I
Fué al final de una fiesta.
Con bastante regularidad dedicábamos un día de cada mes para una excursión al aire libre.
Nos reuníamos basta cuarenta individuos, de ambos sexos, amigos,
amigas, no faltando a veces, matrimonios jóvenes, alegres aún, que nos
acompañaban de buen corazón.
Desde que dejamos las últimas casas de la ciudad, empezamos a
experimentar ese placer casi físico que se siente a la vista del campo.
Ese día, el tiempo se mostraba como un verdadero camarada.
Todo el encanto de la mañana estaba sobre el horizonte cargado de oro
y la luz corría como desbordando por la comba del cielo cruzado por
nubecillas que se crispaban de rojo.
Nada más admirable para un hombre de la ciudad que este espectáculo del sol.
Por un momento todos marchamos silenciosos, sin orden, amontonados, y por un momento nos detuvimos frente a la luz.
—¡Qué hermoso!...—exclamó una voz de mujer.—Nadie repuso una palabra.
Seguimos andando, pero, un instante después, cuando el sol mostró su
superficie vidriada e inquieta, la alegría se apoderó de nosotros, una
alegría ruidosa, muscular, que se manifestaba en gritos y carcajadas.
Llegamos a las ocho. Era una quinta que, además del terreno dedicado a
la labranza, poseía una extensión considerable de campo libre.
Nos cambiamos de ropa y el grupo se dispersó. En poco tiempo, sólo
quedamos en la casa, un viejo y yo. Se llamaba Juan, hacía el oficio de
mayordomo y cantaba canciones tristes al final de las comidas.
—¡Cómo, tú aquí!—dijo, fingiendo sorpresa.
Respondí sin entender:
—¿Y no sabía usted que yo había venido?
El viejo me guiñó un ojo.
—¡Sí... eh?... ¿Y Rosita?...
Le miré más extrañado aún.
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