Tras aquel accidente de automóvil que me costó el uso
de dos dedos, sufrí en el curso de la infección una carga de toxinas
tan extrahumanas, por decirlo así, que las alucinaciones a que dieron
lugar no tienen parangón con las de no importa qué delirio terrenal.
Por fuera, era la calma perfecta; pero en el fondo del ser humano
yacente y tranquilo, la psiquis envenenada batía tan convulsivamente las
alas, que los inauditos tumbos que hemos dado juntos, la psiquis y yo,
sólo mi médico pudo valorarlos cuando a la mañana siguiente le expresé
mi angustia.
—No es nada —me dijo el galeno, hombre más inteligente que yo—. Eso se paga.
—¿Qué «eso»?
—Su facultad de entrever regiones anormales cuando escribe. Esa facultad no la posee usted gratis, y tiene que pagarla.
¡Al diablo con el médico!
Puede que tenga razón, a pesar de todo. Si la tiene, acaso sea él el
único que comprenda lo que contaré dentro de un instante. Si ha errado,
en cambio, una vez más, cargaré el relato en cuenta de las no aún bien
estudiadas toxinas A, B, C, Y y Z, que a modo de las vitaminas en otro
orden, rigen, exaltan, confunden o aniquilan las secreciones mentales.
La situación en que nos hallamos hoy mi mujer
y yo tiene su origen en un incidente trivial, el más nimio de los que
cercan día y noche a un hombre que escribe para el público: el pedido de
un libro suyo.
Por naturaleza soy reacio a ofrecer libros míos. Creo entender que es
la vanidad, más que el deseo de leernos, la determinante de tales
petitorios. Por esto presté oído de mercader a la hija de un amigo mío
la vez que me pidió un libro para un señor Fersen, capaz como pocos,
según afirmó, de comprender mis historietas más «anormales».
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