La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas;
su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace
poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada,
la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la
rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo
algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi
balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
—Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los
cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos
los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
—¡Tan pronto!
—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que
las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible.
Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos
comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no
hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también
pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de
Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos
siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante
distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida
historia:
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