Con los brazos arremangados y llevando sobre la cabeza un cubo lleno
de agua, Rosa atravesaba el espacio libre que había entre las
habitaciones y el pequeño huerto, cuya cerca de ramas y troncos secos se
destacaba oscura, casi negra, en el suelo arenoso de la capilla
polvorienta.
El rostro moreno, asaz encendido, de la muchacha, tenía toda la
frescura de los dieciséis años y la suave y cálida colaboración de la
fruta no tocada todavía. En sus ojos verdes, sombreados por largas
pestañas, había una expresión desenfadada y picaresca, y su boca de
labios rojos y sensuales mostraba al reír dos hileras de dientes blancos
que envidiaría una reina.
Aquella postura, con los brazos en alto, hacía resaltar en el busto
opulento ligeramente echado atrás y bajo el corpiño de burda tela, sus
senos firmes, redondos e incitantes. Al andar cimbrábanse el flexible
talle y la ondulante falda de percal azul que modelaba sus caderas de
hembra bien conformada y fuerte.
Pronto se encontró delante de la puertecilla que daba acceso al
cercado y penetró en su interior. El huerto, muy pequeño, estaba
plantado de hortalizas cuyos cuadros mustios y marchitos empezó la joven
a refrescar con el agua que había traído. Vuelta de espalda hacia la
entrada, introducía en el cubo puesto en tierra, ambas manos, y lanzaba
el líquido con fuerza delante de sí. Absorta en esta operación no se dio
cuenta de que un hombre, deslizándose sigilosamente por el postigo
abierto, avanzó hacia ella a paso de lobo, evitando todo rumor. El
recién llegado era un individuo muy joven cuyo rostro pálido, casi
imberbe, estaba iluminado por dos ojos oscuros llenos de fuego.
Un ligero bozo apuntaba en su labio superior, y el cabello negro y
lacio que caía sobre su frente oprimida y estrecha le daba un aspecto
casi infantil. Vestía una camiseta de rayas blancas y azules, pantalón
gris, y calzaba alpargata de cáñamo.
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