—Lárguese usted, y que no vuelva a verla delante —dijo furioso el
celibatario a su sirviente, aquella vieja Águeda, que realmente era
capaz de acabar con la paciencia de un santo de los que más se
distinguieron por la abundancia de esta virtud.
Había sucedido que, cuando Águeda, que acababa de quedarse viuda,
entró en casa de aquel solteronazo, don Sabas Méndez, no se diferenciaba
de las fámulas del tipo general: despachaba su trabajo calladita,
arreglaba la casa, guisaba regular, y sin motas, ni hilachas de
estropajo, ni otros aditamentos imprevistos; y su único defecto era
cierta murria que le entraba, y que la traía tres días o cuatro con cara
de pocos amigos, dando porrazos a la loza y haciendo tintinear
rabiosamente las cazolillas. A don Sabas, que vivía solo como un hongo
—lo cual es un modo de decir, pues los hongos suelen crecer en grupos—,
no le hubiese desagradado una criada de otro estilo, zalamera y
simpática; pero, reflexionando, bien veía los inconvenientes de ventajas
tales, y se resignaba con la misteriosa servidora que sin duda traía a
la espalda, como tantos de su profesión, una historia de penas que le
había oscurecido para siempre el alma. Aunque no hablaba nunca de su
pasado, un día se le escapó decir que «quien ha perdido un hijo, no
puede ya tener alegría en este mundo».
Egoísta, como suelen ser no los solterones crónicos, sino la mayoría
de los humanos, don Sabas no se entretuvo en profundizar las penas de su
doméstica, y vio con gusto que, a los dos o tres años de tenerla en
casa, mostraba Águeda, algunos días, cierta expansión, como por accesos,
y hasta se reía sin motivo aparente. En esos días venturosos la criada,
más activa y diligente, se esmeraba en el servicio, haciendo a su amo
los platos preferidos y lanzándose a preguntarle:
—¿Qué tal? ¿Estaba bien? ¿Le han gustado al señor las chuletitas de cordero? Así rebozadas en bichamiel son muy ricas…
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