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textos disponibles fecha: 27-10-2020


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Atavismos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿De modo —pregunté al párroco de Gondás, que se entretenía en liar un cigarrillo— que aquí se cree firmemente en brujas?

Despegó el papel que sostenía en el canto de la boca, y con la cabeza dijo que sí.

—Pues usted debe combatir con todas sus fuerzas esa superstición.

—¡Sí, buen caso el que me hacen! Por más que se les predica... Y lo que es en esta parroquia especialmente...

—¿Por qué en esta parroquia especialmente? ¿Es aquí donde las brujas se reúnen?

—Mire usted —murmuró el interpelado, enrollando su pitillo con gran destreza y sentándose en el pretil del puente; porque ha de saberse que esta plática pasaba al caer la tarde, a orillas del camino real, y allá abajo las aguas del río, calladas y negras, reflejaban melancólicamente las vislumbres rojas del ocaso—. Mire usted —repitió—, en esta parroquia pasaron cosas raras, y el diablo que les quite de la cabeza que anduvo en ello su cacho de brujería.

—A veces —observé—, los hechos son...

—Justo, los hechos... —confirmó el cura—. Aunque reconozcan causas muy naturales, si los aldeanos les pueden encontrar otra clave, es la que más les gusta... Y lo que sucedió en Gondás hace poco, se explica perfectamente sin magia ni sortilegio ni nada que se le parezca; sólo que en la imaginación de esta gente...

Al expresarse así el abad, sobre la cinta blancuzca de la carretera negreó un bulto encorvado, una mujer agobiada bajo el peso de un haz de ramalla de pino. Desaparecía su cabeza entre la espinosa frondosidad de la carga; pero, sin verle el rostro, el cura la conoció.

—Buenas tardes, tía Antonia... Pouse el feixe muller... Yo ayudo...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Belén

Emilia Pardo Bazán


Cuento


De vuelta a su casa, ya anochecido, don Julio Revenga —sentado en el tranvía del barrio de Salamanca, metidas las manos en los bolsillos del abrigo gabán con cuello y maniquetas de pieles— rumiaba pensamientos ingratos. Su situación era comprometida y grave, doblemente grave para un hombre leal y franco por naturaleza, y obligado por las circunstancias a engañar y a mentir. ¡Qué cara pagaba una hora de extravío! La tranquilidad de su conciencia, la paz de su casa, la seriedad de su conducta, todo al agua por algunos instantes en que no supo precaverse de una tentación.

Mientras el cobrador iba cantando las estaciones del trayecto y el coche despoblándose, Revenga daba vueltas a la historia de su yerro. ¿Cómo había sido? ¿Cómo había podido suceder? Como suceden esas cosas: tontamente. Si no es la quiebra de su amigo y paisano Costavilla, no tendría ocasión de ponerse en frecuente contacto con la hermana, aquella Anita Dolores —mujer ya espigada en los treinta años, y más desenvuelta que candorosa.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En Semana Santa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la cabecera del moribundo estaban Preciosa y Conrado, asistiéndole en sus últimos instantes, temblorosos como el criminal que sube las escaleras del cadalso. Y criminales eran —aunque criminales triunfantes y coronados por el ciego Destino— Conrado y Preciosa. El que, después de largos sufrimientos, sucumbía en el cuarto, impregnado de olores a medicinales drogas, entristecido por la luz amarillenta de la lamparilla, que iba extinguiéndose al par que la vida del agonizante era el esposo de Preciosa, el protector y bienhechor de Conrado; y para los que, de común acuerdo, le engañaron y ofendieron sus canas, no tuvo nunca aquel honradísimo viejo, generoso y confiado como un niño, más que palabras de dulzura y hechos de bondad y amor. Abierta siempre a Conrado su bolsa y su casa; abiertos siempre los brazos y el corazón para Preciosa, cuya juventud no quiso entristecer nunca con severidades de anciano y melancolías de enfermo, el infeliz tenía derecho a la gratitud y al respeto más tierno y grave..., ya que otros sentimientos vehementes no pueda inspirarlos la senectud. Y ahora se moría, se moría lentamente..., después de advertir a Preciosa que quedaba instituida su única heredera, y que, si no sentía repugnancia por Conrado, a quien él miraba como hijo, deseaba que ambos le prometiesen casarse a la terminación del luto.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Jesusa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El matrimonio vio, al fin, cumplidos sus deseos: la niña vino al mundo un 24 de diciembre, circunstancia que pareció señal del favor divino; pusiéronle en la pila el dulce nombre de Jesusa, y la rodearon de cuanto mimo pueden ofrecer a su único retoño dos esposos ya maduros, muy ricos, y que sólo pedían a la suerte una criatura a quien transmitir fortuna y nombre. La cuna fue mullida con pétalos de rosa, y hasta el ambiente se hizo tibio y perfumado para acariciar el tierno rostro de la recién nacida...

Todos hemos narrado alguna vez la triste historia de la niña pobre y desamparada que, harapienta y arrecida, con el vértigo del hambre y la angustia del abandono, vaga por las calles implorando caridad, hasta que cae rendida y la nieve la envuelve en blanco sudario. El grito de la miseria, el clamor del vientre vacío, es penetrante y humano..., pero también sufre el rico, y sus dolores, inaccesibles al fácil consuelo que se reparte con un puñado de monedas, no hallan alivio sino en la misericordia de Dios... El que compare a la chiquilla sin pan ni hogar con la chiquilla envuelta en algodones y harta de goces y juguetes, a la que jamás recibió un beso con la que agasaja en su seno de una madre idólatra, se indignará contra la injusticia social y apelará de ella a la justicia infalible.

Cruzad la calle, deslizad un socorro en la mano escuálida de la mendiga y penetrad después en la morada de la familia de Jesusa. El contraste, al pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cualquier chirimbolo de los que decoran el gabinete, cualquier fruslería de rubia concha y cincelada plata, de las mil esparcidas sobre las mesillas del tocador, vale más de lo que costaría dar un año entero pan, luz y abrigo a la infeliz que tirita allá fuera, en el ángulo de la manzana, en pie contra una cancilla menos dura que algunos corazones.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Nochebuena del Carpintero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


José volvió a su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.

Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba!


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Novia Fiel

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen la relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se había acostumbrado a creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Solo el confesor de Amelia tuvo la clave del enigma.

Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a institución. Diez años de noviazgo no son grano de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de largo.

¡Que linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y del seno, que latía de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban capullos de rosa. Amelia era, según se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Germán la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la frescura de aquel hálito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerísima y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.


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La Oración de Semana Santa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El último chá de Persia, que, según nadie ignora, murió a manos de un fanático, tuvo en su historia una página de muy pocos conocida, y yo la ignoraría también a no referírmela una viajera inglesa, de esas mujeres intrépidas e infatigables que registran con emoción y curiosidad los más apartados confines del planeta. Cómo se las arregló miss Ada Sharpthorn (que así se llamaba la inglesita) para obtener la confianza y casi la privanza del sha y penetrar en la cerrada magnificencia de su palacio y conocer íntimamente a sus allegados áulicos, cortesanos y generales, es punto de difícil investigación; pero seguramente, al aspirar a este resultado, no se valió miss Ada de ningún medio reprobable, pues compiten en esta valiente exploradora la decencia y pulcritud de las costumbres con la austeridad del criterio moral y la delicadeza de la conducta. Si miss Ada gozó privilegios desconocidos en Persia, debe atribuirse a la tenacidad que sabe desplegar la raza anglosajona para conseguir sus propósitos, tenacidad que va haciendo a esa raza dueña del mundo.

Contóme miss Ada el episodio que voy a narrar la tarde del Jueves Santo, mientras recorríamos las calles de Ávila visitando Estaciones. En aquellas calles, que todavía recuerdan por varios estilos la Edad Media española, el nombre de Persia sonaba como el de un país fantástico, de juglaresca leyenda o de romance tradicional; costaba trabajo admitir que existiese. Quizá la misma «irrealidad» de Persia en la pacífica atmósfera de la ciudad teresiana, acrecentó el interés de los extraños recuerdos de viaje que evocaba miss Ada, y que intentaré trasladar al papel sin alterarlos.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Magos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos.

Siguieron, pues, la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos.

«Ahí no encontraremos sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi vista» —murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas.


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Más Allá

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era un balneario elegante, pero no de esos en que la gente rica, antojadiza y maniática, cuida imaginarias dolencias, sino de los que reciben todos los años, desde principios de junio, retahílas de verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, a la hora de la consulta, se ven a la puerta del consultorio gestos ansiosos, enrojecidos párpados y señoras de pelo gris, que dan el brazo y sostienen a señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo pronto: aquellas aguas convenían a los tísicos.

Pared por medio estaban los dos. «Ella», la niña apasionada y romántica, la interesante enfermita que, indiferente a la muerte como aniquilamiento del ser físico, no la aceptaba como abdicación de la gracia y la belleza; que a su paso por los salones, cuando los cruzaba con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un murmuro pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el último instante su corona de encantos, que iba a marchitarse en el sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes, y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si fuese a dirigir alegre y raudo cotillón. «El», el mozo galán, que había derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las advertencias de la tierna e inquieta madre y la indicación hereditaria de los dos tíos maternos, arrebatados en lo mejor de la edad, hasta que un día sintió a su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el incendio que siempre había consumido su alma.


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Palinodia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.


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