Textos mejor valorados disponibles publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 11

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textos disponibles fecha: 26-10-2020


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Juan Palomo

Antonio de Trueba


Novela corta


I

Ha transcurrido un año desde que se escribieron los cuentos que anteceden.

Su autor, que vagaba en Madrid hacía veinte como pájaro sin nido, suspirando por un hogar que pudiera llamar suyo, tiene ya hogar y familia, gracias a ti, Dios mío, que le has dado una dulce compañera con quien compartir sus alegrías y sus tristezas en esta larga jornada de la vida, que sigue con el cansancio en el cuerpo y la resignación en el alma.

¡Señor! Al entrar en el seno de la familia, mis primeras palabras deben ser para bendecirla, y he aquí que una bendición a la familia es el cuento que empiezo a contar a aquella de quien, sentado bajo los nogales que sombrean la casa de mis padres, espero decir un día al pasajero, como el hijo de Teresa: « ¡He ahí la santa madre de mis hijos!»

II

Entre los recuerdos que traje, amor mío, de mi valle natal, y que por espacio de veinte años de trabajos y penas he conservado ungidos con el perfume de la inocencia con que salieron de aquellas queridas montañas, había muchos cuya custodia he confiado ya al Libro de los cantares y a los CUENTOS DE COLOR DE ROSA; pero son tantos los que guardo aún en mi corazón, que con decir a éste: «Corazón mío, devuélveme el tesoro que te confié cuando por última vez volví, desconsolado, los ojos al hogar de mis padres», tengo todo cuanto necesito para cautivar tu atención y conmover tu alma enamorada y buena.


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53 págs. / 1 hora, 33 minutos / 61 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Creo en Dios

Antonio de Trueba


Cuento


I

Todavía con los ojos húmedos y el corazón agitado por las emociones que habla experimentado al penetrar en el hogar paterno tras una ausencia de veinte años, dejó la aldea nativa una tarde del mes de septiembre de 1859, y me dirigí a un valle cercano, lleno para mí de dulces memorias, como todos los de las nobles Encartaciones.

En el valle a donde me dirigía hay una ermita consagrada a la Virgen de la Consolación, y aquella ermita encerraba para mí recuerdos muy santos, porque mi madre encontraba allí consuelo en sus grandes aflicciones, y más de una vez me llevó asido de la mano al pie del altar de la Virgen, que yo, viéndola con un niño en los brazos, y no comprendiendo aún los misterios de la religión, amaba más por lo que tenía, de madre que por lo que tenía de santa.

Quería yo rejuvenecer aquellos santos recuerdos y dar gracias en aquel humilde templo a la madre de Dios, a cuya intercesión creía deber el haber vuelto a sentarme en el hogar de mis padres y el haber vuelto a postrarme en el templo donde recibí el bautismo.

No intentaré pintar aquí lo que sintió mi corazón cuando penetró en la ermita y cuando dobló la rodilla sobre aquella misma grada donde mi madre la dobló tantas veces, llorando de fe y de consuelo, porque todas estas impresiones, todas estas dulces y santas agitaciones de mi alma, están escritas en un libro que acaso nunca se publicará.

La ermita estaba más blanca, más limpia, más engalanada, más joven que yo la había dejado.

Así que recé y pasé una hora ante el altar, confundiendo en mi pensamiento la idea de Dios con los recuerdos de mi infancia, salí al pórtico de la ermita, donde, sentado en un poyo de piedra, se hallaba un anciano que me había facilitado la entrada en el templo.


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30 págs. / 53 minutos / 63 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Expósito

Antonio de Trueba


Teatro


Personas

MARI-CRUZ.
MARTÍN.
ISABEL.
DON LIBORIO.
ANTÓN.
UN MOZO.


Portalada o plazoleta que precede a la puerta de una casería en la vertiente meridional del valle de Zemudio, en Vizcaya.— Un nogal grande sombrea la portalada.— Al pie del nogal, un banco rústico.— Sobre la puerta de la casería, un balcón con antepecho de madera y una parra por adorno y quitasol.— En el rondo del valle, heredades verdes y caserías blancas.— En la vertiente opuesta, en primer término, collados con algunas caserías rodeadas de heredades, y en último, las altas cumbres del Jata.— Al Oeste, el mar, que comienza en el abra que separa a Santurce y Algorta, y se ensancha y se dilata y se pierde en la azul inmensidad del horizonte.

Escena I

MARTÍN, solo.— Es un joven de veinte a veintidós años, que viste pantalón blanco de lienzo, blusa azul y boina encarnada.— Repican campanas hacia el fondo del valle, donde se descubre un campanario.


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16 págs. / 29 minutos / 60 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sorpresa

Armando Palacio Valdés


Cuento


Más de una vez me acaeció despertar, tras un corto sueño durante el día, tan sorprendido de mi existencia como si realmente naciese en aquel instante.

«¿Qué es esto, qué es esto? ¿Qué soy yo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué es el mundo?», me preguntaba estremecido. Tan grande era mi estupefacción, que me costaba trabajo el no romper en gritos de terror y admiración. El velo de lo infinito temblaba delante de mí como si fuera a descorrerse. Un relámpago iluminaba el misterio. Mi alma en aquel instante no creía más que en sí misma; pensaba vivir en el seno del Todo; no se daba cuenta de que ya estaba desprendida, y rodaba como una hoja que el huracán arrastra. «Estas formas que veo—me decía—son extrañas a mi ser; yo no pertenezco a ellas, ni ellas a mí. ¿Será verdad que mi alma sueña los cuerpos?» La muerte me parecía tan inconcebible como la nada. El relámpago descubría un horizonte indeciso, inmenso, azulado. En los confines lucía una aurora. «Mi sitio está allí: allí quiero ir. ¿Pero mis ojos podrán recibir los rayos de ese sol cuando se levante?»

Aquel despertar antojábaseme un sueño, y apetecía dormir para despertar realmente. Sí; quería despertar para comprender, para vivir; quería romper los muros de mi propio ser y asomarme a lo eterno. ¡Cómo reía el espíritu en aquel momento del protoplasma, la generatio spontanea, la teoría celular, la evolución, y de todas las demás explicaciones que se han dado de lo inexplicable!

Vivimos sobre una pequeña hoja como el gusano, la recorremos lentamente, descubrimos sus pequeñas vetas, que nos parecen caminos maravillosos; pensamos conocer los secretos del Universo porque conocemos sus partes blandas y duras. Llega el relámpago, y los ojos, aterrados, descubren la miseria de nuestra ciencia. ¡Oh pequeña hoja del saber humano, cuán pequeña eres!


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1 pág. / 2 minutos / 53 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Muerte de un Vertebrado

Armando Palacio Valdés


Cuento


Más de una vez me acaeció despertar, tras un corto sueño durante el día, tan sorprendido de mi existencia como si realmente naciese en aquel instante.

«¿Qué es esto, qué es esto? ¿Qué soy yo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué es el mundo?», me preguntaba estremecido. Tan grande era mi estupefacción, que me costaba trabajo el no romper en gritos de terror y admiración. El velo de lo infinito temblaba delante de mí como si fuera a descorrerse. Un relámpago iluminaba el misterio. Mi alma en aquel instante no creía más que en sí misma; pensaba vivir en el seno del Todo; no se daba cuenta de que ya estaba desprendida, y rodaba como una hoja que el huracán arrastra. «Estas formas que veo—me decía—son extrañas a mi ser; yo no pertenezco a ellas, ni ellas a mí. ¿Será verdad que mi alma sueña los cuerpos?» La muerte me parecía tan inconcebible como la nada. El relámpago descubría un horizonte indeciso, inmenso, azulado. En los confines lucía una aurora. «Mi sitio está allí: allí quiero ir. ¿Pero mis ojos podrán recibir los rayos de ese sol cuando se levante?»

Aquel despertar antojábaseme un sueño, y apetecía dormir para despertar realmente. Sí; quería despertar para comprender, para vivir; quería romper los muros de mi propio ser y asomarme a lo eterno. ¡Cómo reía el espíritu en aquel momento del protoplasma, la generatio spontanea, la teoría celular, la evolución, y de todas las demás explicaciones que se han dado de lo inexplicable!

Vivimos sobre una pequeña hoja como el gusano, la recorremos lentamente, descubrimos sus pequeñas vetas, que nos parecen caminos maravillosos; pensamos conocer los secretos del Universo porque conocemos sus partes blandas y duras. Llega el relámpago, y los ojos, aterrados, descubren la miseria de nuestra ciencia. ¡Oh pequeña hoja del saber humano, cuán pequeña eres!


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1 pág. / 2 minutos / 46 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Leyes Inmutables

Armando Palacio Valdés


Cuento


El hombre del mundo que yo pensaba menos expuesto a volverse loco era mi amigo Montenegro.

Era un ser tímido, reflexivo, metódico, lector asiduo de La Época, apuntador incansable de todos sus gastos, hasta de las cajas de cerillas que compraba.

Y, sin embargo, cayó repentinamente en una espantosa demencia.

Una tarde le encontré en el Retiro, y me pidió un millón de pesetas para la canalización del río Manzanares. Se trataba de un negocio que importaría, aproximadamente, cincuenta millones; él se había suscrito ya por veinticinco: le faltaba la mitad; pero contaba con los banqueros más importantes de Madrid, y conmigo, por supuesto.

Para llevar a feliz término este proyecto grandioso, le parecía muy conveniente, se puede decir indispensable, hacerse diputado. «Ya ves, en España la política lo absorbe todo... Si uno no es diputado», etc., etc.

Montenegro lo fué. Es decir, no lo fué; pero como si lo fuese. Una tarde se presentó en el Congreso poco antes de abrirse la sesión; hizo avisar al presidente de que un señor diputado electo deseaba jurar. El presidente ordenó todo lo necesario para tan solemne acto, el crucifijo, los Evangelios, etc.

Se dió la voz: «Un señor diputado va a prestar juramento.»

Los que estaban en los escaños se pusieron en pie, y Montenegro, vestido de etiqueta y escoltado por los maceros, se presentó en el salón y avanzó majestuosamente hacia la Presidencia.

¿Por qué ríe todo el mundo a carcajadas? Es que Montenegro llevaba un zapato negro de charol y otro de color. El presidente le pregunta su nombre, se entera de que no es diputado, sospecha que se trata de un loco, y lo hace retirar.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Sociedad Primitiva

Armando Palacio Valdés


Cuento


La verdad es que para indemnizarme de los juegos de los hombres grandes, no encuentro nada más agradable que los juegos de los pequeños. Los de los primeros son pesados, nocivos, melancólicos, particularmente la política; los de los segundos, alegres, expresivos, llenos de profundas enseñanzas.

Por eso, cuando paseo en el parque del Retiro, acostumbro a sentarme en cualquier banco de madera (nunca de piedra, por razones que me reservo), y paso momentos bien gratos contemplando el bullicio de los niños.

En este pequeño mundo, como en el otro, existen toda clase de pasiones, desde la envidia rastrera hasta el sublime heroísmo; el amor, los celos, la arrogancia, el valor y el miedo. Pero todas ellas son adorables, encantadoras, porque todas son naturales. La Naturaleza no produce cosas feas. Es nuestra infame reflexión quien las introduce en la vida.

Luego, aquellas escenas que presencio me transportan a las primeras edades del mundo y a los comienzos de la sociedad humana. ¡Qué santa libertad para anudar y deshacer relaciones! La amistad cordial, el odio franco, la envidia declarada, la vanidad ostensible, el miedo confesado. Es una sociedad primitiva; es el ser humano independiente y libre, dominador de la existencia y recreándose en ella.

Una niña cruzó por delante de mí con paso lento, casi solemne, dirigiendo miradas de atención complaciente a todas partes. Era una preciosa criatura de seis a siete años, rubia como una mazorca. Su mamá, sin duda, era aficionada a las flores. Ella las miraba y remiraba, parándose delante de una y de otra, acariciándolas alguna vez con su manecita, tan blanca, tan primorosa, que no desmerecía de ellas. ¿Su mamá era inteligente en jardinería? Pues ella también lo era, y lo demostraba cortando con unas tijeritas las hojas que les sobraban.


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4 págs. / 7 minutos / 62 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Opacidad y Transparencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay pocos hombres con los cuales me agrade tanto el encontrarme como con el doctor Mediavilla. Es afable, despreocupado, culto, observador, ingenioso y siempre ameno. No es frecuente que nos tropecemos, pues gravitamos en órbitas distintas; pero cuando esto sucede, pasamos largo rato departiendo en medio de la acera, o bien me invita a entrar en el café más próximo, y bebemos una botella de cerveza.

Sólo tiene para mí una desventaja su conversación. Nunca discurre acerca de lo que más sabe y pudiera instruirme, de las ciencias físicas y naturales, en las cuales está reputado como sabio eminente. O por la necesidad de reposarse de estos estudios y cambiar momentáneamente la dirección de sus ideas, o impulsado por una cortesía mal entendida, suele hablarme de literatura y de política. Lo hace muy bien, mejor que muchos literatos y políticos de profesión; pero no hay duda que sería para mí más provechosa si la plática versara acerca de las ciencias que cultiva.

Otro reparo pudiera acaso oponer a su amenísima charla. El doctor Mediavilla es un pesimista convencido, y presiento que si le tuviera siempre a mi lado concluiría por fatigarme. A largos intervalos, y sazonado por un ingenio sutil y penetrante, su pesimismo interesa y convence.

No hace muchos días, la casualidad me hizo dar con él no muy lejos de la puerta de su casa, hacia la cual se encaminaba. Caían algunas gotas de lluvia, y no habiendo por allí ningún café próximo, y no queriendo privarse del gusto de charlar un rato, me invitó a subir a su domicilio. Resistí un poco: las presentaciones a la familia me molestan. Comprendiólo él, y me aseguró que no entraríamos en sus habitaciones, sino que subiríamos directamente al laboratorio que tenía instalado en el cuarto tercero de la misma casa.


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8 págs. / 15 minutos / 39 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Tengo un amo, tengo un tirano que, a su capricho, me inspira pensamientos tristes o alegres, me hace confiado o receloso, sopla sobre mí huracanes de cólera o suaves brisas de benevolencia, me dicta unas veces palabras humildes, otras, bien soberbias. ¡Oh, qué bien agarrado me tiene con sus manos poderosas! Pero no me someto, y ésa es mi dicha. Le odio, y le persigo sin tregua noche y día. Él lo sabe, y me vigila. ¡Si algún día se descuidase!... ¡Con qué placer cortaría esta funesta comunicación que mi alma, que mi yo esencial mantiene con la oficina donde el déspota dicta sus órdenes! Quisiera ser libre, quisiera escapar a esos serviles emisarios suyos que se llaman nervios. Mientras ese momento llega, me esfuerzo en dominarlos. Los azoto con agua fría todas las mañanas, les envío oleadas de sangre roja por ver si los asfixio, y me desespero observando su increíble resistencia. Cuantos proyectos hermosos me trazo en la vida, tantos me desbaratan los indignos. He querido ser manso y humilde de corazón, y hasta pienso que empecé la carrera con buenos auspicios. Me pisaban los callos de los pies, y, en vez de soltar una fea interjección, sonreía dulcemente a mis verdugos; cuando alguno ensalzaba mis escritos, me confundía de rubor; sufría sin pestañear la lectura de un drama, si algún poeta era servido en propinármela; leía sin reirme las reseñas de las sesiones del Senado; ejecutaba, en fin, tales actos de abnegación y sacrificio, que me creía en el pináculo de la santidad. Mis ojos debían de brillar con el suave fulgor de los bienaventurados. Me sorprendía que tardara tanto en bajar un ángel a ponerme un nimbo sobre la cabeza y una vara de nardo en la mano.


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2 págs. / 3 minutos / 53 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pragmatismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El sol se puso rojo. La negra, horrible nube se acercó, y las tinieblas invadieron el cielo, momentos antes sereno y transparente.

Entonces los camellos se arrodillaron, y los hombres se volvieron de espalda y se prosternaron también. Los caballos se acercaron temblando a los hombres, como buscando protección.

El furioso khamsin comenzó a soplar. No hay nada que resista al impetuoso torbellino. Las tiendas, sujetas al suelo con clavos de hierro, vuelan hechas jirones, y la arena azota las espaldas de los hombres; sus granos se clavan en los lomos de los cuadrúpedos, haciéndoles rugir de dolor.

Aguardaron con paciencia por espacio de dos horas, y la espantosa tromba se disipó. Entonces el sol volvió a lucir radiante; el aire adquirió una transparencia extraordinaria.

Los pacientes camellos se alzaron con alegría, los caballos relincharon de gozo, y los hombres lanzaron al aire sonoros hurras. Estaban salvados.

Habían salido de Río de Oro hacía algunos días, y, audaces exploradores, se lanzaron por el desierto líbico para alcanzar el país de los árabes tuariks. Les faltaba el agua; pero esperaban llegar aquel mismo día al gran oasis de Valatah. Así lo pensaba y lo prometía su guía Beni-Delim, un hombre desnudo de medio cuerpo arriba, de tez rojiza, nariz aguileña, cabellos crespos y mirada inteligente.

—¡Beni-Delim! ¡Beni-Delim! ¿Dónde está Beni-Delim?

Beni-Delim había desaparecido.

Entonces la consternación se pintó en todos los semblantes. El traidor había aprovechado los momentos de obscuridad y de pánico para huir, dejándolos en el desierto sin guía. Estaban perdidos.

El jefe de la expedición, un italiano hercúleo de facciones enérgicas y agraciadas, les gritó:

—¡No hay que acobardarse, amigos! Cuando ese miserable ha huído, el oasis no debe de estar lejos. ¡En marcha!


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2 págs. / 4 minutos / 48 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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