Jamque adeo donati omnes...
(Eneida, Liv. V.)
El Tribunal, que debía adjudicar el premio al invento más útil, y
todos los oyentes, escuchábamos con asombro la explicación de un
descubrimiento extraordinario.
—Voy a concluir, señores —decía Sapiens, el inventor—. Los cerebros
de los contemporáneos más ilustres se conservan rotulados en mis frascos
y si he profanado sepulturas, he descubierto y poseo en toda su
energía, o atunuado en cultivos de diferentes graduaciones, el microbio
de esa enfermedad que llaman henio. Gracias a mis inyecciones,
brillan en el mundo algunos imbéciles de nacimiento, sometidos por sus
padres a mi régimen, Porque, señores, pocos hombres han creído necesaria
para sí la inoculiación de mi bacilo: he ofrecido bacterias del cerebro
de Bismarck a nuestros políticos, de Víctor Hugo y Zorrilla a los
aprendices de poeta, y de Moltke a nuestros generales más obscuros, y
las han rehusado con desdén. Sólo algunos músicos de murga han adquirido
microbios atenuadísimos de Wagner, y me han aturdido a tompetazos; la
sublimidad en música tiene manifestaciones formidables. Únicamente he
transmitido el bacilo del genio militar a un sacerdote, y el del genio
poético a un prestamista: el primero está enseñando la estrategia a una
comunidad de capuchinas, y el segundo está versificando la ley
hipotecaria.
Sapiens saludó modestamente, y hubo un murmullo de aprobación que
ahogaron los otros inventores. Uno de éstos, el licenciado Muceta, le
interrogó con ademanes descompuestos:
—¿No afirmas que el genio es una enfermedad?
—Así lo aseguran autores afamados.
—¿Y quieres reproducirla, miserable, cuando se ha extinguido felizmente, en España, hace ya tiempo?
—La administro en cultivos atenuados.
—Sapiens, explica tu sistema.
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