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textos disponibles fecha: 19-12-2020


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La Moza del Gobierno

Ricardo Palma


Cuento


Carolina L. .. era, en 1861, una guapa hembra y por la que el Presidente de la República, el gran mariscal don Ramón Castilla, se desmerecía como un cadete. Con frecuencia y de tapadillo, como se dice, iba después de las once de la noche a visitarla, siendo notorio que su excelencia era el pagano que, sin tacañería, cuidaba del boato de la dama.

El mariscal tenía, por entonces, sesenta y cuatro agostos, pues nació en 1797, y aún parecía hombre sano y enterote; algo debió influir la edad, para que Carolina anhelara las caricias de un joven, con vigor, para registrarla bien los riñones de la concha, cucaracha o como la llamen ustedes.

Víctor Proaño, que con el tiempo llegó a ser general de brigada, en la vecina república del Ecuador y que desde 1860 residía en Lima, en la condición de proscrito, era mozo gallardo y emprendedor y con pujanza para metérselo a un loro por el pico. Demás está añadir que no fue para él asco de iglesia la conquista de Carolina.

Al cabo llegó a noticias del mariscal, de que cuando él, después de las doce, se retiraba de casa de su maitresse, volvía a abrirse la puerta para dar entrada a otro hombre que no iría, por cierto, a rezar vísperas sino completas con Carolina.

Una noche, al aproximarse Proaño a la casa, le echaron zarpa encima tres embozados de Ia policía, lo enjaularon en un coche, lo condujeron al Callao y lo embarcaron en el vapor que a las dos de la tarde zarpaba para Valparaíso. A Proaño le dijo el comandante Vaquero, que era el jefe de los esbirros, que el gobierno lo desterraba por conspirador; un pretexto, como otro cualquiera, para alejar estorbos.

Es entendido que la dama se defendió como pudo ante don Ramón y que continuó en buen predicamento con él, que acaso en sus adentros murmuraba:


Me dices que eres honrada,
Así lo son las gallinas
Que cacarean, no quiero...
Y tienen al gallo encima.
 


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Rudamente, Pulidamente, Mañosamente

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del virrey amat

I. En que el lector hace conocimiento con una hembra del coco, de Rechupete y Tilín

Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe y rasga, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocita del tecum y de las que se amarran la liga encima de la rodilla. Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, color sonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo, nariz de escribano por lo picaresca, labios retozones, y una tabla de pecho como para asirse de ella un náufrago, tal era en compendio la muchacha. Añádase a estas perfecciones brevísimo pie, torneada pantorrilla, cintura estrecha, aire de taco y sandunguero, de esos que hacen estremecer hasta a los muertos del campo santo. La moza, en fin, no era boccato di cardinale, sino boccato de concilio ecuménico.

Paréceme que con el retrato basta y sobra para esperar mucho de esa pieza de tela emplástica, que

era como el canario
que va y se baña,
y luego se sacude
con arte y maña.

Leonorcica, para colmo de venturanza, era casada con un honradísimo pulpero español, más bruto que el que asó la manteca, y a la vez más manso que todos los carneros juntos de la cristiandad y morería. El pobrete no sabía otra cosa que aguar el vino, vender gato por liebre y ganar en su comercio muy buenos cuartos, que su bellaca mujer se encargaba de gastar bonitamente en cintajos y faralares, no para más encariñar a su cónyuge, sino para engatusar a los oficiales de los regimientos del rey. A la chica, que de suyo era tornadiza, la había agarrado el diablo por la, milicia y... ¡échele usted un galgo a su honestidad! Con razón decía uno:—Algo tendrá, el matrimonio, cuando necesita bendición de cura.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Niña del Antojo

Ricardo Palma


Cuento


Generalizada creencia era entre nuestros abuelos que a las mujeres encintas debía complacerse aún en sus más extravagantes caprichos. Oponerse a ellos equivalía a malograr obra hecha. Y los discípulos de Galeno eran los que más contribuían a vigorizar esa opinión, si hemos de dar crédito a muchas tesis o disertaciones médicas, que impresas en Lima, en diversos años, se encuentran reunidas en el tomo XXIX de Papeles varios de la Biblioteca Nacional.

Las mujeres de suyo son curiosas, y bastaba que les estuviese vedado entrar en claustros para que todas se desviviesen por pasear conventos. No había, pues, en el siglo pasado limeña que no los hubiese recorrido desde la celda del prior o abadesa hasta la cocina.

Tan luego como en la familia se presentaba hija de Eva en estado interesante, las hermanitas, amigas y hasta las criadas se echaban a arreglar programa para un mes de romería por los conventos. Y la mejor mañana se aparecían diez o doce tapadas a la portería de San Francisco, por ejemplo, y la más vivaracha de ellas decía, dirigiéndose al lego portero:

—¡Ave María purísima!

—Sin pecado concebida. ¿Qué se ofrece, hermanitas?

—Que vaya usted donde el reverendo padre guardián y le diga que esta niña, como a la vista está, se encuentra abultadita, que se le ha antojado pasear el convento, y que nosotras venimos acompañándola por si le sucede un trabajo.

—¡Pero tantas!...—murmuraba el lego entre dientes.

—Todas somos de la familia: esta buena moza es su tía carnal; estas dos son sus hermanas, que en la cara se les conoce; estas tres gordinfloncitas son sus primas por parte de madre; yo y esta borradita, sus sobrinas, aunque no lo parezcamos; la de más allá, esa negra chicharrona, es la mama que la crió; ésta es su...

—Basta, basta con la parentela, que es larguita—interrumpía el lego sonriendo.


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Las Golondrinas

Teodoro Baró


Cuento infantil


Las golondrinas aparecieron en el horizonte, se fueron acercando y comenzaron a describir círculos por encima de la casa de Isidro. Luego su vuelo fue vertiginoso; unas veces se elevaban más rápidas que una saeta, otras se dejaban caer como plomo, y al rozar la hierba se deslizaban por encima del prado con loca velocidad, tocando las florecillas con la punta de sus alas y cantando:


¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!
¡El buen tiempo ya está aquí!
 

Al oírlas, el gallo, siempre desdeñoso por exceso de orgullo, se atufaba, enderezaba sus patas, estiraba el cuerpo, alargaba el cuello, abría desmesuradamente el pico y cantaba contestando a las golondrinas:


¡Quiquiriquí!
¿qué me cuenta V. a mí?
 

El pavo convertía su cola en abanico, agitaba todas sus plumas, se ahuecaba, su cresta colgante tomaba matices blancos, azulados y rojos; en una palabra, se daba una pavonada, y exclamaba:


¡Garú, garú, garó!
¡El mal tiempo ya pasó!
 

Las golondrinas continuaron su vuelo errante y vagabundo sin hacer caso del orgulloso gallo ni del vanidoso pavo; poco a poco se fueron acercando a la casa, pasaron tocando sus nidos, que se conservaban pegados al alero del tejado; algunas alargaron el pico y hasta metieron la cabecita dentro del agujero del nido; y como con su alegría creciese el canto, no se oía otra cosa en el espacio que

¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!

¡El buen tiempo ya está aquí!

Otras golondrinas se aproximaban al alero, tocaban las piedras de la fachada con sus picos y se alejaban para volver otra vez. Los hijos de Isidro las estaban observando y decían:

—Mira, mira, cómo construyen nuevos nidos.


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La Agonía de Cervantes

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Indigentemente cuidado por manos mercenarias, más envejecido que viejo, se moría Cervantes. Buen cristiano, despedíase del mundo con la conciencia limpia, después de recibir los últimos auxilios de la religión. Y, aunque sólo agonizante, por muerto habíanle dejado en la sórdida guardilla.

No estaba todavía muerto, no, si es que él podría morir alguna vez. En su imaginación febricitante pululaban sus recuerdos, casi todos de lágrimas y amargura. Rememoraba envidias, pobrezas, calumnias, prisiones... Pero, ¿cómo? ¿qué no había tenido él ninguna dicha en la vida?... ¡Ah, sí! La tuvo, sí, la tuvo, cuando en sus horas solitarias viviera el mundo de su fantasía que describió en sus libros. ¡Felices horas aquellas en que la fiebre de la concepción lo levantaba a una esfera tan superior a las humanas miserias! Bien dijo entonces: «Para mí sólo nació don Quijote y yo para él...» Bien dijo entonces, asimismo, como alguien le tildara de envidioso: «Descríbaseme la envidia, que yo no la conozco». En cambio, otros, y bien ilustres, la conocían por él...

No estaba todavía muerto, no, pues que pensaba... Y sintió que se abría una puerta y entraban en tropel, como legión de espectros, conocidísimas figuras...

Venía adelante don Quijote de la Mancha, seguido de su escudero Sancho Panza; luego el bachiller Sansón Carrasco, el cura, el barbero, Dulcinea del Toboso, Teresa Panza, Camacho, la dueña Rodríguez, los duques... Y también Persiles y Segismunda, Rinconete y Cortadillo, la Gitanilla... En fin, toda la caterva de los personajes que aparecían en sus obras...

Don Quijote, como jefe de la caterva, acercándose al mísero lecho, lanza en ristre y visera caída, habló primero:


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Fatuidad Humana

Ricardo Palma


Cuento


Cuando el rey don Juan de Portugal se vio forzado, en los primeros años del siglo XIX, a refugiarse en el Brasil, tuvo, pues su majestad fue muy braguetero, por combleza o manfla, querida o menina, a la más linda mulatica de Río de Janeiro, relaciones pecaminosas que, a la larga, dieron por fruto un muchacho, lo que nada tiene de maravilloso, sino de muy natural y corriente. ¡Esos polvos traen esos lodos!

Entiendo que la moza exprimió al rey don Juan, dejándolo con menos jugo que a limón de fresquería.

Dicen las crónicas que Patrocinio, tal se llamaba la bagaza, era caliente y alborotada de rabadilla, lo que la producía gran titilación y reconcomio en el clítoris.

Con ella, los cortesanos no tenían más que invitarla a beber una copa de onfacomelí (licor africano), y ... a cabalgar se ha dicho ...

Sospecho que Patrocinio era tan puta como cualquier chuchumeca de Atenas; cuando a un hombre le venía en gana echar un polvo con una de esas pécoras, no tenía para qué gastar palabras; bastábale con cerrar el puño, levantando el dedo índice. Si la hembra no estaba con patente sucia, o tenía otro compromiso ajustado, le contestaba cerrando el pulgar, en la forma de anillo o círculo.

Y ya saben ustedes, por si lo ignoraban, cuál fue el origen de esta mímica, que hasta ahora subsiste, entre las mozas de burdel. El macho también formaba anillo, metía en él el índice, y daba luego un taponazo, que era como decir: All right.

Barruntos tenía el rey de las frecuentes jugarretas de su coima, pero no se atrevía a rezongar, por falta de pruebas; al cabo, durmiósele un día el diablo a la muchacha y sorprendiéndola su señor, como dice la Epístola de San Pablo illa sub, ille super, allí fue Troya. Don Juan la encerró, por un año, en la prisión de prostitutas, y mandó al chico al Seminario de Lisboa; corriendo los tiempos, lo hizo arzobispo de Coímbra.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Beber una Copa de Oro

Ricardo Palma


Cuento


El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza de distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.

El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.

En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dió el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:

—Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.

El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:

—¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!

El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los calices de oro destinados para el santo sacrificio.

El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.


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Aceituna, Una

Ricardo Palma


Cuento


Acabo de referir que uno de los tres primeros olivos que se plantaron en el Perú fué reivindicado por un prójimo chileno, sobre el cual recayó por el hurto nada menos que excomunión mayor, recurso terrorífico merced al cual, años más tarde, restituyó la robada estaca, que a orillas del Mapocho u otro río fuera fundadora de un olivar famoso.

Cuando yo oía decir aceituna, una, pensaba que la frase no envolvía malicia o significación, sino que era hija del diccionario de la rima o de algún quídam que anduvo a caza de ecos y consonancias. Pero ahí verán ustedes que la erré de medio a medio, y que si aquella frase como esta otra: aceituna, oro es una, la segunda plata y la tercera mata, son frases que tienen historia y razón de ser.

Siempre se ha dicho por el hombre que cae generalmente en gracia o que es simpático: Este tiene la suerte de las aceitunas, frase de conceptuosa profundidad, pues las aceitunas tienen la virtud de no gustar ni disgustar a medias, sino por entero. Llegar a las aceitunas era también otra locución con que nuestros abuelos expresaban que había uno presentádose a los postres en un convite, o presenciado sólo el final de una fiesta. Aceituna zapatera llamaban a la oleosa que había perdido color y buen sabor y que, por falta de jugo, empieza a encogerse. Así decían por la mujer hermosa a quien los años o los achaques empiezan a desmejorar:—Estás, hija, hecha una aceituna zapatera—. Probablemente los cofrades de San Crispín no podían consumir sino aceitunas de desecho.


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Don Narices

Teodoro Baró


Cuento infantil


Don Narices era un perro honrado. Lo que no se ha podido averiguar es por qué le llamaban don Narices, pues las que tenía eran como las de los otros perros de su casta, sin cosa alguna que las hiciese notables o siquiera diferenciarse en algo de las de los demás canes. Verdad es que al que no tiene pelo le llaman pelón, y rabón al que no tiene rabo, pero esto nada tiene que ver con D. Narices, cuyo pelo era muy lustroso; y como a su dueño no se le había ocurrido la tonta idea de cortarle el rabo y las orejas cuando nació, conservaba aquél y éstas.

Hemos dicho que D. Narices tenía el pelo lustroso, lo que equivale a confesar que le lucía el pelo, que a su vez vale tanto como declarar que comía bien. Si alguien lo dudase bastaría una mirada al cuerpo redondeado y a los muslos rollizos del perro para desvanecer la duda. Comía bien el can, y, además de buena, la comida era abundante. Aseguro que D. Narices era un perro privilegiado. ¡Vaya si lo era! Sépase que aún no se sabe todo; y no se sabe todo porque no se ha dicho. Este perro tenía por morada la mejor de las moradas que a un can puede darse: una cocina. ¿Se concibe dicha superior a la de D. Narices? ¡Cuántos perros vagabundos se quedaban como clavados en el suelo, el cuello a medio torcer y las fosas nasales abiertas aspirando el tufo que de la cocina se desprendía! Y D. Narices comía lo que sus errantes compañeros sólo podían oler. En invierno tenía buena lumbre; y al llegar la noche siempre encontraba una silla, una estera o un trapo que le sirviera de cama. Confesemos que no podía desear mayor felicidad perruna.


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La Vuelta al Mundo

Teodoro Baró


Cuento infantil


I

Hacía muchos años que Francisco, un hortelano que vivía con algún desahogo cultivando con esmero coles, berzas, ensalada y otras verduras, había abandonado por completo un pozo que había en uno de los rincones de la huerta; y de él prescindió porque casi desapareció el agua, que antes había sido muy abundante, muy buena y muy cristalina. Pero como en este mundo todo cambia, también cambió de dirección el manantial. En vez de tomar hacia la derecha, se fue hacia la izquierda, y el resultado fue quedarse el pozo sin agua. Es decir, no se vio privado del todo de ella, pues gracias a algunas filtraciones, nunca llegó a quedar seco; pero el agua era tan escasa, que el hortelano no pudo aprovecharla. En cambio Francisco y sus hijos convirtieron el brocal del pozo en depósito de todo lo inservible. Si se rompía un puchero, al brocal iba a parar; los tronchos de col allí quedaban; en una palabra, todo lo inútil.

Hubo quien sacó provecho del olvido del hortelano. Se apoderaron de la superficie del agua esos insectos que tienen el privilegio de caminar por encima de ella, ofreciendo a sus delgadas patas un apoyo tan sólido como al corcel el más firme apisonado. En el fondo vivían algunas sabandijas con suma tranquilidad, pues no les molestaba la cuba al bajar acompañada del chirrido de la polea; y en las negras y húmedas paredes había establecido su morada una limaza. Este animalucho tenía la costumbre de dar algunos paseos y a veces se acercaba al fondo del pozo. Al verle, los insectos que por la superficie corrían se alejaban prudentemente y como si tuvieran alas, a manera de buque empujado por la tempestad. La limaza les seguía con la vista y se decía:

—¡Cómo me temen!

Teniendo delante un espejo, se cae en la tentación de mirarse. En ella caía la limaza; y al ver reflejada su imagen en las aguas y al compararse con los insectos de la superficie y con las sabandijas del fondo, murmuraba:


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