Textos más populares esta semana disponibles publicados el 10 de mayo de 2021 | pág. 3

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textos disponibles fecha: 10-05-2021


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Las Caras

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al divisar, desde el tren, de bruces en la ventanilla, las torres barrocas de Santa María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido, el corazón del viajero trepidó con violencia, sus manos se enfriaron. El tiempo transcurrido desapareció, y la sensibilidad juvenil resurgió impetuosa.

Eran las torres «únicas» de aquella «única» iglesia en que el sacristán la había permitido repicar las campanas, admirar los nidos de las cigüeñas emigradoras y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto pasamano, y mirando sin vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo y luminoso de la plaza embaldosada, a cuarenta metros bajo sus pies.

Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar plantas y robar flores, y las calles y callejas tortuosas, los esconces sombríos de las plazoletas, hasta las innobles estercoleras, secularmente deshonradoras de la tapia del Mercado, le poblaban el alma de gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades y regocijos se funden en armonías de saudades…

Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose con la vista los lugares, anticipando la impresión infinitamente más fuerte y honda de la primera cara conocida… Una de esas caras inconfundibles, distintas de las demás que andan por el mundo, ya que en ella hemos puesto lo íntimo de nuestro yo… Caras de compañeros de juegos y diabluras, caras de parientes formales y babodos que regalan juguetes y chupandinas, caras de maestros cuyas reprimendas y castigos son sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en quienes encarnaron los primeros ensueños, nada inmateriales, de la pubertad… Caras, caras… En algunas caras se resume toda vida de hombre.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Sor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al salir de la iglesia, antes de regresar a casa, almorzar y cambiarse de traje para emprender el camino de Lisboa, donde pasarían la primera quincena de luna de miel, los novios se dirigieron en coche al Asilo–Escuela de párvulos. Querían despedirse de sor Marcela, hermana de la novia… y de la Caridad.

Cuando sor Marcela entró en el locutorio y se abrazó a su hermana, el contraste fue vivo y curioso. Contra el burel y el algodón de ropaje y delantal, el raso blanco de la nupcial toilette; contra la toca almidonada y tiesa, el delicado tul de velo y los nítidos azahares de la corona. Las figuras contrastaban no menos que los trajes. Clara, la novia, una mujerona basta, ya algo ajamonada a los veintiséis, de protuberantes curvas y cutis encendido; Marcela, la sor, una criatura delgada y menuda, un delicioso semblante infantil, que alumbraban ojos negros de ricas pestañas y dientes cristalinos en una boca inocente y fresca, como vaso lleno de agua pura. Exclamaciones de asombro y alegría salían de los labios de sor Marcela, que alababa y admiraba todo: el vestido de boda, las joyas, la corona de azahar, el devocionario de marfil, los zapatos de seda…

—¡Jesús mío, Dios! ¡Si pareces una imagen! ¡Ay, qué cosas tan hermosas traes encima! ¡Y tu esposo… qué guapo está! ¡La Virgen vaya con vosotros!


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Manga

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nati terminó, ante el modesto armario de luna, su tocado y sus aprestos de coquetería. La tarea de prender el sombrero no fue corta. Era uno de esos sombreros inconmensurables que son el encanto, el susto y la ruina de una familia burguesa durante una estación. Había costado ciento diez pesetas redondas, y esa suma, para los padres, representaba no escasas privaciones, un desequilibrio en el presupuesto, la supresión, durante dos meses, del plato de carne en la cena, sustituido por un guisado de patatas o unos panchos fritos.

¡Paciencia! No se podía prescindir de que «la niña» luciese el sombrero que impone forzosamente la moda, y que, en este año de gracia, ha pegado un salto desde los precios admisibles de ocho y diez duros, hasta los de veinte como mínimum. ¿Quién cuenta con eso, vamos a ver? Porque nada ha subido tan sensiblemente: si los comestibles encarecen, no hasta tal punto; suben anualmente, de un modo imperceptible, mientras el sombrero se lanza en vertiginoso arranque... Y, al cabo, de comer se prescinde, no de golpe..., pero vamos, así, poquito a poco —en relación con la carestía de los comestibles—; pero el sombrero es lo sacrosanto. Cuando una muchacha tiene veintiocho años ya, palmito muy celebrado, está llamando la atención en un pueblo donde acaba de llegar su padre a desempeñar un empleo, y espera fundadamente el fénix matrimonial, cazable con la liga de ese artefacto que, bajo sus alas enormes, presta a la señorita honrada la provocación atractiva de las cupletistas y las cocotas en los grandes casinos internacionales.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Rabeno

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Habiendo dejado el coche como a un kilómetro de la casa de campo, el doctor siguió su camino, a pie, casi satisfecho de que no llegase la carretera hasta el domicilio del cliente. La mañana de otoño era tan primorosa; el sol brillaba con tal dulzura, con el relucir pálido de un disco de oro acabado de bruñir; el aire tenía una elasticidad tan suave, y los matorrales estaban de tal modo engalanados con la maraña carmesí de las barbas de capuchino, que el paseíllo, lejos de molestar, era un tónico.

«Don Agustín tendrá lo de costumbre —pensaba el médico—. Su ataque de reúma, con las primeras humedades… ¡Pchs!…».

Al meterse en la senda, donde revuelve y se alza el crucero, todo recubierto de viejo liquen de oro, una mocita aldeana, muy joven, salió de una casucha, llevando en la cabeza, en equilibrio, un cesto. El chillido que exhaló al ver al doctor y el esguince de espanto fueron como de acosada alimaña que se ve ya en poder de sus enemigos, y el cesto cayó al suelo aparatosamente. Y como el doctor tratase de socorrer a la chiquilla, la vio, trémula, arrodillarse, alzando las manos.

—Pero ¿qué te pasa, rapaciña? ¡Y es bonita la condenada! ¡Arriba, que no te hago daño, tonta! ¡Válgame Dios, mujer! ¡El cesto era de huevos!

La inmensa tortilla extendíase por el sendero, tiñéndolo, mitad de oro vivo y mitad de mucosidades transparentes. Y, al perder el miedo, la moza se dio a llorar la pérdida.

—¡Ay, ay, ay! ¡Desdichadiña de mí!

—¡Ea —ordenó el doctor, entre divertido e impaciente—, a recoger los que quedaron sanos, y a consolarse!… ¿Adónde ibas tú con esos huevos, mujer?

—Perto de don Agustín… Encargómelos la cocinera aiernoche…

—Yo también voy a casa de don Agustín. Soy el médico, que no soy ningún ladrón ni un pillo, ¿entiendes? Y te acompaño. Toma para la pérdida.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Los Novios de Pastaflora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tres años hacía que estaban «en relaciones» y todavía no hablaban de casarse. La gente, de continuo, anunciaba la boda «para el mes que viene», «para la entrada del invierno», «para las ferias». Y transcurría el mes, y el invierno, y la primavera, y el verano, y el tiempo corría, y no parecía que se pensase en dar al amor su corona de flores… o de espinas, que eso está por averiguar.

Y, sin embargo, nadie ni nada lo impedía. No existían obstáculos entre los enamorados; no había oposición de familia, ni dificultades de dinero, ni de salud, ni diferencias de clase social, ni aun de gustos y aficiones. Pareja mejor combinada no se encontraría fácilmente. Las vejezuelas del barrio decían que el señorito Andrés y la señorita Matilde eran nacidos el uno para el otro, y que, desde el cielo, algún santo les había puesto en contacto para que las dos mitades de una naranja no anduviesen sueltas por el mundo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Turquesa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel agregado a la Embajada rusa en París era un tipo de raza. Su rostro tenía una figura que recordaba, no la del corazón tal cual es, sino como suelen pintarlo: exageradamente ancho en la frente y los salientes pómulos, acababa en punta, con una barba color de venturina, ensortijada en rizos menudísimos, donde la luz encendía toques de oro rojo. Sus pupilas verdosas, por lo general dormidas en una especie de ensueño amodorrado, de súbito fulguraban. Sus manos largas y de afilados dedos daban tormento al cigarrillo, que no se le caía de la boca, turco, de larga boquilla y saturado de opio.

Con un eslavo tan típico, genuino —por consiguiente, civilizado sólo por fuera, en la superficie—, se puede hablar de religión. Las almas de estos bárbaros están todavía impregnadas de esencia de nardo espique; el pomo de Magdalena las perfuma. El misticismo es allí producto natural de la tierra; no escuela literaria, como en Francia, ni pasión política y disciplina social, como ha venido a ser en otros países latinos. La burla ininteligente del racionalismo no hallaba camino por entre los labios de mi amigo ruso, bien dibujados y sinuosos cual el de las antiguas iconas. Y lo que me agradaba en el trato del diplomático era eso precisamente: sintiéndome yo también de mi raza —pero de mi raza cuando sus energías sentimentales no se habían gastado—, podía con el joven diplomático hablar de muchas cosas inaccesibles a los volterianos sin ingenio y a los escépticos sin profundidad, que componen lo más visible de la pléyade intelectual.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Restorán

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El que atiende por este alias, sustitución del humilde nombre de Jacobo Expósito, es un golfo cuya edad no se aprecia a primera vista. Por el desarrollo representa de once a doce años lo más; pero si su cuerpo desmedrado parece de niño, sus facciones están ajadas por la miseria y su expresión es precozmente cauta y recelosa. Las criaturas desamparadas aprenden pronto la dura ley de la vida social; el candor de la infancia lo acaparan los ricos. Restorán no recordaba haber sido inocente.

Hay en Madrid gateras a quienes les sale el día bastante bien. Tienen una cara graciosa, un habla suelta, insinuante, labia, desparpajo; saben hacer útiles abriendo portezuelas, avisando simones o recogiendo el pañuelo que se cae; conocen el arte de mendigar, y cuando, al anochecer, repiten «con más hambre que un oso» o reclaman, cual si les debiese de derecho, la «perrilla». Ya en su mugrienta faltriquera danzan las monedas de cobre que les permitirán refocilarse en el bodegón de la calle de Toledo. Si, conmovidos por sus quejas famélicas, en vez de soltar dinero, los lleváis a una tienda y les compráis la libreta, diciéndoles majestuosamente: «Anda, hijo, come», es como si les dejaseis caer una teja de punta sobre la pelona. Lo que quieren es guita. Ya sabrán gastársela. Tanto para el guisote, tanto para el peñascaró, tanto para coser los zapatos, tanto para la partida de tute… El tabaco no entra en cuenta. Ahí están las colillas.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Mal de Ojo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aun sin pecar de timorato había motivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regatas, donde corría el equipo de la sociedad, y las señoras invitadas —lo mejor de la población— regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes sobre el agua oleosa y verde apenas picada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros —al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera— se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de emparedados frescos, y aprovechaban la ocasión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.

Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastantes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mimados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.

La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapalateo esparcía soplos salobres.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Mascarón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No quería señá Cipriana, la prendera, cerrar tan temprano aquel lunes del Carnaval. La prisa que le estaba dando la buena pieza de su sobrino, era «motivá» por las ganas de largarse al baile, a gastar las perras y volver, si a mano viene, con la crisma rota.

El lunes de Carnaval era la gran ocasión de alquilar los mantones que se ostentaban en el escaparate, y hasta las once y las doce estaban viniendo chulillas del barrio, modistas y ribeteadoras, a llevarse aquellos trapos castizos, donde pajarracos y floripondios desplegaban sus formas, sus asiáticos colorines. Noches semejantes engrosaban el cajón del mostrador, y después, el fajo de billetes que, ocultos por algún tiempo en el buró, salían luego para préstamos a rédito seriecito, del quince o del veinte.

Tanto, sin embargo, la mareó el sobrino, alborotado por el olor de juerga que exhalaba el barrio entero, las calles regadas de confeti, los chiquillos vestidos de demonios verdes, azotando a los transeúntes con el rabo, que acabó por decirle:

—¡Ay, hijo! No vayas a mal parirte. Cierra el escaparate, deja la puerta encajá, pa que si pasa alguna de ésas, sepa que velo… Y listo, en aeroplano, pa llegar más antes.

Por conciencia, el mozo avisó:

—No debía usté velar. Cierre pronto. No quea usté bien, así sola…

—No me come el coco. Sola está una por lo regular…

Sin meterse en más advertencias, el sobrino requirió capa y gorra, y salió, al paso elástico de los que van hacia su deseo.

La prendera se sentó en la tienda, en su rincón favorito, notando lo mal que alumbraba aquel día la luz eléctrica, y su fulgor pálido y extraño.

«Como encienden pa tanta fiesta y tanto bailoteo…», pensó.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Vergüenza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando se pasa una temporada en un pueblecillo de corto vecindario y se adquieren en él —a los dos días— esos amigos cordialotes y pegajosos, empeñados en identificar su vida con la nuestra, lo primero que averiguáis son las historias íntimas de las mujeres y los fregados y guisados políticos de los hombres. Cada amigote nuevo quisiera mostrarse mejor informado que los restantes, y vienen la exageración a recargar el relato… La exageración de lo conocido, porque, en el terreno de lo desconocido, la realidad suele dejarse atrás a los más fantásticos novelistas.

He notado también que si un pueblo no posee ni iglesias góticas, ni cuadros del Greco, ni escuelas fundadas por un filántropo, ni batalla dada en las cercanías, como en algo se ha de fundar el amor propio, el pueblo lo funda donde puede, y se jacta de poseer la vieja nonagenaria más carcomida, el bandido más jaque, el cura más integrista o el boticario más librepensador de la provincia entera. A menudo alábase un pueblo de encerrar en su recinto a la hembra más alegre de cascos, o a la más honesta y recatada; dijérase que ambos extremos envanecen por igual: es cuestión cuantitativa. Así, en el pueblecillo de Vilasanta del Maestre, donde me confinaron algún tiempo vicisitudes del Destino, preciábanse del pudor exaltado de cierta mujer a quien nadie veía sino en misa, y a quien me propuse conocer y tratar. El pueblo la llamaba Carmela la Vergonzosa, y atribuía a su vergüenza todas las desdichas de su vida frustrada.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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