribiera el dolor con sus lágrimas de fuego, y
que ha recogido el tiempo en sus armas de bronce para hacerlas leer a
las generaciones futuras.
Abre y lee… y cuando en las calladas horas de la noche, sentado junto al
hogar, las recites a los hijos de tu amor… orgullosos de tener tal
padre, diles que ésta no es una fábula inventada para entretener el
ocio; sino la verdad, aunque disfrazada con el atavío de la leyenda.
Y que la guarden en su memoria para que la evoquen cuando esté próxima a extinguirse en su corazón la llama del patriotismo.
IGNACIO M. ALTAMIRANO
Dominio público
445 págs. / 12 horas, 59 minutos / 618 visitas.
Publicado el 2 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
A todos los que No.
Emilio, conocido trabajador intelectual, desembarcó del ascensor ayudado por cierta cantidad de gin tonic que conservaba en sus depósitos supletorios. Por la posición de las estrellas y por una muesca del cercano pasamanos, comprobó que había llegado a su nebuloso destino. Así aliviado su corazón, flotó de Este a Oeste, cómodamente instalado en una sonrisa amistosa, y acabó dirigiendo una mirada llena de amor a la causa al ojo de su cerradura.
Emilio regresaba de añadir unas gotas de aventura y emoción a su vida, sólo que las gotas, a fuerza de perseverancia y graduación, le habían llenado hasta las amígdalas, induciéndole a instalarse en una especie de transparente beatitud.
El ojo de la cerradura, con el ceño fruncido, le devolvió la mirada: era un artilugio fosco y aburrido, poco amigo de ser interrumpido cuando meditaba a solas con la noche, abrumado por sus problemas individuales.
—Uy, uy. —le dijo Emilio, aceptando su silencioso reproche.— A ver cómo te portas hoy.
Sacó el llavero y se lo enseñó al altivo mecanismo para que tuviera una clara idea de lo que se esperaba de él:
—La última vez —le explicó con toda confianza— me hiciste repetir catorce veces. Sé bueno y ponte donde yo te pueda ver.
La cerradura, con su ojo negro y vertical, se apresuró a cambiar de sitio tan pronto como escuchó las pretensiones de Emilio: tenía ideas propias acerca de cómo pasar el tiempo.
—¿Así que ya empezamos? —le recriminó el joven, que confiaba en que todos tuvieran su misma amplitud de miras a aquellas horas de la madrugada.
La cerradura volvió a moverse, refractaria a todo razonamiento. En su opinión, Emilio tendría que cazarla como a una liebre.
Licencia limitada
227 págs. / 6 horas, 37 minutos / 274 visitas.
Publicado el 13 de julio de 2016 por Edu Robsy.
—Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?
—Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.
—¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!
—Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.
Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.
—Ha de saber usted —comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor— que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.
Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.
4 págs. / 7 minutos / 200 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
A los cuarenta años era don Jorge Arial, para los que le trataban de cerca, el hombre más feliz de cuantos saben contentarse con una acerada medianía y con la paz en el trabajo y en el amor de los suyos; y además era uno de los mortales más activos y que mejor saben estirar las horas, llenándolas de sustancia, de útiles quehaceres. Pero de esto último sabían, no sólo sus amigos, sino la gran multitud de sus lectores y admiradores y discípulos. Del mucho trabajar, que veían todos, no cabía duda; mas de aquella dicha que los íntimos leían en su rostro y observando su carácter y su vida, tenía don Jorge algo que decir para sus adentros, sólo para sus adentros, si bien no negaba él, y hubiera tenido a impiedad inmoralísima el negarlo, que todas las cosas perecederas le sonreían, y que el nido amoroso que en el mundo había sabido construirse, no sin grandes esfuerzos de cuerpo y alma, era que ni pintado para su modo de ser.
Las grandezas que no tenía, no las ambicionaba, ni soñaba con ellas, y hasta cuando en sus escritos tenía que figurárselas para describirlas, le costaba gran esfuerzo imaginarlas y sentirlas. Las pequeñas y disculpables vanidades a que su espíritu se rendía, como, verbigracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que le aseguraba el renombre entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los escogidos. Y por fin, su dicha grande, seria, era su casa, su mujer, sus hijos; tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas rubias, doradas, mi lira, como los llamaba al pasar la mano por aquellas frentes blancas, altas, despejadas, que destellaban la idea noble que sirve ante todo para ensanchar el horizonte del amor.
Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 213 visitas.
Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.
Aquí teneis, amados carísimos lectores,
La obrita que mi mente pobrísima forjó;
Disimulad los muchos, crasísimos errores
De que mi débil pluma sus páginas sembró—
No hay bellos pensamientos, magnificas creaciones,
Destellos de elocuencia, celeste inspiracion,
No encierra del talento las ricas concepciones,
Mi insulsa, nula, pobre y humilde produccion.
Vosotras bellas niñas, frenéticas amantes
De Dumas, Ayguals de Izco,de Mery y Pablo Kook,
Del afamado Sué, del inmortal Cervantes,
Martinez de la Rosa y el ilustrado Scott,
Lanzad á mi Camila, tan solo una mirada,
Que es hija desvalida de mi imaginacion.
¡Miradla á vuestras plantas! ... La pobre arrodillada
Vuestra indulgencia implora y os pide proteccion.
El Autor.
Era la noche del 23 de Mayo de 1854.
El reloj del cabildo de Buenos Aires marcaba las ocho, aumentando con el
tañido de su vibrante campana, el bullicio entusiasta que reinaba al
pié de la blanqueada torre.
El heróico pueblo de Buenos Aires festejaba en esa noche la jura de su constitucion política.
¡El pueblo de Buenos Aires!
¡La dorada cuna de la libertad americana, pisoteada veinte años por la planta inmunda del dictador Rosas!
¡La patria de Belgrano, San Martin, Casteli y Moreno, doblegada veinte años bajo la sangrienta cuchilla del neron argentino!
El gran püeblo de Buenos Aires, en cuyas sienes se ostentan los verdes y gloriosos laureles de Mayo, acababa de despertar del horroroso letargo, en que la ambicion desmedida del general Urquiza y las mezquinas y torpes miras del caudillo Lagos, lo habian hundido con nueve meses del mas estrecho sitio.
Dominio público
71 págs. / 2 horas, 5 minutos / 263 visitas.
Publicado el 13 de abril de 2020 por Edu Robsy.
Era un día de primavera en las orillas del Plata.
El sol descendía, envolviendo en una zona de oro y grana la inmensidad de la Pampa.
Habíamos abandonado el tramway a la entrada del Parque de Saavedra; y dejando atrás este delicioso paraje, nos dirigíamos al través de los campos, por un sendero flanqueado de jardines al pueblo de San Martín, cuyas casas blanqueaban a lo lejos entre un océano de vegetación.
—¿Por qué no tomamos un coche, que nos llevará allí en media hora? —dijo un joven perezoso que iba sentándose en las raíces de todos los ombúes encontrados al paso.
—No, repuse yo —dejadme, por favor, caminar en íntimo contacto con esta amada tierra argentina que no me canso de contemplar.
Y paseando la mirada en torno al encantado panorama de cuyo seno surgían las cúpulas de los pintorescos pueblecitos que como una guirnalda circuyen la metrópoli:
—¡Belgrano! ¡Saavedra! ¡Rivadavia! ¡San Martín! —exclamaba—. ¡Qué sublime epopeya encerrada en esos nombres!... Y si añado el de aquel cuyos parientes venimos a visitar... ¡Pueyrredon!
—¿Sabe usted cómo se llamaba ese pueblo antes que Monte-Caseros cambiara su nombre? —dijo el coronel G., señalando el que teníamos al frente.
—No en verdad —respondí.
—Más allá de una casa de blancas arcadas donde nos dirigimos ¿qué divisa usted?
—Un paredón negro y derruido que contrasta notablemente con los rojos tejados y las blancas azoteas del pueblo.
—Es el último resto de los muros de un edificio que en tiempo del terror se denominaba: la Crujía. A su pie se perpetró el horrendo crimen que dio a Santos-Lugares su siniestra celebridad.
Al escuchar ese nombre, el blanco fantasma de una mártir cruzó mi mente.
—¡Camila O’Gorman! —exclamé.
Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 214 visitas.
Publicado el 3 de enero de 2021 por Edu Robsy.
Ante los ojos —azules— de aquella muchachita, Arturo Nilmes —el simpatiquísimo y elegante Nilmes, campeón de tennis, primera copa de automovilismo 1925, —se sintió cohibido, como dominado por una misteriosa atracción, tal ocurre a los que miran largamente los ojos de Budha el silencioso.
Cuando en su peña del club relató a los contertulios habituales aquel “fenómeno”, dos o tres tontos se mofaron del paradójico Nilmes, terror de maridos, “que se había puesto nervioso ante una pequerrucha”.
Sofronio Redal —suegro de profesión y abuelo diecisiete veces y media, según su forma de presentarse,— fué el único que tomó en serio el asunto.
—Es que esa muchachita —dijo— lleva en sus ojos el alma de la madre, de la singular Magdalena, gloria y prez de nuestra tierra, modelo de su sexo.
Sofronio Redal la había conocido. Según aseguró, la había tratado; y, aún insinuó algo más, que decidimos por unanimidad no creer, en mérito a las pocas pruebas y a la petulancia que —en materia amorosa— se gastaba nuestro amigote.
...La había conocido desde muy joven, cuando él, aunque un poco menos, también lo era. Tendría Magdalena, entonces, una veintena de años y trabajaba en una casa de modas con una francesa de Lyon.
Venida de las más bajas capas sociales porteñas, logró interesar con su belleza a todos los chiquillos bien de la urbe, que acudían en bandadas, a las horas de salida, para seguir, entre un fuego granado de piropos más o menos colorados, a la encantadora obrerita hasta su humilde vivienda del arrabal, en las proximidades del Estero Salado.
Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 86 visitas.
Publicado el 4 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.