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textos disponibles fecha: 14-11-2020


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El Milagro del Hermanuco

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Para contrastes, el de la comunidad de Recoletas de Marineda con su hermanuco, donado o sacristán, que no sé a punto cierto cuál de estos nombres le cae mejor.

Son las Recoletas de Marineda ejemplo de austeridad monástica; gastan camisa de estameña; comen de vigilia todo el año; se acuestan en el suelo, sobre las losas húmedas, con una piedra por almohada; se disciplinan cruelmente; se levantan a las tres de la mañana para orar en el coro; hablan al través de doble reja y un velo tupido; para consultar con el médico no descubren la cara, y son tan pobres, que los republicanos carniceros o polleros del mercado y las lengüilargas verduleras, al ver pasar al hermanuco con la cesta, deslizan en ella el pedazo de vaca, el par de huevos, la patata, el cuarto de gallina, el torrezno, diciendo expresivamente: «Que sea para las madres, ¿eh?; para las enfermas.» Porque saben que siempre hay en la enfermería dos o tres recoletas, lo menos, y que si no lo reciben de limosna, no tendrían caldo, pues ni la regla ni la necesidad les permiten salir de bacalao y sardina.

No quedaban tranquilas, sin embargo, las caritativas verduleras, y lo probaba lo recalcado de la frase: «Que sea para las madres, ¿eh?» Porque así como se figuraban a las recoletas escuálidas, magras, amarillas y puntiagudas, así veían de rechoncho, barrigón, coloradote y enjundioso al donado.

Constábales, además —y a alguna por experiencia—, que el ejemplo de las madres surtía en el donado efectos contraproducentes, y que tanto cuanto eran las madres de castísimas, humildes, ayunadoras y sufridoras, era el donado... de todos los vicios opuestos a estas virtudes. No obstante, su humor jovial y bufonesco, sus cuentos verdes, sus equívocos, sus dicharachos, sus sátiras, le habían granjeado cierta popularidad en puestos y tenduchos.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cruz Roja

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En pintoresco caminito de aldea, no lejos de la costa, hay un sitio que siempre tuvo el privilegio de fijar mi atención y de sugerirme ideas románticas. Aquel nogal secular, inmenso, de tronco fulminado por el rayo; aquel crucero de piedra, revestido de musgo, de gradas rotas, casi cubiertas por ortigas y zarzas; y, por último, en especial, aquel caserón vetusto de ventanas desquiciadas y sin vidrios, que el viento zapateaba, y que tenía sobre la puerta, ya revestida de telarañas, fatídica señal: una cruz trazada en rojo color, parecida a una marca sangrienta...

¿Quién habría plantado el nogal, erigido el crucero y habitado la casa? ¿Quién estamparía en su fachada la huella de sangre? ¿Qué drama oscuro y misterioso se desarrolló entre aquellas cuatro paredes, o a la sombra de aquel nogal maldito, o al pie del signo de nuestra redención? ¿Por qué nadie vivía ya en el siniestro edificio, y cómo su actual dueño la dejaba pudrirse y desmoronarse, si no era que el recuerdo de la desconocida tragedia le erizaba el cabello, impulsándole a huir de tan funestos lugares?

Solíamos pasar ante la casa muy de prisa, a caballo, de vuelta de alguna excursión, y nunca se veía por allí alma viviente a quien preguntar. En las aldeas vecinas tampoco dí con persona que supiese nada positivo de la roja cruz. Solo conseguí respuestas reticentes, movimientos de cabeza significativos, indicaciones vagas: la casa llevaba su estigma; a la casa no convenía acercarse. ¿Por qué? Sobre esto, chitón. Estaba deshabitada desde hacía veinticinco años lo menos; nadie supo decirme el nombre ni la condición de sus últimos moradores. Ni siquiera averigüé quién la poseía en la actualidad. Llegué a creer que todo lo concerniente a la ruinosa casa estaba envuelto en densas tinieblas.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Ruido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Camilo de Lelis había conseguido disfrutar la mayor parte de los bienes a que se aspira en el mundo y que suelen ambicionar los hombres. Dueño de saneado caudal, bien visto en sociedad por sus escogidas relaciones y aristocrática parentela, mimado de las damas, indicado ya para un puesto político, se reveló a los veintiséis años poeta selecto, de esos que riman contados perfectísimos renglones y con ellos se ganan la calurosa aprobación de los inteligentes, la admirativa efusión del vulgo y hasta el venenoso homenaje de la envidia. Sobre la cabeza privilegiada de Camilo derramó la celebridad su ungüento de nardo, y halagüeño murmullo acogió su nombre dondequiera que se pronunciaba. Abríase ante Camilo horizonte claro y extenso; la única nubecilla que en él se divisaba era tamaña como una lenteja. No obstante, el marino práctico la llamaría anuncio de tempestad.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Paloma Negra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sobre el cielo, de un azul turquí resplandeciente, se agrupaban nubes cirrosas, de topacio y carmín, que el sol, antes de ocultarse detrás del escueto perfil de la cordillera líbica, tiñe e inflama con tonos de incendio. Ni un soplo de aire estremece las ramas de los espinos; parecen arbustos de metal, y el desierto de arena se extiende como playazo amarillento, sin fin.

Los solitarios, que ya han rezado las oraciones vespertinas, entretejido buen pedazo de estera y paseado lentamente desde el oasis al montecillo, rodean ahora al santo monje del monasterio de Tabenas, su director espiritual, el que vino a instruirlos en vida penitente y meritoria a los ojos de Dios. De él han aprendido a dormir sobre guijarros, a levantarse con el alba, a castigar la gula con el ayuno, a sustentarse de un puñado de hierbas sazonadas con ceniza, a usar el áspero cilicio, a disciplinarse con correas de piel de onagro y permanecer horas enteras inmóviles sobre la estela de granito, con los brazos en cruz y todo el peso del cuerpo gravitando sobre una pierna. De él reciben también el consuelo y el valor que exigen tan recias mortificaciones: él, a la hora melancólica del anochecer, cuando el enemigo ronda entre las tinieblas, los entretiene y reanima contándoles doradas y dulces historias y hablándoles del fervor de las patricias romanas, que se retiraron al monte Aventino para cultivar dos virtudes: la castidad y la limosna. Al oír estos prodigios del amor divinal, los solitarios olvidan la tristeza, y la concupiscencia, domada, lanza espumarajos por sus fauces de dragón.

Pendientes de la palabra del santo monje, los solitarios no advierten que una aparición, bien extraña en el desierto, baja del montecillo y se les aproxima. Una carcajada fresca, argentina y musical como un arpegio, los hace saltar atónitos. Quien se ríe es una hermosa mujer.


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Linda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Después de una larga carrera literaria de trabajo y lucha, Argimiro Rosa no había conseguido, ya no digamos la gloria, ni siquiera asegurar el cotidiano sustento. La extrañeza de su nombre y apellido, que juntos parecían formar caprichoso seudónimo, le fue útil al principio, en esos años juveniles en que brotan reputaciones efímeras, pronto derrocadas, si no descansan en merecimientos positivos. Las primeras poesías y artículos inocentes de Argimiro Rosa se leyeron con cierto interés, y quedó en la memoria de muchos el eco de tan raro nombre. «¡Argimiro Rosa! —decían vagamente—. ¡Argimiro Rosa! Sí, sí, ya caigo... Aguarde usted... En el Semanario..., en el Museo de las familias... En fin, no sé. Debe de ser de aquellos románticos melenudos.»


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Montero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella noche, la roja Sabel —la mujer de Juan Mouro, el montero de la Arestía— notó algo extraño en aquella actitud de su marido, cuando este regresó del trabajo, negras las manos de la pólvora de los barrenos, y enredados en el grueso terciopelo de su chaqueta pequeños fragmentos graníticos.

—Mi hombre, la cena está lista —advirtió Sabel cariñosamente—. Hay un pote tan cocidito que da gloria. He mercado vino nuevo, y te he puesto una tartera de bacalao gobernado con patatas. ¡Siéntate, mi hombre, y a comer como el rey!

El montero no respondió. Soltó la herramienta en un ángulo de la cocina, acomodóse cerca de la lumbre, y sacando la petaca de cuero, amasó un golpe de tabaco picado entre las palmas de las manos. Lió después el pitillo, y lo encendió y chupó, sin desarrugar el entrecejo un instante, torvo y sombrío, fija la vista en el suelo. Sabel, con solicitud, porfió:

—Llégate a la artesa, mi hombre... Te voy a echar el caldo en la cunca... Mira cómo resciende.

Siempre enfurruñado, Juan Mouro tiró la colilla y se acercó a la artesa, cuya tapa bruñida y negruzca servía de mesa de comedor. Sabel le sirvió el espeso caldo de berzas y unto, observándole con el rabillo del ojo y esperando la confidencia, que no podía faltar. El montero y su mujer se entendían muy bien: ella afanándose en la casa, él bregando en la cantera de la Arestía, extrayendo piedra y más piedra, unidos por el deseo de juntar para adquirir el gran pedazo de sembradura que se extendía al norte de su vivienda y la mancha de castaños adyacentes. Jóvenes aún, se amaban a su manera, con sanas y rudas caricias, y ponían en común las aspiraciones limitadas y tercas del humilde. Así es que Sabel aguardaba, mientras su marido se saciaba, ávidamente, como hombre rendido que repara sus fuerzas. Y así que la satisfacción de la necesidad le produjo bienestar, reventó el embuchado.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Tornado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre las caras aldeanas, a la salida de misa, se destacaba siempre para mí, con relieve especial, la de un presbítero, que era aldeana, por las líneas y no por la expresión. Las caras no van más allá que las almas, y es el alma lo que se revela en los rasgos, en el pliegue de la boca, en la luz de los ojos. Aquel cura, arrinconado en la montaña, no sé qué presentaba en su fisonomía de resuelto y de advertido, de dolorido y de resignado, que me advirtieron, sin necesidad de preguntar a nadie, que tenía un pasado distinto del de sus congéneres de misa y olla, los cuales, desde el seminario, se habían venido a la parroquia, a no conocer más emociones que las del día de la fiesta del Patrón o las de la pastoral visita.

Habiéndole manifestado mi curiosidad al señorito de Limioso, se echó a reír a la sombra de sus bigotes lacios.

—Pues apenas se alegrará Herves cuando sepa que usted quiere oírle la historia... Como que los demás ya le tenemos prohibido que nos la encaje... Solo se la aguantamos una vez al año, o antes si hay peligro de muerte...

Convenido; vendría el cura aquella tarde misma. Le esperé recostado en un banco de vieja piedra granítica, todo rebordado de musgos de colores. Hacía frío, y el paisaje limitado, montañoso, tenía la severidad triste del invierno que se acercaba. Uno de esos pájaros que se rezagan y todavía se creen en tiempo oportuno de amar y sentir, cantaba entre las ramas del limonero añoso, al amparo de su perfumado y nupcial follaje perenne. En las vides no quedaban sino hojas rojas, sujetas por milagro y ya deseosas de soltarse y pagar su tributo a la ley de Naturaleza.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Sino

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Durante las largas travesías —y lo era realmente aquella de Lisboa a Río de Janeiro, en un barco de muy medianas condiciones— se forman, involuntariamente, roto el hielo de las primeras horas y vencidas las congojas primeras del mareo, lazos de unión que, creando amistades pasajeras, con apariencia de profundas, ayudan a entretener el tedio de las horas en que no se sabe materialmente qué hacer.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Dalinda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¡A echar el mantel bueno! —ordenó el mesonero de Cebre a la moza entrada a su servicio la víspera—. Nos están ahí los señoritos de Ramidor, y han de querer almorzar de lo mejorcito. Largay al puchero chorizos gordos... ¡Menéate!

Llegaban, en efecto, los señoritos, levantando polvareda, al trote picado de sus caballejos del país, y precedidos de alegre repiqueteo de cascabeles y ladridos atronadores de perros de caza. En el mesón estaban hartos de conocer a don Camilo, el mayorazgo; al segundón, don Juanito; pero les sorprendió y llenó de curiosidad la presencia de un caballero guapo, con ropa lucida, polainas de cuero crujiente y cinturón-canana avellano, flamante, sin la capa de mugre negruzca que cubría los arreos cinegéticos de los señoritos de Ramidor. Tiempo le faltó a la mesonera para interrogar a Diaño —el criado que porteaba un saco de perdices muertas a perdigonadas—. Y Diaño dijo que el forastero era un señorito de Madrid que estaba pasando temporada con don Camilo; que se llamaba don Mariano, y que era —no despreciando a nadie— muy llano y muy habladero; que daba conversa a todo el mundo, y a las rapazas —¡San Cebrián bendito!— las repicaba como si fueran panderetas...

—Sobre la mesa, tendido ya el mantel blanquísimo, disponía la moza pan de mollete, platos vidriados, tenedores de peltre y jarrillas para el vino picón, prescindiendo de vasos para el agua, porque no suelen gastarla los cazadores.

—Estos, aureolados ya por el humo de sus cigarros, sentados a horcajadas, se fijaron en la muchacha que ponía el cubierto. Era una niña casi, vestida de luto pobre, dividido en dos trenzas el hermoso pelo rubio; finita de facciones y con boca de capullo de rosa, menuda y turgente, hinchada de vida. Juanito Ramidor, el más joven de los cazadores, extendió la mano y ciñó el talle estrecho de la sirviente. Ella saltó hacia atrás, y hasta la frente se le puso bermeja.


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Sedano

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Dos años hacía que despachábamos juntos en la misma oficina, mesa con mesa, y aún no había yo podido averiguar gran cosa respecto al buen Sedano, viejecillo flaco, temblón, de labio colgante, con los ojos siempre turbios y húmedos, pero tan exacto, tan asiduo, tan formal, tan complaciente hasta con el último meritorio —con el público no hay que decir— que se le tenía por un infelizote de esos que provocan a risa. Era el viejo, a no dudarlo, lo que yo llamaría un humillado y un vencido; hombre que de plano y en conciencia se juzga inferior a los demás, y pide con su actitud que se le conserve de limosna el último puesto que ocupa en el indigesto y mezquino banquete de la vida.

Aficionado a los pobres de espíritu —que en compensación de la servidumbre de aquí abajo poseerán el reino de allá arriba—, me declaré amigote de Sedano. A la salida de la oficina le acompañaba hasta su casa, le daba consejos, le regalaba cigarros y solía convidarle a una taza de café y a una copita de licor de damas —curaçao, kumme o Marie Brizard—. Estos obsequios me conquistaron una gratitud tan desproporcionada a su importancia y valor, que, a la verdad, me confundía y casi diré que me atosigaba; sí, me atosigaba, conmoviéndome un poco..., pero el tósigo se sobreponía a la emoción dulce. ¿No es cierto, lector, que existe en nosotros un pudor de alma que nos hace pesado el excesivo agradecimiento? ¿No es verdad que la mansedumbre y la modestia, en grado tan alto, nos cohíben y hasta nos abochornan?

—Sedano —le dije un día para desviar la conversación del terreno del reconocimiento—, cuénteme usted su vida y milagros. ¿Es usted soltero, casado, viudo? He oído que tiene usted una hija no sé dónde. Ea, a hacer confesión general.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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