¿Qué fue todo, al fin? Un pequeño detalle de la felicidad doméstica; pero cualquiera hubiera creído en una erupción volcánica.
Yo había llegado la tarde anterior a casa de Gaztambide, que vivía
entonces en el campo. Esa misma noche, rendido por el viaje a caballo,
me acosté muy temprano y me dormí enseguida. Me desperté, no sé a qué
hora, y oí que el chico de los Gaztambide lloraba. Volví a dormirme,
para despertarme otra vez. El chico lloraba de nuevo, y Gaztambide
hablaba en voz alta. Torné a recuperar el sueño, y desperté de nuevo. El
chico lloraba, pero el padre no hablaba. En cambio, oí que paseaba por
afuera; hacía unos dos grados bajo cero. Esto me llenó de confusión;
pero como el sueño de un hombre de mi edad es superior a la meditación
de estas rarezas domésticas, torné a dormirme.
De madrugada ya, desperté por última vez.
—Esta buena gente —me dije mientras me vestía con sigilo— debe dormir aún. No hay que despertarlos.
Salí afuera, y lo primero que vi en el corredor fue a Gaztambide, hundido en un sillón de tela, bien envuelto en su plaid.
—¡Diablo! —exclamé deteniéndome a su frente—. ¿No ha dormido?
—No —respondió con una triste mirada al campo blanco de escarcha—. No dormiré nunca más.
—¿El nene…? —pregunté inquieto, recordando.
—No; el nene está sano y bueno… Pregúntele a Celina —concluyó con un movimiento de cabeza.
Abrí la puerta del comedor, y allí estaba Celina acodada a la mesa, visiblemente muerta de frío.
—No es nada —me dijo saliendo conmigo afuera—. Ya lo conocerá usted
cuando se case… ¡Julio! —se volvió enternecida a su marido—. ¿Por qué no
te acuestas un rato?
—No me acostaré nunca más —repuso él con la misma voz cansada—. Pero tomaría café.
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