La juventud
Brillaba Santander en toda su gloria militar, en todo el
esplendor de sus triunfos y en el apogeo de su juventud y
gallardía. El pueblo se regocijaba con su adquirida patria, y el
gozo y satisfacción que causa el sentimiento de la libertad
noblemente conquistada se leía en todos los semblantes.
Contaba yo de catorce a quince años. Había perdido a mi madre
poco antes, y mi padre, viéndome triste y abatida, quiso que
acompañada por una señora respetable, visitase a Bogotá y asistiese
a las procesiones de Semana Santa, que se anunciaban
particularmente solemnes para ese año. En aquel tiempo el pueblo
confundía siempre el sentimiento religioso con los acontecimientos
políticos, y en la semana santa cada cual procuraba manifestarse
agradecido al que nos había libertado del yugo de España.
Triste, desalentada, tímida y retraída llegué a casa de las
señoritas Hernández, donde mi compañera, doña Prudencia,
acostumbraba desmontarse en Bogotá. Las Hernández eran las mujeres
más de moda y más afamadas por su belleza que había entonces,
particularmente una de ellas, Aureliana. Llegamos el lunes santo a
las dos de la tarde, y doña Prudencia, deseosa de que yo no
perdiese procesión, me obligó a vestirme, y casi por fuerza me
llevó a un balcón de la calle real a reunirnos a las Hernández, que
ya habían salido de casa.
Cuando vi los balcones llenos de gente ricamente vestida, las
barandas cubiertas con fastuosas colchas, y me encontré en medio de
una multitud de muchachas alegres y chanceras, me sentí
profundamente triste y avergonzada, y hubiera querido estar en el
bosque, más retirado de la hacienda de mi padre.
—¡Allá viene Aureliana! —exclamó doña Prudencia.
—¿Dónde? —pregunté, deseosa de conocerla; pues su extraordinaria
hermosura era el tema de todas las conversaciones.
—Aquella que viene rodeada de varios caballeros.
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