Aquel día un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un
peregrino, quizás un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos
álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de
soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde
las altas columnas, los hermosos frisos, las cúpulas doradas,
reciben la caricia pálida del sol moribundo.
Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios
de la riqueza, rostros de mujeres gallardas y de niños
encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines,
grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban
acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en
los grandes salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de
oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de
campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como
una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre orintal hace
vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego las lunas
venecianas, los palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos,
y el piano negro y abierto, que ríe mostrando sus teclas como una
linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas
profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más
allá el cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma
Durand o Bonnat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado
parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce
desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y más
allá…
* * *
( Muere la tarde.
Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado,
negro y rojo. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la
mansión, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su
hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de
fusta arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche
).
* * *
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