Al lector
Los pueblos, como los hombres, tienen dos fisonomías, por lo
menos (algunos hombres tienen muchas): la que les es propia por carácter
o naturaleza, o, como si dijéramos, la de todos los días, y la de las circunstancias, es decir, la de los días de fiesta.
La que en este concepto corresponde a la perínclita capital de la
Montaña, la forma esa muchedumbre que la invade cada año, durante los
meses del estío, para buscar en ella quién la salud, quién la frescura y
el sosiego; ora en las salobres aguas del Cantábrico, ora contemplando y
recorriendo el vario paisaje que envuelve a la ciudad, mientras la raza
indígena la abandona y se larga por esos valles de Dios ansiando la
soledad de la aldea y la sombra de sus castañeras y cajigales.
Para los que sólo se fijan en la variedad de matices y en la
movilidad de los pormenores, esta fisonomía es híbrida, abigarrada,
indefinible e inclasificable.
Para un ojo ducho en el oficio, es todo lo contrario. Hay en ese
movimiento vertiginoso, en ese trasiego incesante de gentes exóticas que
van y vienen, que suben y bajan, que entran y salen, rasgos, colores y
perfiles que sobrenadan siempre y se reproducen de verano en verano,
como el aire de familia en una larga serie de generaciones. ¿No es todo esto una fisonomía como otra cualquiera?
Por tal la reputo, y muy digna la creo, por ende, de ser
registrada en el libro de apuntes de quien se precie de pintor
escrupuloso de costumbres montañesas.
Y como quiera que yo, si no tengo mucho de pintor, téngolo de
escrupuloso, abro mi librejo y apunto... pero, entiéndase bien, sin otro
fin que refrescar la memoria del que leyere, y con la formal
declaración de que «cuando pinto, no retrato».
1877
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