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textos disponibles fecha: 26-10-2020


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El Tesoro de Coco

Carlos Gagini


Cuento


(Publicado en el n.° 1983 de El Pacifico, del 26 de agosto de 1911).
 

Señor Redactor de El Pacífico:

Al retiro en donde vivo hace más de un año, olvidado de Dios y de los hombres, ha llegado el rumor de que se proyecta una expedición a la Isla del Coco para buscar el tesoro enterrado por los piratas. Ésta noticia me obliga a revelar un secreto que había pensado llevar conmigo al sepulcro. Helo aquí, señor Redactor: el tesoro fué encontrado el 3 de mayo de 1910 por dos individuos: uno de ellos es el que esto escribe; en cuanto al nombre del otro me lo reservo por razones que expondré más adelante. En Marzo de ese año me encontraba yo en la vega del río Jesús María excavando sepulturas de indios, y ya había recogido buena cantidad de cacharros, hachuelas e ídolos de piedra, cuando una mañana mis dos peones desenterraron un esqueleto que por su tamaño y por la forma del cráneo no parecía pertenecer a la raza indígena. Sorprendido por el hallazgo hice remover cuidadosamente la tierra de la sepultura y apareció una daga muy oxidada y luego un tubito de hojalata bien conservado.

Dentro de él encontré un pedazo de pergamino amarillento, como de dos decímetros cuadrados, sobre el cual estaba dibujado un mapa. Era el contorno de una isla, trazado con tinta azul, sin detalles ni más nombre que el de Wafer en la parte inferior y una calavera en el ángulo superior izquierdo. Debajo del mapa estaba escrito en tinta roja: h. boulder, 150 y N. 10 y E.; y luego estos tres nombres en columna: Wilson, Danbury, Mortimer.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Bruja de Miramar

Carlos Gagini


Cuento


Ni aún los más guapos del pueblo se atrevían a aventurarse de noche por la calleja del río, temerosos de aquella lucecilla que parpadeaba en la sombra como un ojo felino; y si algún labrador era sorprendido por la oscuridad al volver del abrevadero con su yunta, pasaba de prisa y persignándose delante de la casucha sin atreverse a mirar, por el ventanillo siempre abierto, la humilde estancia alumbrada por una vela de sebo, la mesa llena de potingues, el baúl desvencijado, la camilla de lona y el fogón donde se calentaba la frugal cena.

Sentada en un banquillo al lado de la mesa, una mujer cincuentona, de nariz aguileña, ojillos penetrantes y tupidas cejas grises, removía sin cesar el contenido de un mortero.

Llamábanla en Miramar la Tía Mónica y pasaba por bruja. Vivía absolutamente sola en aquella choza sin vecindario, cultivando de día una huerta de media hectárea y confeccionando de noche jabón de hiel, jarabes para la tos y otros menjurjes que junto con sus hortalizas iba a vender al pueblo dos veces por semana. Comprábanle sus artículos más por miedo que por caridad; y fue sin duda por alejarla de la aldea por lo que don Alonso, el dueño de los terrenos colindantes, insistía en comprarle la exigua finca. ¿Venderla? Ni por pienso. ¿Cómo deshacerse de una propiedad que le proporcionaba la subsistencia y le permitía vivir sin mendigar favores de nadie?

Allí veía deslizarse los años, siempre atareada y silenciosa, cada día más flaca y huraña, gastada prematuramente por las penas del alma y los achaques del cuerpo.

Pero cuando rendida del ajetreo diurno se echaba sobre su pobre lecho, una sonrisa de inefable dicha entreabría sus marchitos labios y parecía iluminar como una aurora las paredes de la estancia. Y es que no hay nadie, por infeliz que sea, que no tenga un recuerdo o una ilusión que mitigue sus penas ... Y la Tía Monica tenía un hijo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pitágoras

Armando Palacio Valdés


Cuento


Entre los muchos filósofos con quienes tropecé en las casas de huéspedes que he recorrido mientras seguí la carrera de Ciencias, ninguno más enamorado de la Filosofía que mi amigo Amorós. Puede decirse que no vivía más que para esta dama de sus pensamientos. El duro catre de la patrona, sus garbanzos no mucho más blandos, sus albondiguillas, sus insolencias, eran para él sabrosas penitencias que ofrecía en holocausto a su adorada Metafísica. Los demás murmurábamos; a veces rugíamos de dolor e indignación: él sonreía siempre, no comprendiendo que se diese tanta importancia a que las sábanas nos llegasen a la rodilla o un poco más abajo, que el agua de la jofaina tuviese cucarachas, y otras niñerías por el estilo.

Primero faltaría el sol en su carrera que él a sus cátedras de la Universidad, y el que quisiera poner el reloj en hora no tenía más que atisbar sus entradas y salidas en el feo y sucio portal de la Biblioteca Nacional. Unas veces leía a Platón, otras a Aristóteles; pero el mayor filósofo, a su entender, que había producido el mundo era Krause, porque había resuelto el problema de armonizar el panteísmo con el teísmo por medio de una lenteja esquemática, que nos mostraba poseído de profunda admiración. Inútil es decir que a los que estudiábamos Derecho, o Ciencias, o Farmacia, nos despreciaba, mejor dicho, nos dedicaba un desdén compasivo que a algunos hacía reir, y a otros montar en furor. Porque éramos seis o siete los que, bajo el yugo ominoso de doña Paca, estudiábamos en aquel cuarto tercero de la plaza de los Mostenses diversas carreras liberales. De su desdén nos vengábamos llamándole siempre Pitágoras, negándole la existencia del espíritu, y pellizcando en su presencia a la doméstica que nos servía a la mesa. Esto último era lo que más desconcertaba al bueno de Amorós, que era casto como un elefante y se enfurecía de que se tomase a la Humanidad como medio, y no como fin.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Caja de Oro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que a veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la bata, o en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola así inaccesible.

Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿a qué venía la ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales prendas, o se llevan mucho más cerca, o se custodian mucho más lejos: o descansan sobre el corazón o se archivan en un secrétaire bien cerrado, bien seguro… No eran despojos de amorosa historia los que dormían en la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y volutas de verde ojiacanto.

Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista a una historia, tal vez a una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto, antojadizo y, por contera, entremetido y fisgón impertinente. Lo cierto es que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse en juego los ilícitos, y heroicos… Mostréme perdidamente enamorado de la dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en apariencia a una mujer, cuando sólo cortejaba a un secreto; hice como si persiguiese la dicha… cuando sólo perseguía la satisfacción de la curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si la victoria realmente me importase, me la concedió… , por lo mismo que al concedérmela me echaba encima un remordimiento.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Recuerdo

Felipe Trigo


Cuento


No había andado Juana la mitad del camino hacia la viña, con un cesto de mimbres al cuadril, cuando entre las encinas de la sierra se presentó Chuco de sopetón, diciendo:

—Mía tú, Reina, vengo escapao porque te vide llegar desde las pizarreras donde tengo la cabrá. Te quió decir una cosa. Mañana ya sabes que me voy a la ziudá, a la melicia; pues, vélaqui lo que traigo.

Chuco entregó un papel a su novia.

—¡Calla! ¿Y quién este santo...? ¡Eres tú!—exclamó ella admirada.

—Y toas qu’es verdá... Y que ma retratao el señorito ese, amigo del amo, ca venío de temporá al cortijo. Le trompecé ayer tarde en la ermita, pintando toa la fachá y toos los árboles y too... Liamos un cigarro, y aluego dijo que quería retratarme; yo le dije que bueno; me puso el garrote asina, como estás viendo ahí, y en menos de na, que toma, que deja, que raya p’arriba que raya p’abajo, ya tenía too el muñeco formao. Iba a largarse, después de parlar un rato, cuando, sin saber por qué, me acordé de ti. ¿Por qué no me había de hacer otro retrato pa ti...? Se lo dije lo mesmo que lo pensaba, y él, que debe ser mu largo, se echó a reir y lo hizo en seguía. Ese es, Reina, pa que lo guardes mientras ando yo por esos mundos... Pues, bueno; yo no he dormío ni migaja en toa la noche pensando al respetive qu’es menester que tú me des tamíen un retrato.

—Y yo... ¿cómo?—preguntó Juana dejando de mirar el de Chuco.

—Escucha, asina: vete en cuatro brincos a la alamea de la Tabla Grande del río, que allí se paró don Luis hace un poco, al salir el sol, y apreparó los chismes como pa pintar el molinillo, y amáñate pa ve cómo pué retratate. Anda, Reina; no me voy a se sordao si al llevaros esta noche la jarra de leche no me le tienes... ¿Lo oyes? ¡Que se me ha metió en la chola, y no me voy aunque sepa dar en un presillo!


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Canto

Ángel de Estrada


Cuento


Se sintió Frank mejor, y tomó la caja en que dormía su violin crispado de frío. Desde la bohardilla se veía á través de un cristal sucio, un pedazo de luna gualdosa, contándole á una nube las monotonías y tristezas de su viaje.

El violinista Frank, con ademán cómico, le hizo un saludo:

—Hasta luego, señora!

Se detuvo fatigado al pie de la escalera, y se abrochó el gabán, silbando un lindo vals de moda en otro tiempo. Los faroles le alumbraron luego, bajo los árboles desnudos de la calle.

Un fuerte aguacero había concluido con las lloviznas de una semana. El pavimento en las suaves ondulaciones de la madera, lucía como espejo, y adquiría á la distancia, en la zona de los focos eléctricos, refulgencias platíneas y doradas para desvanecerse bajo los ojos en el gris negro lavado. Los coches reflejaban sobre él, capotas, ruedas, caballos; con sombras y líneas que una mano invisible parecía construir, romper y arrebatar, sobre el lienzo de una linterna mágica.

Frank sintió subir del fondo del alma, la marea de muchas cosas fugitivas como esas imágenes. En el deslumbramiento vago de emociones no precisas, se fijaron después; y el antiguo vigor, las empresas olvidadas, sus visiones de gloria, resurgieron como despertando de un sueño.

Aspiró el enfermo con voluptuosa delicia el olor de lluvia del ambiente, que tenía mucho de la salud del cielo, y la esperanza descendió á su tristeza con suave encanto. Su andar se hizo más ligero, y con placer acariciaron sus ojos, los paisajes de las vidrieras.

Se detuvo entre dos plátanos. Una criatura tocaba su acordeón en el ambiente de hielo, y la pieza alegre exhalaba un suspiro de dolor. Era el extraño acorde de una risa y un martirio.

— Véte á casa —dijo Frank, y volcó el bolsillo.

— Sea siempre feliz — contestó el niño, con voz enternecida, alzando al piadoso sus cuencas de ciego.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Página Íntima

Ángel de Estrada


Cuento


—¿No vas á enterrar al padre Eusebio? se me dijo esta mañana. Yo no sabía que en la tarde anterior había muerto, y me puse en camino.

El colegio y la casa de los buenos sacerdotes queda en un barrio lejano, frente á una capilla sombreada por añosos paraisos. Árboles queridos, porque en sus ramas se agitaban, há doce años, murmurios acariciadores cuando nuestras almas conocían más del cielo que de la tierra. En esa capilla hicimos con mi hermano Santiago la primera comunión. Por eso viven aquí dentro, las luces del color de sus cristales, con la memoria de días perfumados en la paz del claustro.

Y hoy he vuelto, con el alma enferma, á ver sus árboles y muros, en compañía de mi padre encanecido por los años y las amarguras, sin el otro compañero que nos dejó para siempre. ¡Cuan lejana aquella mañana de sol, en que sentíamos florecer la primavera mística, santificada por enternecimientos benditos! Cuando entré á la portería, donde con el otro niño mirábamos con asombro las telas de los monjes penitentes; cuando pasé á la sala donde yacía el cadáver del noble sacerdote; entre todas aquellas cosas que murmuraban frases antiguas, creí ver al muerto fuera del ataúd, rezando en su breviario, con el aire de un abuelo ungido por el Señor.

Salí después á contemplar el patio. La casa ha sufrido reformas, pero siempre tiene la parra, y el comedor antiguo con sus ventanas y rejillas. La puerta verde, que llevaba á las aulas del colegio, ha desaparecido. Los gorriones pían en los árboles como antes, y son otros. No se siente por sobre la pared la algazara del recreo; no se oye la voz del maestro gritando: — á clase, es la hora. Ah! la blusa azul, tan fea y tan hermosa, tan pobre y tan rica, me mira con tristeza, desteñida por los años...


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La Guerra Civil

Antonio de Trueba


Cuento


I

Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.

—¿Qué es guerra?— había preguntado a mi madre.

Y ésta me había contestado:

—Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es matarse los hombres unos a otros.

—Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie, y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra.

Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.

Este proceder de mi madre, que al parecer no podía influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de fieras.

Los chicos de la aldea me acusaban de collón, viendo, por ejemplo, que cuando se mataba el cerdo en casa, en vez de hacer lo que en tal caso hacían ellos, que era ayudar a sujetar las patas del pobre animal sobre el banco en que se le tendía para meterle el cuchillo, o encargarse de la faena de revolver con un palo la sangre que iba cayendo en la caldera, yo me escapaba de casa al castañar inmediato y allí me estaba llorando y tapándome los oídos para no oír los dolorosos gruñidos del cerdo, y no volvía hasta que éste había dejado de padecer, fausta nueva que me daba el humo del helecho o de la paja con que se le chamuscaba en la portalada.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Secreto de Lelia

Carlos Gagini


Cuento


Un mes después de publicada en una revista la verídica relación que con el título de Espiritismo aparece en este volumen, recibí de Guatemala una carta, escrita con caracteres menudos y aristocráticos, cuyo contenido causará en el lector la misma sorpresa que a mí me produjo. La copio textualmente:


«Muy señor mío: Como esas flores marchitas que escondidas entre las hojas de un libro evocan en nuestro ánimo toda una historia de amor, así el artículo que usted dedicó a mi pobre Raúl ha hecho revivir en mi memoria un pasado melancólico que en vano he tratado de cubrir con la losa del olvido. A usted que fue su mejor, acaso su único amigo, puedo confiarle mi secreto sin temor de que lo juzgue pueril o ridículo. Soy árabe, me llamo Lelia y nací en Esmirna. Mi padre, después de poseer grandes riquezas que le permitieron darme en París esmerada educación, perdió de golpe toda su fortuna y murió casi al mismo tiempo que mi madre, dejándome al cuidado de un amigo íntimo suyo, hombre de edad madura, acaudalado, instruido y bondadoso.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Profesor León

Armando Palacio Valdés


Cuento


La otra noche en el café donde tengo costumbre de asistir, versó la conversación sobre los maestros y catedráticos que habíamos tenido los que en torno de la mesa nos juntábamos. Cada cual dio cuenta de los talentos, las manías y los rasgos más o menos donosos de los suyos, sazonando la descripción con anécdotas graciosas o desabridas, según el numen del narrador.

Mi amigo Duarte, notario, persona distinguida, de carácter observador y muy cursado en letras clásicas, se llevó la palma. Nos hizo la pintura de un antiguo profesor suyo, tan original y chistoso, que merece la pena de darlo a conocer al público. Con permiso de mi ilustrado amigo, voy a hacerlo, adoptando en cuanto sea posible las mismas palabras con que él nos lo describió.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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