Textos más largos disponibles publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 6

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textos disponibles fecha: 26-10-2020


45678

Opacidad y Transparencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay pocos hombres con los cuales me agrade tanto el encontrarme como con el doctor Mediavilla. Es afable, despreocupado, culto, observador, ingenioso y siempre ameno. No es frecuente que nos tropecemos, pues gravitamos en órbitas distintas; pero cuando esto sucede, pasamos largo rato departiendo en medio de la acera, o bien me invita a entrar en el café más próximo, y bebemos una botella de cerveza.

Sólo tiene para mí una desventaja su conversación. Nunca discurre acerca de lo que más sabe y pudiera instruirme, de las ciencias físicas y naturales, en las cuales está reputado como sabio eminente. O por la necesidad de reposarse de estos estudios y cambiar momentáneamente la dirección de sus ideas, o impulsado por una cortesía mal entendida, suele hablarme de literatura y de política. Lo hace muy bien, mejor que muchos literatos y políticos de profesión; pero no hay duda que sería para mí más provechosa si la plática versara acerca de las ciencias que cultiva.

Otro reparo pudiera acaso oponer a su amenísima charla. El doctor Mediavilla es un pesimista convencido, y presiento que si le tuviera siempre a mi lado concluiría por fatigarme. A largos intervalos, y sazonado por un ingenio sutil y penetrante, su pesimismo interesa y convence.

No hace muchos días, la casualidad me hizo dar con él no muy lejos de la puerta de su casa, hacia la cual se encaminaba. Caían algunas gotas de lluvia, y no habiendo por allí ningún café próximo, y no queriendo privarse del gusto de charlar un rato, me invitó a subir a su domicilio. Resistí un poco: las presentaciones a la familia me molestan. Comprendiólo él, y me aseguró que no entraríamos en sus habitaciones, sino que subiríamos directamente al laboratorio que tenía instalado en el cuarto tercero de la misma casa.


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8 págs. / 15 minutos / 39 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Paliza

Antonio de Trueba


Cuento


I

¿Recuerdas, querido Eduardo, cuánto nos moian pidiéndonos que les contásemos cuentos tu hija y la mía el invierno pasado cuando se reunían en tu casa a jugar y diablear? Yo no he podido menos de recordarlo al recibir una carta tuya en que, con el imperio que te da nuestro cariño, me mandas que te cuente un cuento. ¡Hola! ¿Conque gustas de cuentos, como tu María y mi Ascensión? No lo estraño, porque, a pesar de tu grave y viril inteligencia, tienes el corazón de un niño.

Allá te va un cuento, y no me atrevo a decir el cuento que me pides, porque supongo que el que me pides es bueno y el que te envío es malo.

Hay en las Encartaciones de Vizcaya un hermoso valle que tú y yo queremos y debemos querer porque hay en él quien todos los días sea acuerda de nosotros. ¿Te acuerdas de aquella iglesia que se alza al estremo septentrional del valle en un bosque de castaños, robles y nogales? ¿Te acuerdas de aquella casería que blanquea en un bosquecillo de frutales en una colina que domina a la iglesia? ¿Te acuerdas, en fin, de aquella angosta y profunda garganta por donde, a la sombra de los robledales y los castañares, desaparece, dirigiéndose al mar cercano, el río que fertiliza las verdes heredades del valle? Pues si te acuerdas de todo esto, tenlo presente mientras lees esta narración, que en el pórtico de aquella iglesia, en aquella colina y en aquella garganta pasó lo que te voy a contar, según las buenas gentes del valle aseguran.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 38 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Perico el Bueno

Armando Palacio Valdés


Cuento


Nuestros ideales no siempre se armonizan con las tendencias secretas de nuestra naturaleza, como afirman los filósofos moralistas. Por el contrario, he visto en muchos casos producirse una disparidad escandalosa.

He conocido avaros que admiraban profundamente a los pródigos, que hubieran dado todo en el mundo por parecérseles..., menos dinero. Había un comerciante en mi pueblo que pasó toda su vida contándonos lo que había derrochado en un viaje que había hecho a París, sus francachelas, la cantidad prodigiosa de luises que había esparcido entre las bellezas mundanas. Se le saltaban las lágrimas de gusto al buen hombre narrando sus aventuras imaginarias.

Voy a contar ahora la de Perico el Bueno. Ni yo ni nadie en el pueblo sabía de dónde le venía este sobrenombre. Pero menos que nadie lo sabía él mismo, a quien enfadaba lo indecible. No había en el Instituto un chico más díscolo y travieso. Era la pesadilla de los profesores y el terror de los porteros y bedeles. En cuanto surgía en el patio un motín o una huelga, podía darse por seguro que en el centro se hallaba Perico el Bueno; si había bofetadas, era Perico quien las daba; si se escuchaban gritos y blasfemias, nadie más que él los profería.

Parece que le estoy viendo, con un negro cigarro puro en la boca, paseando con las manos en los bolsillos por los pórticos y arrojando miradas insolentes a los bedeles.

—Señor Baranda—le decía uno cortésmente—, tenga usted la bondad de quitar ese cigarro de la boca: el señor Director va a pasar de un momento a otro.

—Dígale usted al señor Director que me bese aquí—respondía fieramente Perico.

El bedel se arrojaba sobre él; le agarraba por el cuello para introducirle en la carbonera, que servía de calabozo. Perico se resistía; acudía el conserje: entre los dos, al cabo de grandes esfuerzos, se lograba arrastrarlo y dejarlo allí encerrado.


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7 págs. / 13 minutos / 56 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Fuerza de Voluntad

Antonio de Trueba


Cuento


I

Una vez conversaba yo con un carranzano más listo que un demontre (pues los hay que ven crecer la yerba), y como la conversación recayese sobre lo que puede la imaginación en nuestros actos, el carranzano me contó lo siguiente, que no eché en saco roto, como no echo nada de lo que me pueda servir para estudiar el modo de sentir, pensar y proceder del pueblo a quien tengo mucha afición, aunque no tanta que me parezca un santo ni mucho menos, porque su señoría (y perdone si le niego el su magestad, pues creo que mienten bellacamente los que le llaman soberano) suele descolgarse con cada animalada que le parte a uno de medio a medio.

II

Era hacia los años de 1836 a 1838 en que la guerra civil entre isabelinos y carlistas hacía de las suyas a más y mejor, tanto que cuando las recordamos los que no tenemos nada de belicosos ni de pícaros, no podemos menos decir a los belicosos, pícaros o inocentes que se entusiasman con ella: ¡Ay, pedazos de bestias!

Los beligerantes ordinarios en la conjunción de los valles de Carranza y Soba, eran: en Carranza un destacamento de aduaneros carlistas mandados por un carranzano conocido por Josepin el de Aldacueva, y en Soba los urbanos o paisanos armados isabelinos de los lugares confinantes con Carranza, mandados por un sobano conocido con el apodo de Geringa.

Josepin era un mocetón corpulento, de buen humor y diestro en la estrategia guerrillera; y Geringa un delgaducho como un alambre, a cuya circunstancia debía el apodo de Geringa, preocupado y caviloso como él solo, tanto que su mujer temía no se le pusiese alguna vez en la cabeza que estaba en peligro de muerte, porque entonces ni todos los veterinarios del mundo le salvaban.

Josepin y Geringa se conocían desde antes que empezara la guerra, y por cierto que merece contarse en capítulo aparte cómo se conocieron.


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7 págs. / 13 minutos / 78 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Guerra Civil

Antonio de Trueba


Cuento


I

Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.

—¿Qué es guerra?— había preguntado a mi madre.

Y ésta me había contestado:

—Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es matarse los hombres unos a otros.

—Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie, y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra.

Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.

Este proceder de mi madre, que al parecer no podía influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de fieras.

Los chicos de la aldea me acusaban de collón, viendo, por ejemplo, que cuando se mataba el cerdo en casa, en vez de hacer lo que en tal caso hacían ellos, que era ayudar a sujetar las patas del pobre animal sobre el banco en que se le tendía para meterle el cuchillo, o encargarse de la faena de revolver con un palo la sangre que iba cayendo en la caldera, yo me escapaba de casa al castañar inmediato y allí me estaba llorando y tapándome los oídos para no oír los dolorosos gruñidos del cerdo, y no volvía hasta que éste había dejado de padecer, fausta nueva que me daba el humo del helecho o de la paja con que se le chamuscaba en la portalada.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Modo de Dar Limosna

Antonio de Trueba


Cuento


I

Una tarde íbamos en la diligencia de Bilbao a Durango un señor cura, un aldeano y yo. El señor cura era lo que se llama un bendito, porque con el candor y el buen corazón suplía lo mucho que le faltaba de talento y perspicacia. El aldeano era más hablador que el mus y más agudo que lengua de envidioso. Y yo era un curioso observador que, aunque parezca que mira al plato, mira a las tajadas, es decir, que cuando parece que sólo piensa en los cuentos y anécdotas populares que escucha, piensa en la filosofía que aquellos cuentos y anécdotas encierran.

Como Vizcaya no tiene más que diez y seis o diez y siete leguas de largo y once o doce de ancho, y la población apenas se interrumpe y está toda ella cruzada de carreteras y casi todos los vizcaínos nos reunimos con frecuencia en los mercados de las villas, y en las romerías, y en las ferías, y en las juntas generales de Guernica, donde hace más de mil años nos gobernábamos libremente y sin ocurrírsenos si éramos liberales o dejábamos de serlo, todos nos conocemos, y por donde quiera que vayamos vamos entre amigos, o cuando menos entre conocidos. Así era que el señor cura, el aldeano y yo íbamos conversando como amigos, a lo que contribuía también la rarísima circunstancia de ir solos en la diligencia, que casi siempre va atestada de gente.

Siempre que la diligencia se detenía o acortaba el paso al emprender una cuesta, se subía al estribo algún mendigo a pedirnos limosna, porque si los vascongados rarísima vez mendigan ni en su tierra ni en la agena, en cambio las Provincias Vascongadas son la tierra de promisión para los de otras más infortunadas.

El aldeano y yo dábamos limosna a todos los pobres; pero el señor cura, después de llevarse la mano al bolsillo del chaleco, la retiraba como arrepentido de su buena intención, y era el único que no daba limosna.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Gloria y Obscuridad

Armando Palacio Valdés


Cuento


Acaece a los hombres que han gustado las dulzuras de la gloria lo mismo que a los que frecuentan las salas de juego. Éstos ya no encuentran en el mundo nada que les complazca, sino las fuertes emociones de ganar o perder dinero. Aquéllos ya no pueden vivir sino siendo a todas horas y por todos lisonjeados. Cuando las lisonjas no llegan, se va a buscarlas con mil artificios y violencias. Se adula a los seres más despreciables para obtenerlas; se urden intrigas; se hacen favores a aquellos a quienes se odia; se escuchan dramas soporíferos y se leen libros indigestos; se sube a las buhardillas y se baja a los sótanos; se practican todas las obras de misericordia sin misericordia. Se vive, últimamente, en un estado de perpetua inquietud y vigilancia. ¡Todo para cazar la gacetilla arrulladora!

Esta es la vida feliz que disfrutan la mayoría de los llamados grandes hombres. Voltaire, Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Castelar, no han llevado otra.

Y es que el manjar de la gloria tiene un sabor tan pronunciado, que quita el gusto a todos los demás platos.

* * *

Siempre y en todas partes la envidia se ha cebado en los hombres de verdadero mérito. Por lo cual ocurre preguntar: «¿Cómo es posible que los necios hayan visto tan claro, siendo necios, el mérito de los hombres superiores?» Solamente porque la envidia es una pasión que en vez de turbar el cerebro, como las otras, lo esclarece. Gracias a ella, cualquiera puede sin esfuerzo separar el oro del similor en los dominios de la inteligencia.

* * *

Sucede a los escritores muy agasajados de la prensa lo que a los niños mimados. Cuando se les deja solos o no se les hace caso, se afligen horriblemente. Éstos chillan como desesperados. Aquéllos se lanzan de nuevo a la publicidad, con la esperanza de llamar nuevamente la atención, y escriben la serie de fruslerías que todos conocemos.

* * *


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Una Velada

Ángel de Estrada


Cuento


Varios objetos de importancia componen el ajuar del salón de la fonda. Sobre la pared blanca con su cal nueva, un retrato de Zumalacárregui, luce boina azul, símbolo de la nacionalidad del mesonero. En un ángulo, con el teclado para adentro, un piano Pleyel, muestra rota su tela, y por entre ella surgen dos travesanos como internos huesos grises. Al frente se ve un retablo en forma de gruta con su Ángel Custodio arriba, y en el hueco, al Niño-Dios, la Virgen, y un trozo de buey al lado de un San José ciego.

Poned una mesa de pino sobre la alfombra desteñida, y entre dos puertas y sus cortinas de crochet blanco, una lámpara colgante, y he ahí el escenario.

El médico del pueblo diserta por lo largo aquella noche. Las nuevas de la ciudad han sido terribles; la fiebre amarilla está en su apogeo. Y la voz del conferenciante hace desfilar las pestes todas, desde la negra hasta el cólera. — Vengamos á cuentas — exclama un viejo octogenario:— Qué nos importa de lo antiguo, y ni aun que el cólera ande merodeando en los alrededores de Genova? ¿La peste de Buenos Aires puede ó no asolar el campo?

El médico se repantigó en su asiento. Todos clavaron en él la vista, pero don Juan Benítez, malogrando otra nueva conferencia, exclamó al punto:

— No sale de las costas; es científico. Ni aquí, ni aun en Flores habrá un solo caso.

Se sintió en la rueda respiro de feliz holgura, y un fraile franciscano sonrió melancólicamente. Su actitud atrajo la atención.

— ¿Marcháis siempre, padre?

— Mañana mismo.

— Pues es valor!

— Es voluntad de Dios.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Bohemio

Armando Palacio Valdés


Cuento


No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:—Vaya usted por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la acera.

Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una pieza suya titulada El que nace para ochavo, no desprovista enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas.

Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:

—¿Será ese?

—¡Imposible!—replicó Serrano.

No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos a él, Serrano le sacudió levemente:

—Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?


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El Silbato de Plata

Carlos Gagini


Cuento


«Abordo del Red Star se necesita un marinero experto, robusto, avezado a los peligros y que sepa hablar inglés. Contrata por dos años; salario, sesenta dólares al mes. En caso de muerte su familia recibirá indemnización de mil dólares».

Este aviso, escrito en inglés y en castellano y pegado en uno de los postes del muelle de Puntarenas, atrajo la atención de los desocupados que desde el amanecer había acudido a la playa para admirar el esbelto yate pintado de blanco con un estrella roja en cada banda, cuyo casco mecía indolentemente como un cisne en las verdosas aguas de la bahía.

El Red Star era propiedad del renombrado naturalista y archimillonario inglés Mr.Evans, quien después de recorrer las regiones menos conocidas de Brasil, se preparaba a explorar las no menos misteriosas del Asia Central, dejando depositadas en Puntarenas algunas de sus valiosas colecciones.

Cuando los curiosos comenzaron a desbandarse, uno de ellos se alejó cabizbajo, repitiendo entre dientes: «Me conviene, no hay duda». Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, fornido, moreno, de fisonomía inteligente y enérgica. Feliciano, o Chano, como le llamaba todo el mundo, había servido seis años en los vapores ingleses de la India; pero cuando se casó echó el ancla en su pueblo natal y se dedicó al aleatorio negocio de la pesca. Nadie más valiente, honrado y feliz que él: en su humilde vivienda moraban la dicha y la paz: su esposa, modelo de virtudes; su hija María, guapa, hacendosa y honesta.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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