Textos más populares esta semana disponibles publicados el 6 de enero de 2021

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textos disponibles fecha: 06-01-2021


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A Quién Debe Darse Crédito

Juan Valera


Cuento


Llamaron a la puerta. El mismo tío Pedro salió a abrir y se encontró cara a cara con su compadre Vicentico.

—Buenos días, compadre. ¿Qué buen viento le trae a usted por aquí? ¿Qué se le ofrece a usted?

—Pues nada... confío en su amistad de usted... y espero...

—Desembuche usted, compadre.

—La verdad, yo he podado los olivos, tengo en mi olivar lo menos cinco cargas de leña que quiero traerme a casa y vengo a que me empreste usted su burro.

—¡Cuánto lo siento, compadre! Parece que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casualidad! Esta mañana se fue mi chico a Córdoba, caballero en el burro. Si no fuera por esto podría usted contar con el burro como si fuese suyo propio. Pero, qué diablos, el burro estará ya lo menos a cuatro leguas de aquí.

El pícaro del burro, que estaba en la caballeriza, se puso entonces a rebuznar con grandes bríos.

El que le pedía prestado dijo con enojo:

—No creía yo, tío Pedro, que usted fuese tan cicatero que para no hacerme este pequeño servicio, se valiese de un engaño. El burro está en casa.

—Oiga usted —replicó el tío Pedro—. Quien aquí debe enojarse soy yo.

—¿Y por qué el enojo?

—Porque usted me quita el crédito y se lo da al burro.


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Publicado el 6 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Charadas

Juan Valera


Cuento


En la misma tertulia del ya citado Capitán general, se entretenían una noche las señoritas y caballeros jóvenes en ponerse charadas.

Estaba allí un estudiante de leyes, que iba ya a graduarse de Licenciado, y que era guapo y listo, si bien poco dichoso en amores.

Entre las señoritas presentes, así por lo graciosa como por lo coqueta, sobresalía D.ª Manolita. Nuestro estudiante la había requerido de amores, y ella, durante algún tiempo, le había querido o había fingido quererle. Después le había dejado por otro. De aquí que el estudiante estuviese con ella, y no sin razón, algo fosco y rostrituerto.

Le llegó su turno de poner una charada y le excitaron para que la pusiese.

El estudiante, encarándose con D.ª Manolita, la puso en estos términos.

—Mi primera y mi segunda, lo que es usted; mi tercera, lo que usted me dice; el todo, lo que yo siento.

En vano se calentaban la cabeza todos los del corro. No pudieron adivinar la charada y se dieron por vencidos. El estudiante entonces explicó la charada de esta manera:

—Mi primera y mi segunda; lo que es usted, infier: mi tercera, lo que usted me dice; no: y el todo, lo que yo siento; infierno.

La charada fue muy aplaudida por los circunstantes; pero D.ª Manolita tuvo alguna turbación y se sonrojó. Procuró, sin embargo, mostrarse fría, tranquila e indiferente, y para ello puso también su charada, que fue como sigue:

—Mi primera y mi segunda, una ninfa; mi tercera, un signo de música; mi cuarta, otro signo de música; y el todo, una cosa que he hecho muy bien en el día de hoy.

El auditorio no fue más feliz con esta charada que con la del estudiante quejoso. Doña Manolita tuvo también que explicarla y dijo:


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De los Escarmentados Nacen los Avisados

Juan Valera


Cuento


Era D. Calixto un caballerete cordobés, gracioso, bien plantado y con algunos bienes de fortuna.

Muchas mocitas solteras de Sevilla, donde él estaba estudiando, se afanaban por ganar su voluntad y conquistarle para marido; pero la empresa era harto difícil.

Don Calixto, y no sin fundamento, pasaba por un desaforado mariposón, seductor y picaruelo. Iba revoloteando siempre de muchacha en muchacha, como las abejas y las mariposas revolotean de flor en flor, liban la miel y sólo por breves instantes se posan en algunas.

La linda señorita D.ª Eufemia tuvo más maña y arte que otras y logró hacer en el corazón de nuestro héroe la herida amorosa más profunda que hasta entonces había traspasado sus entretelas llegando a lo más vivo.

Él, sin embargo, como travieso que era, si bien ponderaba a la niña su mucho amor y le pedía y aun le suplicaba que de aquel mal le curase, siempre hablaba de la cura, pero no del cura.

Acudía a hablar por la reja con la señorita doña Eufemia; le aseguraba que tenía por culpa de ella, en su lastimado pecho, no uno sino media docena de volcanes en erupción; le rogaba que apagase sus incendios y que mitigase sus estragos, y lo que es de casamiento no decía ni daba jamás palabra.

Así se pasaban meses y meses; los novios pelaban la pava todas las noches sin faltar una; pero el asunto permanecía siempre sin adelantar, ni por el lado de la buena fin, ni tampoco por el lado de la mala.

Cuando él excitaba a su novia para que no se hiciese de pencas y fuese generosa y se ablandase y cediese, ella, o se enojaba porque él le faltaba al respeto y mostraba que no tenía por ella estimación, o bien derramaba amargas lágrimas y exhalaba suspiros y quejas considerándose ofendida.

Con mil variantes, porque tenía fácil palabra y sabía decir una misma cosa de mil modos diversos, la niña solía contestar sobre poco más o menos lo que sigue:


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Quien No te Conozca que te Compre

Juan Valera


Cuento


No nos atrevemos a asegurarlo, pero nos parece y queremos suponer que el tío Cándido fue natural y vecino de la ciudad de Carmona.

Tal vez el cura que le bautizó no le dio el nombre de Cándido en la pila, sino que después todos cuantos le conocían y trataban le llamaron Cándido porque lo era en extremo. En todos los cuatro reinos de Andalucía no era posible hallar sujeto más inocente y sencillote.

El tío Cándido tenía además muy buena pasta.

Era generoso, caritativo y afable con todo el mundo. Como había heredado de su padre una haza, algunas aranzadas de olivar y una casita en el pueblo, y como no tenía hijos, aunque estaba casado, vivía con cierto desahogo.

Con la buena vida que se daba se había puesto muy lucio y muy gordo.

Solía ir a ver su olivar, caballero en un hermosísimo burro que poseía; pero el tío Cándido era muy bueno, pesaba mucho, no quería fatigar demasiado al burro y gustaba de hacer ejercicio para no engordar más. Así es que había tomado la costumbre de hacer a pie parte del camino, llevando el burro detrás asido del cabestro.

Ciertos estudiantes sopistas le vieron pasar un día en aquella disposición, o sea a pie, cuando iba ya de vuelta para su pueblo.

Iba el tío Cándido tan distraído que no reparó en los estudiantes.

Uno de ellos, que le conocía de vista y de nombre y sabía sus cualidades, informó de ellas a sus compañeros y los excitó a que hiciesen al tío Cándido una burla.


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Fecundidad de la Memoria

Juan Valera


Cuento


El señor no estaba en casa, y el negrito que le servía, abrió la puerta a un forastero muy pomposo.

—¿Está en casa su amo de usted? —preguntó el forastero.

—Ha salido —contestó el negrito.

—¡Cuánto lo siento! —exclamó el forastero—. No traigo tarjetas.

—¿Qué importa eso? No se apure: diga su nombre; el negrito tiene buena memoria y no le olvidará.

—Pues bien: diga usted a su amo que ha estado aquí a visitarle D. Juan José María Díez de Venegas, Caballero Veinticuatro de la ciudad de Jerez. ¿Se acordará usted?

—¿Y cómo no? —dijo el negrito.

En efecto; cuando volvió su amo el negrito le dijo:

—Zeñó, aquí han estado a visitar a su merced D. Juan, D. José, doña María, diecinueve negas, veinticuatro caballeros y la ciudad de Jerez.


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Las Gafas

Juan Valera


Cuento


Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica había acudido a Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias lejanas.

Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.

Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:

—Con éstas no leo.

Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta:

—Con éstas leo perfectamente.

Luego las pagó y se las llevó.

Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:

—Con éstas no leo.

Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:

—No leo con éstas.

El tendero entonces le dijo:

—¿Pero usted sabe leer?

—Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?


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Bagajes

Juan Valera


Cuento


Llegó el batallón a un lugarejo y el sargento Pulido se fue en derechura a casa del Alcalde a pedirle bagajes y raciones para el día siguiente.

El Alcalde dijo:

—Póngalo usted por lista a fin de que no se me olvide.

El sargento escribió entonces en un papelito la cantidad de raciones que necesitaba, y en punto a bagajes, añadió luego: un mulo, mi capitán; otro mulo, mi teniente; tres cadetes, tres borricos: total, cinco bestias.


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El Gitano Teólogo

Juan Valera


Cuento


Se fue a confesar un gitano ya de edad provecta y muy preciado de discreto.

El Padre le preguntó si sabía la doctrina cristiana.

—Pues no faltaba más sino que a mis años no la supiese —dijo el gitano.

—Pues rece usted el Padrenuestro —dijo el confesor.

—Mire usted, Padre —contestó el gitano— no me avergüence preguntándome cosas tan fáciles. Eso se pregunta a los niños de la doctrina y no a los hombres ya maduros y que no tienen traza de ignorantes o de tontos. En punto a religión yo sé cuanto hay que saber. Hágame preguntas difíciles, morrocotudas, y ya verá cómo contesto.

—Bien está —dijo el padre—. Pues entonces responda usted: ¿Cómo es que, siendo Dios omnipotente y creador de cielos y tierras, consintió en hacerse hombre y en venir al mundo?

El gitano contestó sin titubear:

—Pues ahí verá usted.

—Y si N. S. Jesucristo no hubiera venido a salvarnos —prosiguió el Padre— y si no hubiera padecido pasión y muerte, ¿qué hubiera sido de nosotros?

—Hágase usted cargo —replicó el gitano.

Y el padre se quedó turulato al oír contestaciones tan llenas de sabiduría.


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Bondad de la Plegaria

Juan Valera


Cuento


El boticario del lugar era un filósofo racionalista y descreído. Apenas había acto piadoso que él no condenase como superstición o ridícula impertinencia. Contra lo que más declamaba, era contra el rezo en que se pide a Dios o a los santos que hagan alguna cosa para cumplir nuestro deseo. La censura del boticario subía de punto cuando trataba de plegarias que iban acompañadas de promesas.

Según es costumbre en los lugares, en la trastienda de nuestro boticario filósofo había tertulia diaria. Allí se jugaba al tresillo, a la malilla y al tute, se leían los periódicos y se hablaba de religión, de política y de cuanto hay que hablar.

El señor cura asistía también en aquella tertulia, pero esto no refrenaba el prurito de impiedad del boticario, sino que le excitaba más en sus disertaciones, a fin de que el señor cura se lanzase a la palestra y disputase con él.

El señor cura distaba no poco de ser muy profundo en teología, y cuando no se preparaba escribiendo de antemano lo que había de decir, como escribía los sermones, era mucho menos elocuente que el boticario, pero le aventajaba en dos excelentes cualidades: tenía fe vivísima y gran dosis de sentido común para resolver cuanto la fe no resuelve.

—Dios —decía el cura—, no infringe ni trastorna las leyes de la naturaleza, cediendo a nuestras súplicas y para satisfacer nuestros antojos. Para Dios no hay milagros improvisados. Desde la eternidad los previó todos y los ordenó por infalible decreto. Y en este sentido, tan conforme con la ley divina y tan de acuerdo está con el orden prescrito desde ab eterno que salga mañana el sol como que no salga. Y en cuanto a las súplicas que los hombres dirigimos a Dios, siempre deben agradarle como no sean contrarias a la moral, ya que dan testimonio de la fe que en Él tenemos y de la esperanza y del amor que nos inspira.


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Los Santos de Francia

Juan Valera


Cuento


En una de las mejores poblaciones de la Mancha vivía, no hace mucho tiempo, un rico labrador, muy chapado a la antigua, cristiano viejo, honrado y querido de todo el mundo. Su mujer, rolliza y saludable, fresca y lozana todavía, a pesar de sus cuarenta y pico de años, le había dado un hijo único, que era muy lindo muchacho, avispado y travieso.

Como este muchacho estaba mimadísimo por su padre y por su madre, era harto difícil hacer carrera con él. A pesar de su mucha inteligencia, a la edad de diez años, leía con dificultad y al escribir hacía unos garrapatos ininteligibles. Lo único que el chico sabía bien era la doctrina cristiana y querer y respetar al autor de sus días y a su señora mamá. El niño era tan gracioso y ocurrente, que tenía embobado a todo el vecindario. Cuantos le conocían le reían los chistes y ponían su ingenio por las nubes, con lo cual al rico labrador se le caía la baba de gusto.

—¡Qué lástima, decía, que este chico se críe cerril en el pueblo, sin hacer más que jugar al hoyuelo, a las chapas, al toro y al salto de la comba, con todos los pilletes! Si yo le enviase a un buen colegio, en una gran ciudad, sin duda que volvería hecho un pozo de ciencia, sería la gloria y el apoyo de mi vejez y serviría y honraría a su patria.

Tanto caviló en esto el labrador, que al fin, sobreponiéndose a la pena que le causaba el separarse de su hijo, le envió a que estudiase en París nada menos.

Seis años estuvo por allí estudiando en uno de los mejores colegios primero y después en la Sorbona.

Como él era, naturalmente, muy despejado, aprovechó mucho, y volvió a casa de sus padres sabiendo cuanto hay que saber, y además elegantísimo y atildadísimo: hecho un verdadero dije; lo que ahora llaman un dandy, un gomoso.


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