Apócrifo
Murió en una de las
ciudades del interior un hombre que había servido siempre en las
fuerzas republicanas; era uno de esos que les llaman chinacos.
Apenas el cuerpo cerró el ojo, el alma, como alma que se lleva el diablo tomó el camino de la eternidad, y al cielo.
Trás, trás, trás, tres golpes a la puerta, pero con garbo.
—¿Quién va? —dijo San Pedro (como era natural, o celestial si os parece mejor) asomándose a la ventanilla del postigo.
—Yo soy, amigo —contestó el chinaco.
—¿Qué se os ofrece?
—Hágame el favor de abrir que vengo cansado.
—Aquí no se abre así no más, —contestó San Pedro enojado—. ¿Qué méritos tiene para entrar?
—¿Qué méritos? Pues mire, viejecito, viví pobre y morí pobre, ¿no le parece?
—¿Y qué más? Eso es algo: pero no basta.
—Pues fui casado.
—¿Qué más?
—Serví bien al cura, y me trató como acostumbra.
—¿Qué es eso de cura?
—¿No lo sabe? Pues horita se lo cuento, en menos que canta un gallo.
—Vamos, vamos, nada de indirectas —dijo San Pedro al escuchar eso del gallo—, al grano.
—Pues como iba diciendo: el cura le llamamos allá en nuestra tierra
al señor que manda más, y ese señor, ha de saber, que cuando nos
necesitaba nos mandaba proclamas y nos trataba muy bien, porque así es
su constelación; pero luego que ganamos se nos volvió muy potestoso y se
ingrateó y nos abandonó del todo.
—Pero ¿que no les daba nada? —dijo San Pedro, que como todo portero tiene sus puntillas de curiosidad.
—¡Qué ha de dar, viejecito!, si no es capaz de darle agua al gallo de la pasión.
San Pedro dio un salto como si hubiera visto a Pilatos.
—Te he dicho que nada de indirectas —exclamó.
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