El Alcalde, que era un hombre activo, predió la mecha y el cohete,
tras subir al cielo, inauguró las fiestas de verano, obligando a miles
de muy jóvenes, en camiseta, a echarse a la calle y reclamar bebida.
Los vendedores de vinos y licores los aguardaban frotando el zinc con
las bayetas. Días antes habían acudido en comisión al Ayuntamiento.
Ellos, que estaban a favor de la cultura y de las tradiciones por igual,
ayudarían a emborracharse a la juventud para que gritara a su gusto,
pero como, en aquella situación, la juventud tendía a morder la mano que
la ayudaba, pedían permiso para usar vasos de plástico, subir los
precios autorizados en la hoja sellada y, sobre todo, cerrar los
lavabos.
— Bien. — dijo el alcalde, también tradicional.
— Pero la ley dice que cualquier establecimiento abierto al público
ha de tener servicios. — advirtió el secretario, un maldito leguleyo.
— Y los tienen, ¿no? ¿Dice la ley que no pueden estar cerrados?
Así fue como cientos de espirituosos metros cúbicos corrieron las
botellas a las gargantas y, desde éstas, tras darse un rápido paseo por
las venas y fatigarse, se dejaban caer sobre los riñones que,
cuidadosos, los bajaban al depósito que las naturalezas tenían
dispuesto.
Mientras sucedían estos silenciosos procesos, tiempo hubo para
abuchear a las autoridades que iban a las completas y para tirar huevos a
los municipales que les escoltaban. También consiguieron irrumpir en la
entrada del Ayuntamiento y derribar a la Giganta, que había paseado
hasta media hora antes, perseguida por la chiquillería.
Otros más rodearon a la banda de música y, en rápido movimiento de
tenaza, vertieron por los pabellones de los instrumentos de viento el
contenido de varias litronas.
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