I
Parece que no ha pasado el tiempo. Todo está lo mismo. Ved la calle,
la casa, los peces de colores nadando y revolviéndose con incesantes
curvas en sus estanques; ved las jaulas de grillos colgadas en racimos a
un lado y otro de la puerta; fijad la atención en la ventana de la
escuela y oíd el rumor de moscardones que por ella sale. Nada ha
cambiado, y D. Patricio Sarmiento, puntual e inmutable en su silla como
el sol en el firmamento, esparce la luz de su sabiduría por todo el
ámbito del aula. Lo mismo que el año pasado, está explicando la
desastrosa historia y trágica muerte de Cayo Graco; pero su voz
elocuente añade estas fatídicas palabras: "Terribles días se preparan.
Roma y la libertad están en peligro".
Entonces estábamos en febrero de 1821; ahora estamos en marzo de
1822. Durante este año de anarquía, durante estos trescientos sesenta y
cinco motines, la calle de Coloreros no ha experimentado variaciones
importantes. D. Patricio no parece más viejo: al contrario, creeríasele
rejuvenecido por milagrosos filtros. Está más inquieto, más exaltado,
más vivaracho: su pupila brilla con más fulgor y la contracción y
dilatación de las venerables arrugas de su frente indican que hay allí
dentro hirviente volcán de ideas.
Cuando suena la hora del descanso y salen los chicos, atropellándose
unos a otros, golpeando el suelo con sus pies impacientes y llenando
toda la calle con su desaforado infierno de chillidos, payasadas y
cabriolas, que afortunadamente duran poco, D. Patricio limpia sus
plumas, se arregla el gorro, para que ninguna parte de su cráneo quede
en descubierto, y unas veces con la regla en la mano, otras con las
manos en los bolsillos, sale al portal entonando entre dientes
patriótica cancioncilla.
Si Lucas está en su puesto, padre e hijo hablan un rato antes de subir a comer.
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