En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa,
porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un
cristiano es cosa que pasma.
A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que,
dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra
persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda;
armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo
podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San
Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su
juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que
arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes
de lobo entre el oro retostado del bigote.
—Entonces, ¿viene por rama? —preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.
—¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?
—¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.
—¿Paseando con la macheta?
—Bueno, cada persona tiene su gusto...
Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio
reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no
lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando
está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían
reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos,
bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?
—¿Tienes la casa muy lejos?
—¿Por qué me lo pregunta? —articuló ella súbitamente recelosa—. ¡Hay
tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un
monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento
zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas
blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!
—Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.
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