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textos disponibles fecha: 14-11-2020


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Mansegura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva, acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante, ahuecando la voz, tomó la palabra.

—Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!

Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones. Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el bolsillo de la gabardina, murmuró:

—Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para...?

Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:

—¡A largas tierras, largos engaños! Si el Viajante no cierta a poner claro lo que es ese coche de Judas, vos lo aclararé yo, ¡careta!, vos lo aclararé yo. ¿Vístedes vos el camino de fierro?


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Madre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando me enseñaron a la condesa de Serená, no pude creer que aquella señora fuese, hará cosa de cinco años, una hermosura de esas que en la calle obligan a volver la cabeza y en los salones abren surco. La dama a quien vi con un niño en brazos y vigilando los juegos de otro, tenía el semblante enteramente desfigurado, monstruoso, surcado en todas direcciones por repugnantes cicatrices blancuzcas, sobre una tez denegrecida y amoratada; un ala de la nariz era distinta de la compañera, y hasta los últimos labios los afeaba profundo costurón. Solo los ojos persistían magníficamente bellos, grandes, rasgados, húmedos, negrísimos; pero si cabía compararlos al sol, sería al sol en el momento de iluminar una comarca devastada y esterilizada por la tormenta.

Noté que el amigo que nos acompañaba, al pasar por delante de la condesa, se quitó el sombrero hasta los pies y saludó como únicamente se saluda a las reinas o a las santas, y mientras dábamos vueltas por el paseo casi solitario, el mismo amigo me refirió la historia o leyenda de las cicatrices y de la perdida hermosura, bajando la voz siempre que nos acercábamos al banco que ocupaba la heroína del relato siguiente:

—La condesa de Serena se casó muy niña, y enviudó a los veintiún años, quedándole una hija, a la cual se consagró con devoción idolátrica.

La hija tenía la enfermiza constitución del padre, y la condesa pasó años de angustia cuidando a su Irene lo mismo que a planta delicada en invernadero. Y sucedió lo natural: Irene salió antojadiza, voluntariosa, exigente, convencida de que su capricho y su gusto eran lo único importante en la tierra.

Desde el primer año de viudez rodearon a la condesa los pretendientes, acudiendo al cebo de una beldad espléndida y un envidiable caudal. De la beldad podemos hablar los que la conocimos en todo su brillo y —¿a qué negarlo?— también suspiramos por ella.


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Inútil

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras sus amos y todos los demás servidores salían por la vetusta portalada tupida de hiedra, que ya encubría el blasón de los Valdelor, Carmelo, el mayordomo viejo, experimentaba el mismo recelo de costumbre, siempre que le dejaban así, guardando el pazo, solo, como se deja en un corral a un mastín desdentado y caduco. «¿Y si vienen?», pensaba, rumiando los noticierismos de tertulia aldeana en la cocina y en las deshojas de maíz.

La culpa de semejante caso teníala el capellán, su ocurrencia de largarse a Compostela a consultar con el sapientísimo médico Varela de Montes... Señores y criados se veían compelidos a oír la misa parroquial de Proenza, a dos leguas y media de Valdelor; toda una caminata por despeñaderos, para que, al fin, el abad, reñido de antiguo con don Ciprián de Valdelor por no sé qué cuestiones de límites de una heredad de patatas, alargase a propósito la misa a fuerza de plática y reponsos, con el fin de retrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarse ante el monumental cocido de mediodía. ¡Que se fastidiase! Y, adrede, el abad se eternizaba en los latines, recalcando, de un modo pedantesco por lo despacioso, los sacros textos. No es de extrañar que don Cipriano saliese hacia Proenza de humor perruno, al paso que su hija Ermitas iba jubilosa, a lomos de su pollina gris enjamugada de terciopelo granate y con frontelera de lucios cascabeles. Ermitas se reía en las narices de Carmelo, al mirarle tan cariacontecido.

—¿Qué es eso? Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y a qué tenemos miedo? ¿Al cocón? ¿Qué va a pasar a las diez de la mañana, con este sol de gloria? ¿Por qué no vienes también a Proenza?

Carmelo señalaba a sus piernas flojas, temblonas, de achacoso, y murmuraba:

—No hay ánimos... Está uno derreado... Y tampoco se podrá dejar la casa sin compaña ninguna.


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La Flor de la Salud

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No lo dude usted —declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda—. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método... sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza... y proponerle un acertijo...

—¿Higiénico?

—¡Botánico!

—¿Y quién era el enfermo?

—El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.

—¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo.

—El mismo efecto me produjo a mí —repuso el doctor—. Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.


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Los Padres del Santo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Usted cree que las almas están sujetas a leyes fisiológicas? —me preguntó el médico rancio y anticuado, de quien se burlaban sus jóvenes colegas—. ¿No le parecen mojigangas esas pretendidas leyes de la herencia, del atavismo y demás? ¿Usted supone que por fuerza, por fuerza, hemos de salir a la casta, como si fuésemos plantas o mariscos? Lo que caracteriza nuestra especie, a mi modo de ver, es la novedad de cada individuo que produce... Nacemos originales... Somos ejemplares variadísimos...

Cuando así hablaba, salíamos del hermoso soto de castaños que rodea la aldeíta de Illaos, y nos deteníamos al pie de uno, ya vetusto y carcomido, que sombreaba cierta casuca achaparrada y semirruinosa. A la puerta, un viejo trabajaba en fabricar zuecos de palo. Alzó la cabeza para saludarnos, y vimos un rostro de mico maligno, en que se pintaban a las claras la desconfianza, la truhanería y los instintos viciosos. En aquel mismo punto, una vieja de cara bestial, de recias formas, de saliente mandíbula y juanetudos pómulos, llegó cargada con un haz de tojo que porteaba en la horquilla, y que depositó sobre el montículo de estiércol, adorno del corral.

—Fíjese usted bien —advirtió el médico— en esta pareja. A él, por sus aficiones, le llaman el tío Juan del Aguardiente, y a ella la conocen todos por Bocarrachada (Bocarrota), porque dice cada cosaza que asusta; pero no crea usted que se contenta con decir; apenas nota que su marido hace eses, le mide las costillas con ese mismo horcado de cargar el tojo. Padre alcoholizado y madre feroz..., ya se sabe: la progenie, criminal, ¿no es eso?

Y como nos hubiésemos alejado algún tanto de la casucha, el médico añadió, hablando lentamente, para que produjesen mayor efecto sus palabras:

—Pues esos que acaba usted de ver... son el padre y la madre de un santo.

—¿De un santo? —repetí sin comprender bien.


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El Fondo del Alma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día era radiante. Sobre las márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el sol.

Y como el luminar iba picando más de lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo con los abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillo del país, de sidra achampañada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.

La jira se había arreglado en la tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las señoritas y señoritos que disfrutaban con el juego de la lotería y otras igualmente inocentes inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de expansión; paseo por el río, encantadores apartes entre las espesuras floridas de Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanin, perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina del arcipreste.

Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente: desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del apetito y sueño, pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!


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Ardid de Guerra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Aquellas elecciones iban a ser sonadas! Las de más sona desde hacía muchos años, y cuenta que el distrito de Eiguirey siempre da que hablar en casos tales. Pero acrecía la resonancia dramática del presente el que luchasen dos hermanos, últimos vástagos de la antigua estirpe de Landrey Lousada, el señorito Jacinto y el señorito Julián. Enemistados desde las partijas de la herencia paterna, enzarzados en interminable pleito, trababan ahora campal batalla en el terreno electoral. Jacinto representaba a los conservadores; Julián, al poder, a los fusionistas. El propio ministro de la Gobernación, llamando a su despacho al candidato, le había dirigido observaciones prudentes, y en vista de su decisión irrevocable, acabó por transigir. ¡Allá ellos, después de todo! ¡Que se matasen, si era capricho!

Y es que el odio aproxima como el amor; es que en el alma de los contrincantes hervía el impulso del encuentro cuerpo a cuerpo y cara a cara (el montielismo, decía Raide, médico rural muy leído y muy diserto). La vanidad también los inducía a disputarse a Eiguirey; ahora que no existen vínculos ni mayorazgos, con igual derecho podían ocupar la cabecera del banco de roble de su capilla en la iglesia parroquial, donde, sobre ennegrecidas piedras, se inscriben, en letras góticas, los foros de la familia. ¿Acaso el pazo, el destartalado caserón, con su torre aún erguida, su escudo rudimentario, sus balcones de hierro atacados por el orín, su aspecto de majestad caduca; acaso aquella residencia secular, testigo del dominio de los Landrey, no estaba también en litigio? ¿Sabía alguien si se lo llevaría el mayor o el menor? Lo decidirían los jueces; pero el resultado de las elecciones, ¡calcule usted si pesaría en el desenlace de la cuestión! La telaraña de influencias entretejida alrededor del importante asunto tendía sus hilos por el campo de la política; ninguno de los dos Landrey podía retroceder una pulgada.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Curado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al salir el médico rural, bien arropado en su capote porque diluviaba; al afianzarle el estribo para que montase en su jaco, la mujerona lloraba como una Magdalena. ¡Ay de Dios, que tenían en la casa la muerte! ¡De qué valía tanta medicina, cuatro pesos gastados en cosas de la botica! ¡Y a más el otro peso en una misa al glorioso San Mamed, a ver si hacía un milagriño!

El enfermo, cada día a peor, a peor... Se abría a vómitos. No guardaba en el cuerpo migaja que le diesen; era una compasión haber cocido para eso la sustancia, haber retorcido el pescuezo a la gallina negra, tan hermosa, ¡con una enjundia!, y haber comprado en Areal una libra entera de chocolate, ocho reales que embolsó el ladrón del Bonito, el del almacén... Ende sanando, bien empleado todo..., a vender la camisa!... pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrir los ojos!... ¡Y era el hijo mayor, el que trabajaba el lugar! ¡Los otros, unos rapaces que cabían bajo una cesta! ¡El padre, en América, sin escribir nunca! ¡Qué iba a ser de todos! ¡A los caminos, a pedir limosna!

Secándose las lágrimas con el dorso de la negra y callosa mano, la mujerona entró, cerró la cancilla, no sin arrojar una mirada de odio al médico que, indiferente, se alejaba al trotecillo animado de su yegua. Estaban arrendados con él, según la costumbre aldeana, por un ferrado de trigo anual; no costaban nada sus visitas..., pero, ¡cata!, ellos se hermanan con el boticario, recetan y recetan, cobran la mitad, si cuadra..., ¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre! Y allí, sobre la artesa mugrienta, otro papel, otra recitiña, que sabe Dios lo que importaría, además del viaje a Areal, rompiendo zapatos y mojándose hasta los huesos.


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Cuesta Abajo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando con una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por primera vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.

Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los ladridos del mastín de la taberna.

—¿D'ónde eres? —preguntó él, así que logró antecoger al marranito.

Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.

—De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?

—De Las Morlas.

—¿Cara a Areal?

—Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.

—Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.

—¡Por muchos años! —exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.

—¿Cómo te llamas, rapaza?

—Margaridiña.

—Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? —añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.

—Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de la mala envidia, amén.


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La Capitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquellos que consideran a la mujer un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos de la escribanía de actuaciones, sino la realidad palpitante y viva.

Manceba, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla.

Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado calañés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.


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