Textos más vistos disponibles publicados el 22 de octubre de 2020 | pág. 4

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textos disponibles fecha: 22-10-2020


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Los Cuatro Hijos de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Iba á terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha huían del amontonamiento en las casas de los peones y en las dependencias donde estaban guardadas las máquinas de labranza con los fardos de alfalfa seca. Preferían dormir al aire libre, teniendo por almohada el saco que contenía todos sus bienes terrenales y les había acompañado en sus peregrinaciones incesantes.

Se encontraban allí hombres de casi todos los países de Europa. Algunos eternos vagabundos se habían lanzado á correr la tierra entera para saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa argentina, unos cuantos meses nada más, antes de trasladar su existencia inquieta á la Australia ó al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples labriegos, españoles ó italianos, habían atravesado el Atlántico atraídos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el mismo trabajo que en su país era pagado con unos cuantos céntimos.

Los más de los segadores pertenecían á la clase de emigrantes que los propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pájaros humanos que cada año, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su país, abandonan las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima más cálido del hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoño, y cuando el viento pampero empieza á azotar las llanuras, asustados por la proximidad del invierno, regresan á los lugares de procedencia, donde la tierra empieza á despertar entonces bajo las primeras caricias primaverales.


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Dominio público
27 págs. / 48 minutos / 74 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Noche de Bodas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Fué aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta.

No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tio Nelo, conocido por el Bollo.

Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecia un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.

¡Qué derroche de cera! Bien se conocia que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual habia costeado la carrera del chico.

En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas, cargadas de velas, centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uniase el perfume de las flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las comisas y pendian de las lámparas en apretados manojos.

Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenian su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rosas y Ruiseñores

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Vengo de Aranjuez de contemplar los espléndidos jardines que la primavera viste con regio manto y corona de flores, mientras el Tajo los arrulla con el monótono zumbido de sus aguas espumantes.

Los árboles gigantescos, cantados por la musa popular, ondean su cabellera de apretadas hojas junto al azul del cielo, inmenso cristal por el que resbalan, como mosquitos casi imperceptibles, las bandas de pájaros viajeros. Una sombra húmeda y verdosa se extiende bajo el follaje. Sobre el suelo brillan, con temblona luz de monedas de oro, las pequeñas manchas circulares de los rayos de sol que logran filtrarse entre las hojas.

Los sátiros y ninfas de las antiguas fontanas parecen estremecer sus bronces con palpitaciones de carne viva en esta luz misteriosa; ríe el mármol de la Venus y los amorcillos al deslizarse por su pálida superficie los estremecimientos de la brisa, acompañados de un cabrilleo de resplandores y movibles sombras; refléjanse invertidas en la dormida agua de los grandes tazones las desnudeces mitológicas, las canastillas de flores de piedra, como adornos de mesa, de blanco biscuit, montados sobre bases de veneciano espejo.

Y en esta penumbra verde, moteada de inquietos puntos de sol; en este ambiente rumoroso, donde aletean tenues mariposas, zumban pesados insectos de metálico coselete y alas estridentes, y vuela el regio faisán, aristócrata del aire, extienden las rosas su erupción primaveral: unas, encendidas, de color de aurora; otras, pálidas y sedosas, con el tinte suave de la carne femenil oculta bajo el misterio de las ropas.

El perfume, alma de las flores, espárcese en sutiles oleadas bajo el follaje temblón, mezclado con el olor acre y campestre de los árboles. Las corolas extienden en tomo de ellas una atmósfera mágica e invisible que parece surgir de los incensarios de una religión de hadas.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 58 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Funcionario

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Tendido de espaldas en el camastro y siguiendo con vaga mirada las grietas del techo, el periodista Juan Yáñez, único huésped de la sala de políticos, pensaba que había entrado aquella noche en el tercer mes de su encierro.

Las nueve... La corneta había lanzado en el patio las prolongadas notas del toque de silencio; en los corredores sonaban con monótona igualdad los pasos de los vigilantes, y de las cerradas cuadras, repletas de carne humana, salía un rumor acompasado, semejante al soplo de una fragua lejana o a la respiración de un gigante dormido: parecía imposible que en aquel viejo convento, tan silencioso, cuya ruina resultaba más visible a la cruda luz del gas, durmiesen mil hombres.

El pobre Yáñez, obligado a acostarse a las nueve, con una perpetua luz ante los ojos y sumido en un silencio aplastante que hacía creer en la posibilidad del mundo muerto, pensaba en lo duramente que iba saldando su cuenta con las instituciones. ¡Maldito artículo! Cada línea iba a costarle una semana de encierro; cada palabra un día.

Y Yáñez, recordando que aquella noche comenzaba la temporada de ópera con Lohengrin, su ópera predilecta, veía los palcos cargados de hombros desnudos y nucas adorables, entre destellos de pedrería, reflejos de sedas y airoso ondear de rizadas plumas.

—Las nueve... Ahora habrá salido el cisne, y el hijo de Parsifal lanzará sus primeras notas entre los siseos de expectación del público... ¡Y yo aquí! ¡Cristo! No tengo mala ópera...


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Silbido

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El entusiasmo caldeaba el teatro. ¡Qué debut! ¡Qué Lohengrin! ¡Qué tiple aquella!

Sobre el rojo de las butacas destacábanse en el patio las cabezas descubiertas o las torres de lazos, flores y tules, inmóviles, sin que las aproximara el cuchicheo ni el fastidio; en los palcos silencio absoluto; nada de tertulias y conversaciones a media voz; arriba, en el infierno de la filarmonía rabiosa, llamado irónicamente paraíso, el entusiasmo se escapaba prolongado y ruidoso, como un inmenso suspiro de satisfacción, cada vez que sonaba la voz de la tiple, dulce, poderosa y robusta. ¡Qué noche! Todo parecía nuevo en el teatro. La orquesta era de ángeles: hasta la araña del centro daba más luz.

En aquel entusiasmo tomaba no poca parte el patriotismo satisfecho. La tiple era española, la López, sólo que ahora se anunciaba con el apellido de su esposo el tenor Franchetti; un gran artista que, casándose con ella, la había hecho ascender a la categoría de estrella. ¡Vaya una mujer! Legítima de la tierra. Esbelta, arrogante; brazos y garganta con adorables redondeces, y los blancos tules de Elsa amplios en la cintura, pero estrechos y casi estallando con la presión de soberbias curvas. Sus ojos negros, rasgados, de sombrío fuego, contrastaban con la rubia peluca de la condesa de Brabante. La hermosa española era en la escena la mujer tímida, dulce y resignada que soñó Wágner, confiando en la fuerza de su inocencia, esperando el auxilio de lo desconocido.

Al relatar su ensueño ante el emperador y su corte, cantó con expresión tan vagorosa y dulce, los brazos caídos y la extática mirada en lo alto, como si viese llegar montado en una nube al misterioso paladín, que el público no pudo contenerse ya, y como la retumbante descarga de una fila de cañones, salió de todos los huecos del teatro, hasta de los pasillos, la atronadora detonación de aplausos y gritos.


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4 págs. / 8 minutos / 71 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Venganza Moruna

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Casi todos los que ocupaban aquel vagón de tercera conocían a Marieta, una buena moza vestida de luto, que, con un niño de pechos en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversación de sus vecinas.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzábanla ojeadas de ardoroso deseo.

En todos los extremos del vagón hablábase de ella relatando su historia.

Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le querían mal.

Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.

Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido.

Sí, era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.


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7 págs. / 13 minutos / 106 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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