I
Como todas las mañanas, el marqués de Torrebianca salió tarde de su
dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con
cartas y periódicos que el ayuda de cámara había dejado sobre la mesa
de su biblioteca.
Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parecía contento,
como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de
París, fruncía el ceño, preparándose á una lectura abundante en
sinsabores y humillaciones. Además, el membrete impreso en muchas de
ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores,
haciéndole adivinar su contenido.
Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible,
que sus amigas empezaban á considerar histórica á causa de su
exagerada duración, recibía con más serenidad estas cartas, como si
toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. Él
tenía una concepción más anticuada del honor, creyendo que es
preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.
Esta mañana las cartas de París no eran muchas: una del
establecimiento que había vendido en diez plazos el último automóvil
de la marquesa, y sólo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros
proveedores—también de la marquesa—establecidos en cercanías de la
plaza Vendôme, y de comerciantes más modestos que facilitaban á
crédito los artículos necesarios para la manutención y amplio
bienestar del matrimonio y su servidumbre.
Los criados de la casa también podían escribir formulando idénticas
reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la señora, que
le permitiría alguna vez salir definitivamente de apuros, y se
limitaban á manifestar su disgusto mostrándose más fríos y estirados
en el cumplimiento de sus funciones.
Leer / Descargar texto 'La Tierra de Todos'