Textos más largos disponibles publicados el 25 de octubre de 2020

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textos disponibles fecha: 25-10-2020


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Dos Madres

Miguel de Unamuno


Cuento, Teatro


I

¡Cómo le pesaba Raquel al pobre don Juan! La viuda aquella, con la tormenta de no tener hijos en el corazón del alma, se le había agarrado y le retenía en la vida que queda, no en la que pasa. Y en don Juan había muerto, con el deseo, la voluntad. Los ojos y las manos de Raquel apaciguaban y adormecían todos sus apetitos. Y aquel hogar solitario, constituido fuera de la ley, era como en un monasterio la celda de una pareja enamorada.

¿Enamorada? ¿Estaba él, don Juan, enamorado de Raquel? No, sino absorto por ella, sumergido en ella, perdido en la mujer y en su viudez. Porque Raquel era, pensaba don Juan, ante todo y sobre todo, la viuda y la viuda sin hijos; Raquel parecía haber nacido viuda. Su amor era un amor furioso, con sabor a muerte, que buscaba dentro de su hombre, tan dentro de él que de él se salía, algo de más allá de la vida. Y don Juan sé sentía arrastrado por ella a más dentro de la tierra. «¡Esta mujer me matará!» —solía decirse, y al decírselo pensaba en lo dulce que sería el descanso inacabable, arropado en tierra, después de haber sido muerto por una viuda como aquélla.

Hacía tiempo que Raquel venía empujando a su don Juan al matrimonio, a que se casase; pero no con ella, omo habría querido hacerlo el pobre hombre.

RAQUEL.—¿Casarte conmigo? ¡Pero eso, mi gatito, no tiene sentido…! ¿Para qué? ¿A qué conduce que nos casemos según la Iglesia y el Derecho Civil? El matrimonio se instituyó, según nos enseñaron en el Catecismo, para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. ¿Casarnos? ¡Bien casados estamos! ¿Darnos gracia? Ay michino —y al decirlo le pasaba por sobre la nariz los cinco finísimos y ahusados dedos de su diestra—, ni a ti ni a mí nos dan ya gracia con bendiciones. ¡Criar hijos para el cielo…, criar hijos para el cielo!


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Dominio público
27 págs. / 48 minutos / 551 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Su Ausencia

Horacio Quiroga


Cuento


Con este mismo paso que hasta hace un instante me llevaba a la oficina, con la misma ropa y las mismas ideas, cambio bruscamente de rumbo y voy a casarme.

Son las tres de la tarde de un día de verano. A esta hora, a pleno sol, voy a sorprender a mi novia y a casarme con ella. ¿Cómo explicar esta inesperada y terrible urgencia?

Mil veces me he hecho una pregunta que constituye un oscuro punto en mi alma; mil veces me he torturado el cerebro tratando de aclarar esto: ¿por qué me fijé en la que es actualmente mi novia, le hice el amor y me comprometí con ella? ¿Qué súbito impulso me lleva con este paso a pleno sol, el 24 de febrero de 1921, a casarme fatal y urgentemente con una mujer que no ha oído de mis labios ofrecerle la más remota fecha de matrimonio?

¡Mi novia! No he tenido jamás alucinaciones por ella, ni sufrí nunca ilusión a su respecto. No hay en el mundo persona que pueda enamorarse de ella, fuera de mí. Es cuanto hay de feo, áspero y flaco en esta vida. En el cine puede verse alguna vez a una esquelética mujer de pelo estirado y nariz de arpía que repite el tipo de mi novia. No hay dos mujeres como ella en el mundo. Y a esta mujer he elegido entre todas para hacer de ella mi esposa.

Pero ¿por qué? Todo lo anormal, monstruoso mismo de esta elección, no saltó nunca a enrojecerme el rostro de vergüenza. La miré sin mirar lo que veía; la seguí como un hombre dormido que camina con los ojos abiertos; le hice el amor como un sonámbulo, y como un sonámbulo voy a casarme con ella.

Pero ahora mismo, mientras veo el abismo en que mi vida se precipita, ¿por qué no me detengo?

No puedo. Tengo la sensación de que voy, de que debo ir a toda costa, como si fuera arrastrado por una soga. Soy dueño de todas mis facultades, siento y razono normalmente; pero todo esto detrás de una enorme, vaga e indiferente voluntad que rige mi alma.


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Dominio público
26 págs. / 46 minutos / 182 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Salvaje

Horacio Quiroga


Cuento


El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.


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Dominio público
23 págs. / 40 minutos / 98 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Idilio

Horacio Quiroga


Cuento


I

«… En fin, como no podré volver allí hasta fines de junio y no querría de ningún modo perder aquello, necesito que te cases con ella. He escrito hoy mismo a la familia y te esperan. Por lo que respecta al encargo… etcétera».

Nicholson concluyó la carta con fuerte sorpresa y la inquietud inherente al soltero que se ve lanzado de golpe en un matrimonio con el cual jamás soñó. Su esposa sería ficticia, sin duda; pero no por eso debía dejar de casarse.

—¡Estoy divertido! —se dijo con decidido mal humor—. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Olmos confiar la misión a cualquier otro?

Pero enseguida se arrepintió de su mal pensamiento, recordando a su amigo.

—De todos modos —concluyó Nicholson—, no deja de inquietarme este matrimonio artificial. Y siquiera fuera linda la chica… Olmos tenía antes un gusto detestable. Atravesar el atrio bajo la carpa, con una mujer ajena y horrible…

En verdad, si el matrimonio que debía efectuar fuera legítimo, esto es, de usufructo personal, posiblemente Nicholson no hubiera hallado tan ridícula la ceremonia aquella, a que estaba de sobra acostumbrado. Pero el caso era algo distinto, debiendo lucir del brazo de una mujer que nadie ignoraba era para otro.

Nicholson, hombre de mundo, sabía bien que la gracia de esa vida reside en la ligereza con que se toman las cosas; y si hay una cosa ridícula, es cruzar a las tres de la tarde por entre una compacta muchedumbre, llevando dignamente del brazo a una novia que acaba de jurar será fiel a otro.

Éste era el punto fastidioso de su desgano: aquella exhibición ajena. Ni soñar un momento con una ceremonia íntima; la familia en cuestión era sobrado distinguida para no abonar diez mil pesos por interrupción de tráfico a tal hora. Resignose, pues, a casarse, y al día siguiente emprendía camino a la casa de su futura mujer.


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18 págs. / 32 minutos / 117 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Marqués de Lumbria

Miguel de Unamuno


Cuento


La casona solariega de los marqueses de Lumbría, el palacio, que es como se le llamaba en la adusta ciudad de Lorenza, parecía un arca de silenciosos recuerdos de misterio. A pesar de hallarse habitada, casi siempre permanecía con las ventanas y los balcones que daban al mundo cerrados. Su fachada, en la que se destacaba el gran escudo de armas del linaje de Lumbría, daba al Mediodía, a la gran plaza de la Catedral, y frente a la ponderosa y barroca fábrica de ésta; pero como el sol la bañaba casi todo el día, y en Lorenza apenas hay días nublados, todos sus huecos permanecían cerrados. Y ello porque el excelentísimo señor marqués de Lumbría, don Rodrigo Suárez de Teje da, tenía horror a la luz del Sol y al aire libre. «El polvo de la calle y la luz del Sol —solía decir— no hacen más que deslustrar los muebles y echar a perder las habitaciones, y luego, las moscas…» El marqués tenía verdadero horror a las moscas, que podían venir de un andrajoso mendigo, acaso de un tiñoso. El marqués temblaba ante posibles contagios de enfermedades plebeyas. Eran tan sucios los de Lorenza y su comarca…

Por la trasera daba la casona al enorme tajo escarpado que dominaba al río. Una manta de yedra cubría por aquella parte grandes lienzos del palacio. Y aunque la yedra era abrigo de ratones y otras alimañas, el marqués la respetaba. Era una tradición de familia. Y en un balcón puesto allí, a la umbría, libre del sol y de sus moscas, solía el marqués ponerse a leer mientras le arrullaba el rumor del río, que gruñía en el congosto de su cauce, forcejando con espumarajos por abrirse paso entre las rocas del tajo.


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15 págs. / 27 minutos / 134 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Locura del Doctor Montarco

Miguel de Unamuno


Cuento


Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y me repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».

Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contra las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En eso denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.


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15 págs. / 27 minutos / 110 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Destiladores de Naranja

Horacio Quiroga


Cuento


El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los boliches de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón —un nudoso palo sin cáscara—, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resistía a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho.

Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.

Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales. Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.


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15 págs. / 26 minutos / 280 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Techo de Incienso

Horacio Quiroga


Cuento


En los alrededores y dentro de las ruinas de San Ignacio, la subcapital del Imperio Jesuítico, se levanta en Misiones el pueblo actual del mismo nombre. Lo constituyen una serie de ranchos ocultos unos de los otros por el bosque. A la vera de las ruinas, sobre una loma descubierta, se alzan algunas casas de material, blanqueadas hasta la ceguera por la cal y el sol, pero con magnífica vista al atardecer hacia el valle del Yabebirí. Hay en la colonia almacenes, muchos más de los que se pueden desear, al punto de que no es posible ver abierto un camino vecinal, sin que en el acto un alemán, un español o un sirio se instale en el cruce con un boliche. En el espacio de dos manzanas están ubicadas todas las oficinas públicas: comisaría, juzgado de paz, comisión municipal, y una escuela mixta. Como nota de color, existe en las mismas ruinas —invadidas por el bosque, como es sabido— un bar, creado en los días de fiebre de la yerba mate, cuando los capataces que descendían del Alto Paraná hasta Posadas bajaban ansiosos en San Ignacio a parpadear de ternura ante una botella de whisky. Alguna vez he relatado las características de aquel bar, y no volveremos por hoy a él.

Pero en la época a que nos referimos no todas las oficinas públicas estaban instaladas en el pueblo mismo. Entre las ruinas y el puerto nuevo, a media legua de unas y otro, en una magnífica meseta para goce particular de su habitante, vivía Orgaz, el jefe del Registro Civil, y en su misma casa tenía instalada la oficina pública.


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14 págs. / 25 minutos / 378 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Chimbos y Chimberos

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

—Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

—¿En el sementerio? ¡Bueno!

—¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

—Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero…, ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas… Se frotó las manos, diciéndose:

—Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

—¡Nicanora, mañana ya sabes!

—¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa… A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco… No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc… ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!


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14 págs. / 24 minutos / 108 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuadrivio Laico

Horacio Quiroga


Cuento


Navidad

Los Reyes Magos, después de consultar a Herodes, partieron de Jerusalén. La estrella divina que antes les había guiado y que habían perdido reapareció hacia el sur, descendiendo al fin sobre el techo de una humilde posada, donde acababa de nacer Jesús.

Los viejos monarcas lo adoraron parte de la noche, retirándose temprano, pues al alba debían partir para Jerusalén a avisar a Herodes; pero en un nuevo sueño unánime fueron advertidos de que no lo hicieran así.

Cambiaron en consecuencia de dirección y nunca se volvió a saber de ellos.

Cuando después de muchos días de espera Herodes se vio engañado por los viejos árabes, entró en gran furor y ordenó que se degollara a todos los niños menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores.

Militaba por entonces en la segunda decuria de la guardia de Herodes un soldado romano, llamado Quinto Arsaces Tritíceo, parto de origen y hombre de carácter decidido y franco. Durante su estación en la triste Judea había depositado su amor en una joven betlehemita de nítida belleza, tan sencilla de corazón que jamás había soñado más horizonte para su hermosura que el homenaje del sincero soldado.

Salomé —llamábase así— vivía en Bethlehem con sus padres, y dos veces por semana llevaba a la capital los frutos varios de su huerta. A su regreso, en las claras noches de luna, Arsaces solía acompañarla, con su espada corta y su jabalina.

En una de esas noches, al despedirse, Arsaces le dijo estas palabras:

—Dime: ¿no has oído hablar en Bethlehem de tres viejos árabes que estuvieron sólo una noche allí?

—No, ¿por qué?

—Por esto: Galba, nuestro decurión, nos ha dicho ayer que El Idumeo esperó ansiosamente a tres árabes o caldeos que fueron a Bethlehem, hace ya bastante tiempo. No sé en verdad qué clase de inquietud es la suya; pero Galba teme algún nuevo despropósito de Herodes.


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11 págs. / 20 minutos / 92 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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