Textos más populares este mes disponibles publicados el 10 de mayo de 2021 | pág. 3

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textos disponibles fecha: 10-05-2021


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Un Matrimonio del Siglo XIX

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No faltará algún lector que al apercibir el título de esta pequeña historia crea que voy a presentarle uno de esos matrimonios tan comunes en este siglo, en los cuales el dinero entra por todo y son un negocio como otro cualquiera. No. Voy a referirle un episodio sencillo de la vida práctica, que he visto mil veces, y el lector habrá contemplado otras mil desarrollarse ante sus ojos.

Mis héroes son dos jóvenes encantadores y dotados de los defectos y cualidades que caracterizan a este siglo; ella, un tanto descuidada e ignorante de esos detalles domésticos que forman la sabiduría de una mujer, y además curiosa y burlona; pero, en cambio, tocando admirablemente el piano y colocando con una gracia deliciosa los adornos de sus cabellos y las alhajas, que debemos confesar que las amaba con pasión, y sobre todo, si estaban formadas con esos pequeños ríos de luz que se llaman brillantes; él, un poco jugador y aficionado a hablar de política en los cafés y circos, pero lleno de distinción y elegancia, gran jinete y espadachín: tales eran Luisa y Carlos, que justo es pronunciar ya su nombre.

Efectuose su matrimonio sin esos incidentes un poco novelescos que acompañan los amores contrariados. Carlos vio a Luisa en el teatro; su elegancia, su sonrisa, aquella mano pequeñita y delicada que tan bien manejaba su microscópico abanico, todo esto, unido a un dote: no despreciable y a la conversación festiva y amena de la graciosa niña, impresionó el corazón de Carlos, y como hoy se vive un poco de prisa, el joven resolvió, para acabar pronto, pedirla a su tutor. Concediósela éste después de tomar los correspondientes informes, que llenaron al buen señor de satisfacción. Carlos era una verdadera perla: casi no tenía deudas, ni vicios muy marcados, y le bastaban doce mil reales para su sastre.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Vergüenza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando se pasa una temporada en un pueblecillo de corto vecindario y se adquieren en él —a los dos días— esos amigos cordialotes y pegajosos, empeñados en identificar su vida con la nuestra, lo primero que averiguáis son las historias íntimas de las mujeres y los fregados y guisados políticos de los hombres. Cada amigote nuevo quisiera mostrarse mejor informado que los restantes, y vienen la exageración a recargar el relato… La exageración de lo conocido, porque, en el terreno de lo desconocido, la realidad suele dejarse atrás a los más fantásticos novelistas.

He notado también que si un pueblo no posee ni iglesias góticas, ni cuadros del Greco, ni escuelas fundadas por un filántropo, ni batalla dada en las cercanías, como en algo se ha de fundar el amor propio, el pueblo lo funda donde puede, y se jacta de poseer la vieja nonagenaria más carcomida, el bandido más jaque, el cura más integrista o el boticario más librepensador de la provincia entera. A menudo alábase un pueblo de encerrar en su recinto a la hembra más alegre de cascos, o a la más honesta y recatada; dijérase que ambos extremos envanecen por igual: es cuestión cuantitativa. Así, en el pueblecillo de Vilasanta del Maestre, donde me confinaron algún tiempo vicisitudes del Destino, preciábanse del pudor exaltado de cierta mujer a quien nadie veía sino en misa, y a quien me propuse conocer y tratar. El pueblo la llamaba Carmela la Vergonzosa, y atribuía a su vergüenza todas las desdichas de su vida frustrada.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Vencedor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se dormía con tranquilidad una noche en la plaza fuerte desde que era cosa segura que iban a ser atacados. Y no por un golpe de aventureros que buscaban en la piratería un provecho vergonzoso y arriesgaban la horca ante la perspectiva de mezquino botín, sino por una escuadra de bucaneros, aguerrida, bien tripulada, en cuya proa la bandera de las lises significaba el poderío creciente y sólido de Luis XIV.

La plaza, mal guarnecida y mal artillada, no se encontraba dispuesta a resistir largos e impetuosos asedios. De sorpresa no la cogerían, porque el gobernador, aquel Naharro, a quien los indios habían truncado en un combate la mano derecha, tenía tomadas sus precauciones para no dejarse saltear. La vigilancia era escrupulosa, y ni de día ni de noche se interrumpía. Para dar descanso a los varones que habían de defender la fortaleza habíanse puesto de acuerdo las mujeres y organizado, entre sí, la guardia nocturna. La esposa del gobernador, doña Teresa de Saavedra, las mandaba. Y algunas veces, al encontrarse rodeada de su singular milicia, se le escapó a la señora decir:

—Para algo más que rondar de noche servimos nosotras. Ya se verá cuando llegue el caso.

Estos conatos de acometividad los reprimía el Manco con un gruñido violento y brusco.

—No buscar tres pies al gato, doña Teresa de mis entrañas… Cosas son éstas de hombres, y vuesa merced me ha salido hombruna… Son hombrunas todas cada una se cree una Monja Alférez. Vigilen bien y harto harán con ello.

Más no fue de noche, sino de día, y muy claro, cuando la enemiga escuadra se dejó ver, formada en orden de batalla, y a poco, una canoa, conduciendo a un parlamentario, vino a atracar al pie del castillo. El Manco dio al mensaje por respuesta cerrada negativa. La fortaleza no se rendía, y podía el señor almirante enemigo intentar tomarla cuando gustase.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Que Vengan Aquí...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En una de esas conversaciones de sobremesa, comparando a las diferentes regiones españolas, en que cada cual defiende y pone por las nubes a su país, al filo de la discusión reconocimos unánimes un hecho significativo: que en Galicia no se han visto nunca gitanos.

—¿Cómo se lo explica usted? —me preguntaron (yo sostenía el pabellón gallego).

—Como explica un hombre de inmenso talento su salida del pueblo natal (que es Málaga), diciendo que tuvo que marcharse de allí porque eran todos muy ladinos y le engañaban todos. En Galicia, a los gitanos los envuelve cualquiera. En los sencillos labriegos hallan profesores de diplomacia y astucia. Ni en romerías ni en ferias se tropieza usted a esos hijos del Egipto, o esos parias, o lo que sean, con sus marrullerías y su chalaneo, y su buenaventura y su labia zalamera y engatusadora… Al gallego no se le pesca con anzuelo de aire; allí perdería su elocuencia Cicerón.

—Se ve que tiene usted por muy listos a sus paisanos.

—Por listísimos. La gente más lista, muy aguda, de España.

Sobrevino una explosión de protestas y me trataron de ciega idólatra de mi país. Me contenté con sonreír y dejar que pasase el chubasco, y sólo me hice cargo de una objeción, la que me dirigía Ricardo Fort, catalán orgulloso, con sobrado motivo, de las cualidades de su raza.


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Poema Humilde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que voy a contaros es tan vulgar, que ya no pertenece a la poesía, sino a la bufonada en verso: ni al arte serio, sino a la caricatura grotesca, de la cual diariamente hace el gasto. Sed indulgentes y no me censuréis, porque donde suele verse risa he visto una lágrima.

Lo que voy a contaros son los amoríos del soldado y la criada de servir. Se querían desde la aldea, donde ambos nacieron; y cuando, después de haber destripado terrones toda la semana, las noches de los sábados salían los mozos de parranda y broma, cantando y exhalando gritos retadores, Adrián siempre echaba raíces en la cancilla de Marina, y Marina no se despegaba de la cancilla para dar palique a Adrián. Las tardes de los domingos, al armarse el bailoteo sobre el polvo de la carretera, la pareja de Adrián era Marina, y que nadie se la viniese a disputar; y al celebrarse la fiesta patronal, sentados juntos en la umbría de la tupida «fraga» —mientras la gaita y el bombo resonaban a lo lejos, doliente y quejumbrosa la primera, rimbombante y triunfador el segundo—, Marina y Adrián callaban como absortos en el gusto de allegarse, aletargados de puro bienestar. Sólo al anochecer, hora de regreso a sus casitas por los caminos hondos, Adrián, despidiendo un suspirote, soltaba el brazo con que tenía ceñida solapadamente la cintura maciza y redonda de su rapaza.


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Sinfonía Bélica

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Poco más antiguos son los ornes que las armas!…
(Libro de Hierónimo de Caranca, que trata de la Philosophia de las armas).


Las sombras de la tarde iban descendiendo muy lentamente sobre la estancia, saloncete, taller, estudio o lo que fuera. Por la encristalada claraboya no entraba ya sino una luz macilenta y vaga, que a duras penas conseguía alumbrar y dejar percibir el mueblaje, las cortinas, los objetos de arte distribuidos por las paredes. Una igualdad de tono gris, color de crepúsculo, identificaba la variadísima decoración del recinto, derramando en él misteriosa paz y melancolía que no dejaba de tener sus encantos peculiares.

Así lo creía el dueño y morador de la elegante cámara, Tirso Rojas, de los hombres más cultos que se gastan por aquí; lector, pensador y amigo de guardarse para sí pensamientos y lecturas, coleccionista sin manías ni pretensiones de poseer rarezas únicas, y sin embargo afortunado descubridor de unas cuantas piezas que harían reconcomerse de envidia a sus rivales en la tarea de recoger armas viejas y herrumbrosas. Porque las armas eran el capricho de Tirso, y las paredes de su estudio hallábanse convertidas en armería.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Volunto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sin darse cuenta de ello, naturalmente, Napoleón cometió una vez en su vida señalada imprudencia. La cosa ocurrió en España, donde bien pudiera decirse que no cometió esa sola el conquistador del mundo, siendo la primera y trascendental haberse metido en ratonera semejante.

Sin embargo, la imprudencia a que me refiero fue doblemente grave, amén de inexplicable, y sólo la excusa, o la excusaría ante la Historia, si la Historia la conociese, esa mágica y prestigiosa seguridad que tienen los grandes hombres de que el azar está en favor suyo, aun cuando en España bien pudo entender el héroe de Austerlitz que la suerte empezaba a cansarse de prodigarle caricias locas.


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Lo que los Reyes Traían

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El gran establecimiento de juguetería ostentaba por muestra una placa donde, de noche, en caracteres luminosos, leíase: Los Reyes Magos.

Desde que se acercaba la Navidad, los niños que transitaban por la populosa calle siempre querían detenerse ante el escaparate de Los Reyes Magos. En tal época lo presidían los propios Reyes, campeando en el sitio más visible, y arrancando al público, y no sólo al infantil, exclamaciones de admiración. No era para menos.

Bien modeladas las caras y cabezas, tenían esa expresión de realidad que hace a los muñecos parecer personas. Sus cabelleras y sus barbas eran de pelo natural; sus ojos de vidrio, en lo cual seguían una tradición de la vieja imaginería española. Y tan acabadamente estaban hechos esos ojos, que se les notaba el brillo húmedo y la mirada fascinadora de las pupilas humanas. Positivamente, los Reyes miraban a los niños pegados al escaparate, y, al juego de las luces eléctricas, hasta dijérase que les sonreían.

Estaban los Reyes fastuosa y orientalmente vestidos, de brocados de oro y plata, bordados de imitación de perlas y piedras preciosas, y detrás de los tres figurones, tres dromedarios erguían sus jorobas, sostén de una canasta llena de juguetes llamativos: arlequines, mamarrachillos guiñolescos, pierrots pálidos, muñecas pelirrubias, bebés llorantes y con su biberón al lado, perrillos, cuyas lanas eran auténticas, y enfermeritas con sus tocas, donde sangraba la roja cruz.


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Maleficio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados: unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.

La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta, y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.

Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés» fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.


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Testigo Irrecusable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La encontré —dijo Gil Antúnez— en una situación tan triste, que mi amor se fundó en la piedad. Su familia la torturaba para que se prestase a combinaciones indignas. Y, si he de ser justo, ella resistía con heroísmo. El viejo que visitaba la casa, atraído por la belleza vernal de la niña, recibió de ella tales sofiones, que no volvió.

Empecé a interesarme, y un día, cuando ya quiso buenamente (sólo así la hubiese aceptado) la instalé en un pisito que amueblé y decoré con elegancia. Me complací en consultarla para todo, y observé que tenía un buen gusto natural, un innato sentido de la belleza. Le revelé el encanto de las flores que pueden vivir bajo techado, y el de las que se enraman en los balcones, y la magia de las lucientes porcelanas y las telas flexibles, de pliegues delicados, y el deslumbramiento de las gotas de brillantes colgando de la oreja diminuta, y la caricia del hilo de perlas sobre el raso de la tabla del pecho. Gracias a mí, sus oídos se inundaron de música, en el Teatro Real y en los conciertos, y su vista gozó de las playas orladas de espuma y de los bosques rumorosos, cuando la hube enviado a veranear, porque la encontraba paliducha y decaída. Como cuidaría a una hija un padre, o a la hermanilla el hermano mayor, pensé en su salud, me preocupé de rehacerle un cuerpo robusto y una tez de arrebol, unos ojos húmedos y brillantes, una boca carnosa, de coral vivo, un reír alegre, un apetito normal y despierto. Le di a conocer sabores gustosos; hice abrir para ella el nácar de la ostra y tajar el vivo limón y aderezar la becada con su propio hígado, y la enseñé a estimar el negro perfumado de la trufa, el oro claro de los vinos ligeros, el espumar del Pomery. Y ella repetía, constantemente, que me debía cuanto era, su felicidad, su inteligencia misma; que yo podía pedirle sangre, y que se abriría la vena del brazo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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