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textos disponibles fecha: 29-10-2020


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Amor Correspondido

Vicente Riva Palacio


Cuento


Aquella noche que habíamos comido en el club, y a pesar de que los dos no más ocupábamos una pequeña mesa en uno de los ángulos del comedor, la conversación era tan interesante, y la sobremesa tanto se había prolongado, que largo tiempo transcurrió sin que pensáramos en levantarnos.

Yo escuchaba atentamente al conde, en una especie de abstracción, hasta que me hicieron volver en mí once campanadas que lentamente sonaron en el gran reloj de aquel salón.

Levanté la cara y miré en derredor. ¡Qué aspecto más triste y más extraño presenta el comedor de un club o de un hotel, cuando se han retirado ya los últimos concurrentes y a nadie se espera!

Algunos criados conversaban en voz baja en uno de los extremos. Uno que otro, pasaba registrando las mesas, como buscando alguna cosa olvidada. Asomaban por el fondo las cabezas de los cocineros, con el imprescindible gorro blanco.

El jefe del comedor hacía cuentas en una de las mesas, y tenía delante de sí un rimero de papeles.

Algunas luces se habían apagado, las sillas rodeaban aún las mesas, sobre las cuales quedaban las servilletas de los que habían comido, como haciendo el duelo a su soledad, y el silencio sustituía a la animación y al bullicio que reinaba pocas horas antes.

En la atmósfera parecían vagar los dichos agudos y las frases espirituales cruzadas entre los concurrentes, y creeríase que estas frases y esos dichos, como golondrina que se entra por casualidad en una habitación, volaban chocando contra los muros, azotando los techos con sus alas y resbalando por los rincones hasta encontrar una salida.

El conde me había contado aquella noche la historia de unos amores que le traían completamente preocupado; porque aquellos amores eran una especie de novela romántica y por entregas.


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4 págs. / 7 minutos / 426 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Gata Coja

Vicente Riva Palacio


Cuento


—Me quiere usted contar —le dije a Delfina— ¿por qué cuida tanto a esa pobre gata coja?

—Es una historia —me contestó riendo— que le voy a referir a usted, aunque no es larga ni divertida.

Habíamos vuelto de Sevilla la Pepa y yo; la empresa que nos llevaba tronó a pocos días de estar allí. Eso sí, llevábamos una bonita contrata: siete pesetas, viajes pagados y un beneficio libre para el coro de señoras. El empresario era hombre de mucho empeño pero de pocos recursos. Hará cosa de tres años. Era el verano, y esperábamos pasarlo bueno, y sacando alguna ventaja, recorriendo las provincias.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Máquina de Coser

Vicente Riva Palacio


Cuento


Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí: una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el arma de combate de las dos pobres mujeres en la terrible lucha por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla de un naufragio; de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas, como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás. Pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta veía siempre la luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro Apolo; y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano, cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía el trabajo.


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5 págs. / 9 minutos / 153 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Stradivarius

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Qué es lo que usted desea? Pase usted, caballero; aquí hay todo lo que puede necesitar. Tome usted asiento si quiere…

—Mil gracias. Deseaba yo ver unos ornamentos de iglesia de mucho lujo.

—Aquí encontrará usted cuanto necesite: casullas, capas pluviales, cíngulos, amitos, paños de corporales, palios, en fin, todo muy bueno, de muy buena clase, muy barato y para todas las fiestas del año.

—Pues veremos; porque tengo un encargo de un tío muy rico, de Guadalajara, que quiere hacer un obsequio a la catedral.

El vendedor era el señor Samuel, un rico comerciante y dueño de una joyería situada en una de las principales calles de México; pero en ella tanto podían encontrarse collares y pulseras, pendientes y alfileres de brillantes, de rubíes, de perlas y esmeraldas, como ornamentos de iglesia, y custodias de oro, y cálices y copones exquisitamente trabajados, como lujosos muebles y objetos de arte, de esos que constituyen la floración del gusto.

El señor Samuel, bajo de cuerpo, gordo, blanco, rubio, colorado, con la cabeza hundida entre los hombros y las narices entre los carrillos, tenía fama de ser un judío porque se llamaba Samuel, porque era muy rico y muy codicioso, porque gustaba mucho de comer carne de cerdo, lo cual para el vulgo era una prueba de que su religión se lo prohibía, fundándose en que la prohibición causa apetito, y, por último, porque los sábados estaba tan alegre como los cristianos el domingo.

El otro interlocutor era un joven pálido, alto y delgado, mirada triste, melena lacia, levita negra vieja y pantalón ídem, es decir, negro y viejo. Además, aunque esto debía ser accidental, llevaba en la mano izquierda un violín metido en una caja forrada de tafilete negro con adornos de metal amarillo, que semejaba el ataúd de un párvulo.

A no caber duda, era un músico.


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4 págs. / 7 minutos / 477 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Matrimonio Desigual

Vicente Riva Palacio


Cuento


Comenzaba a anochecer cuando llegamos a Covadonga. La luna, en creciente, estaba casi a la mitad del cielo, y su débil claridad se mezclaba con las últimas luces del crepúsculo, dando a todos los objetos un aspecto fantástico, aumentando sus proporciones con la indecisión de los perfiles.

Muchos días hacía que soñábamos con Covadonga. Sentíamos la fiebre de la impaciencia por conocer aquel lugar histórico, y revivíamos las tradiciones y las crónicas en nuestro cerebro, y multiplicábamos las leyendas que brotan de cada uno de los cantos que han inspirado aquellas rocas, sagradas para los españoles. Así es que, al llegar y penetrar en la cañada en aquella hora tan misteriosa, nuestra imaginación se exaltaba, y nos parecía que escuchábamos el alarido de los moros y el ronco grito de los cristianos; y con asombro contemplábamos aquellos enhiestos peñascos, y Covadonga nos parecía una inmensa concha de granito que había cerrado sus valvas gigantescas para abrigar como una perla a un grupo de héroes, y las abrió después para que de allí saliera el germen de un pueblo que debía crecer y robustecerse cada día, reconquistar su patria y pasear triunfante sus banderas en el siglo XVI por la mitad del mundo.

Nos dieron albergue en la hospedería, y a las ocho de la noche nos sentamos a comer, los pocos peregrinos que allí estábamos.

La conversación de sobremesa tomó un carácter de familiaridad muy agradable, porque éramos pocos y todos habíamos llegado en busca de la impresión que debía causarnos aquel lugar.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Favores de Fortuna

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

No hay divinidad a quien se rinda culto más sincero y universal que a la Fortuna. Los hombres desde que empiezan a serlo, en lo que llaman edad de la razón le consagran la vida. Fortuna en cambio con la esperanza les atrae, con la codicia les excita, con la molicie les corrompe, o con la soberbia les ciega, hasta que enseñoreada de ellos, les deja unas veces que realicen su ambición y otras que satisfagan su apetito. Nadie la desprecia sin que le llamen loco, a ninguno que la logra se le considera necio; de unos se deja conseguir por la astucia, a otros se somete por capricho, los más se arrojan a conquistarla, los menos procuran merecerla: es tal su perversión que gusta de que la tomen por fuerza, y es tan grato su imperio y son tan dulces sus halagos que luego de poseída no hay debilidad en que el animoso no incurra por conservarla, ni fortaleza que el apocado no intente por no perderla. Sus amantes son infinitos, y a ellos se entrega como cortesana que ni cuida de escogerlos, ni piensa en lo que le sacrifican, ni estima lo que les concede, ni repara en cuándo se lo quita. Con unos parece que se encariña desde que nacen, y les colma de dones toda la vida: a otros sonríe sólo en la vejez para amargarles la muerte; y hasta más allá del sepulcro llega su influjo, pues ni deja que sea cada cual llorado según su mérito ni reparte con justicia la gloria. No hay grande de la tierra, por ensalzado que esté, a quien no pueda poner más en alto todavía; ni humilde, por bajo que se halle, a quien no sepa encumbrar sobre el primero. Reparte sus dones unas veces complaciéndose en detenerse para colmar deseos, y otras los deja caer a la carrera para que queden las alegrías truncadas y los placeres incompletos.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Olvidado

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Desde que la mano levantaba el pegado cortinón de alfombra, reforzado con tiras de cuero, quedaban los ojos deslumbrados. La iglesia estaba hecha un ascua de oro. Las capillas laterales despedían resplandores amarillentos que, como grandes bocanadas de claridad, se confundían en el centro de la nave: de los arcos pendía multitud de arañas con flecos, colgajos y prismas de cristal tallado, en cuyas facetas irisadas se multiplicaba hasta lo infinito el tembleteo de las luces: y, al fondo, el retablo del altar mayor semejaba un monumento de oro adivinado tras la pirámide de llamas formada por cirios y velas, cuyos pábilos chisporroteaban, esmaltando de puntos rojos las espirales del incienso que flotaba en la atmósfera calurosa y pesada.

Casi no se distinguían imágenes, confesionarios, puertas, pinturas, ni tapices; los bultos y las líneas, perdidos la forma y el contorno, estaban ofuscados por un fulgor que, a pesar de su intensidad, recordaba la palidez enfermiza y triste de la cera. Las lámparas de aceite, repartidas a distancias y alturas desiguales, brillaban con claridad verdosa; y sobre la alta cornisa, de donde arrancaba la bóveda, había una línea de ventanas cegadas con cortinas en que los rayos del sol se detenían, iluminando los bordes de la tela y resbalando luego, amortiguados y débiles, por las molduras polvorientas.

A los lados, en las entradas de las capillas, estaban los hombres, en pie la mayor parte, algunos arrodillados, todos cansados, formando grupos donde resaltaban los cráneos relucientes, las cabezas canas y los rostros encendidos del calor.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Problema Irresoluble

Vicente Riva Palacio


Cuento


Juanita no sabe servir, pero es muy lista y aprenderá pronto. Blanca estará muy contenta con su doncella galleguita, porque dentro de dos meses le será muy útil, pero es preciso desasnarla. Queda cumplido su encargo, y yo me repito su seguro servidor y capellán, que besa su mano,

Blas Padilla
 

Así terminaba la carta de recomendación con que Juanita había llegado a la casa de Emilio. Porque Emilio encargó una chica a Galicia para que sirviera de doncella a su mujer.

Emilio y Blanca estaban en la luna de miel, y a Blanca, como a todas las recién casadas, le sobraban muchas horas del día, y era para ella una diversión enseñar a Juanita y estudiar la sorpresa que le causaban todos los refinamientos de la civilización.

Apenas podía la chica comprender que algunas veces llegara un hombre a arreglar las uñas de las manos a su señorita, ni que todos los días viniera una mujer expresamente a peinarla; pero lo que más le asombraba era el teléfono, y al tercer o cuarto día de estar en la casa la sorprendió Blanca en el aparato, teniendo una trompetilla en la oreja y hablándose a sí misma con la otra.

Pero rápidamente, con esa educabilidad y esa aptitud de asimilación que tan en alto grado poseen las mujeres, Juanita vestía como las criadas de Madrid; hablaba a su señorita en tercera persona; cantaba todo lo que oía tocar en los organillos y lucía, como una pulsera de oro, una cinta negra con que se oprimen la muñeca de la mano derecha las chicas que por planchar mucho sufren en esa parte del brazo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Generala

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Cuando el General Don Miguel Rojas hizo aquel disparate de casarse, ya debía pasar de los sesenta. Era un veterano muy simpático, con grandes mostachos blancos, un poco tostados por el cigarro, alto y enjuto y bien parecido, aun cuando se encorvaba un tanto al peso de los años. Crecidas y espesas tenía las cejas, garzos y hundidos los ojos, cetrina y arrugada la tez, y cana del todo la escasa guedeja, que peinaba con sin igual arte para encubrir la calva. La expresión amable de aquella hermosa figura de veterano atraía amorosamente. La gravedad de su mirar, el reposo de sus movimientos, la nieve de sus canas, en suma, toda su persona, estaba dotada de un carácter marcial y aristocrático que se imponía en forma de amistad franca y noble. Su cabeza de santo guerrero parecía desprendida de algún antiguo retablo. Tal era, en rostro y talle, el santo varón que dio su nombre a Currita Jimeno.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Si Acaso

Vicente Riva Palacio


Cuento


—Pepe —dijo la condesa tocando suavemente en el hombro a su marido, que dormitaba en un sillón al lado de la chimenea.

—¿Qué pasa? —dijo él incorporándose.

—¿No vas a ir al club? Son muy cerca de las siete.

—Te agradezco que me hayas despertado; voy a vestirme. Y tú, ¿qué piensas hacer esta noche?

—Es nuestro turno del Real, y si viene Luisa, iremos un rato. ¿Tú no vas al palco con nosotras?

—Veré si puedo. Por ahora voy a vestirme.

Media hora después, el conde, envuelto en su gabán de pieles, se acomodaba en su berlina, diciendo al lacayo:

—Al Veloz.

Cuando el ruido del carruaje anunció que el conde se alejaba, alzóse el portier del salón en que había quedado la bella condesa, y la cabeza rubia de una mujer joven asomó por allí.

—¿Se ha ido? —preguntó a media voz.

—Sí, Luisa, entra.

—¿Insistes en tu plan?

—Si; no hay peligro alguno, y además, Luciano me ha prometido ayudarme.

—¿Lo crees seguro?

—Vaya, y necesario. En toda esta temporada del Real no he conseguido que me acompañe un solo día al palco por irse al Veloz. ¡Dichoso Veloz! No sé qué tiene para nuestros maridos. Y después de todo, debe ser muy aburrido. Pero esta noche sí me acompaña; vaya si me acompaña. Ahora voy a vestirme yo también.

El club estaba lleno. Unos socios jugaban al tresillo o al whist, haciendo tiempo mientras se abría el comedor. Otros conversaban alegremente en los salones. Se oyó el timbre del teléfono, y pocos momentos después, un criado entró preguntando:

—¿El señor marqués de la Ensenada?

—¿El marqués de la Ensenada? —dijo uno.

—Sí, señor —contestó el criado—. Le llaman al teléfono.

—Pero hombre, si el marqués hace siglos que murió.

—Llamarán a la calle del Marqués de la Ensenada —dijo otro.


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2 págs. / 3 minutos / 88 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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