Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que
las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo cruzado
solo, a caballo, a través de una extensión singularmente monótona de
campiña, y al final me encontré, cuando las sombras de la noche se
extendían, a la vista de la melancólica Casa de Usher. No sé cómo
sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el edificio, una sensación de
insufrible tristeza penetró en mi espíritu.
Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa
emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general el
ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la desolación o
del terror.
Contemplaba yo la escena ante mí—la simple casa, el simple paisaje
característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas
a ojos vacíos, algunos juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y
enfermizos—con una completa depresión de alma que no puede compararse
apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese
ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a
la atroz caída del velo.
Era una sensación glacial, un abatimiento, una náusea en el corazón,
una irremediable tristeza de pensamiento que ningún estímulo de la
imaginación podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a
pensarlo—, qué era aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa
de Usher? Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar
contra las sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras
reflexionaba en ello.
Me vi forzado a recurrir a la conclusión insatisfactoria de que existen,
sin lugar a dudas, combinaciones de objetos naturales muy simples que
tienen el poder de afectarnos de este modo, aunque el análisis de ese
poder se base sobre consideraciones en que perderíamos pie.
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