Una vez que el
itinerario nos ha traído hasta aquí —dije a mis compañeros de excursión—
¿por qué no hacemos una visita a sor Trinidad, que se llamó en el mundo
Carolina Vélez Puerto?
—¡Ah! ¿Pero está aquí Carolina? —interrogó Gil Grases, el más animado
y bromista de los que figurábamos en la excursión—. Creí notar en su
voz entonaciones de sobresalto, y comprendí que había cometido un
desacierto. Gil Grases era una criatura adorable, simpático hasta lo
sumo, sin otro defecto que carecer por completo de sentido común.
Cuando se supo la nueva de la vocación de Carolina, se atribuyó al
modo de ser de la calamidad de Gil Grases, al convencimiento de lo
infeliz que sería con él, por lo cual, y prefiriendo vida más sosegada,
había puesto ante su amor sus votos de religiosa.
El convento se encontraba sobre la villita y producía una
impresionante sensación de soledad y paz profunda. Era una mole
cuadrada, con muy escasos huecos, defendidos por celosías espesas,
negras, como sombríos ojos en un rostro pálido.
Llamamos al torno del monasterio. Antes de que la hermana tornera abriese, echamos de menos a Gil.
—Puede que siga enamorado de la monja y no quiera verla —susurramos.
Parece que sintió muchísimo que Carolina profesara.
La tornera, después de un «Ave María Purísima» nasal, —nos dijo: «Las
madres están en el coro, pero ya se acaba el rezo. Ahora mismo saldrá
sor Trinitaria con la madre abadesa».
Al poco, volvimos a escuchar el gangueado «Ave María», y la cortina
se descorrió. Entrevimos detrás, en la penumbra, dos figuras muy
veladas. Y al preguntar: «¿Tenemos el gusto de hablar con la madre
abadesa?» —el bulto más grueso dijo al otro:
—Puede alzarse el velo, sor Trina, si estos señores como parece, son amigos suyos.
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