Textos más cortos disponibles publicados el 30 de octubre de 2020 | pág. 2

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textos disponibles fecha: 30-10-2020


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Carta de Amor

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Aunque escribo esta carta pensando en tí, mujer, no es para que tus queridos ojos claros la desfloren, ni para que tu corazón apresure su latir oyendo la confesión del mío.

Me dirijo á tí, en pensamiento. No eres tú quien está lejos de mí, sino tu corazón. No exento de triste voluptuosidad me abro á tí, de fantasía, como remedo pesaroso del tiempo, aun cercano y tan dulce, en que hablábamos de amores, las cabezas muy juntas, mis ojos en tus ojos, tus manos en las mías.

Sin embargo, verás estos renglones. Después de todo, tienes derecho á mirar por la rendija de luz que abrieron tus ojos en mi alma. Ahora no será, sino algún día, cuando yo me aleje más de tu memoria; y de tí no quede en el corazón del bardo errante más que un recuerdo, terrón de mirra, de esos que aroman la juventud.

Lo más dulce de nuestro amor fue su génesis: el espacio del primer saludo al primer beso; lo más noble su plenitud: el paréntesis de felicidad; lo más inquietante su ocaso, que, como toda agonía, es un dolor.

Hoy es sábado. Algunas semanas atrás este día era para nosotros de encanto. Nos complacíamos, por una extraña convención, en adornarlo con las rosas florecidas en esta mañana de juventud. Lo imaginaste un día propicio; y era en efecto un día de locura. Aunque, á la verdad, tu capricho no lo comprendo ahora; para nosotros ¿cuál día no era sábado?

¡Hoy, cuán distinto! nos separámos, huyéndonos. Tú correrás á tus amigas, ó al parque, ó al vértigo de la avenida; yo me encierro voluntario en estos muros, abro la jaula á mis tristezas y las miro batir las alas de sombra.

¿Vuelan tus horas tranquilas? ¿Nunca me consagras tu pensamiento? ¿Es verdad tu ficción? ¿Nada turba tus noches? Tu máscara es de impasible. No revelas sino harmonía y bienaventuranza.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cabo Rojas

Daniel Riquelme


Cuento


El capitán X —muy conocido en el Ejército por su nombre verdadero— tenía por asistente a un soldado que era una maravilla de roto y de asistente.

—¡Cabo Rojas! —gritaba el capitán.

Y Rojas, que no era cabo sino en promesas y refrán, aparecía como lanzado por resorte de teatro, la diestra en el filo de la visera y en la costura del pantalón el dedo menor de la mano izquierda.

—Se necesita, señor Rojas, una friolera. Vaya usted y busque por ahí unos diez pesos; porque ya estamos a ocho del mes y esta noche... pero nada tiene usted que saber, y largo de aquí a lo dicho.

Y si Rojas no arrancaba en volandas, alcanzábale de seguro un par de puntapiés, bota de caballería, doble suela, número cuarenta, que era lo que calzaba el capitán.

Y el capitán no salía de estas fórmulas y tratos lacedemonios, reconociendo probablemente toda la razón que asistía a don Quijote cuando en apesadumbrado tono decía a su escudero:

—La mucha conversación que tengo contigo, Sancho, ha engendrado este menosprecio.

En cuanto al cabo Rojas, bien podía tardar un año en volver; pero en volviendo era fijo que con el dinero, que entregaba discretamente en disimulados y respetuosos envoltorios.

Cuando había personas delante, Rojas hacía paquetes de boticario.

Otras veces no esperaba órdenes de su jefe para lo que era menester.

En tales casos colocaba en sitio seguro y a la mano del capitán sus entierros, que diez pesos, que unos cinco, según andaban los tiempos y la cara de aquél.

En las noches en que el capitán no salía y se acostaba temprano para yantar sueños y desechar penas, no se requerían más discursos.

Rojas volaba puerta afuera a donde Dios sabía.

Aquello indicaba por lo claro que no había ni medio, y, en consecuencia, que el despertar sería con viento y marea para veinticuatro horas menos.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Misas de Lima

Daniel Riquelme


Cuento


Paralela y cosida a la campaña por la patria, cada roto se fue haciendo pro domo sua, otra no menos gloriosa a todo lo largo del camino que corrió en tierras del Perú —particularmente en aquella Lima tan deseada por ellos.

Todos han de recordar la frialdad con que circuló en Chile la noticia de la declaración de guerra con Bolivia.

«Del uno al otro confín», nadie se entusiasmó por tal cosa.

Como que faltaba sujeto, tanto para la saña que requiere una guerra como para todo aquello que cada cual cifra o divisa detrás de ella.

Hablando en plata, no abrigábamos la menor odiosidad contra Bolivia.

Pero se recordará, asimismo, que la escena popular cambió súbitamente cuando nuestras bandas militares atronaban las calles con la guerrera canción: ¡Nos vamos al Perú!

Y cuando se dijo: ¡A Lima! Y en los cuarteles se izaron banderas de enganche, todos vimos que los rotos, que ya parecían agotados, hervían a las puertas, ofreciendo la persona, y que cantando dejaban después la patria y cantando se tragaban las lenguas y penurias de la jornada, creciendo las ansias de ver a la gran sultana a medida que se acercaban a ella.

¡En Lima esperaban comer de ave...!

¿Quién podrá negar ahora que esas expectativas por cuenta privada no dieron a la campaña al Perú la popularidad que faltaba a la de Bolivia?

Bolivia no significaba más que tajos dados o recibidos.

El Perú quería decir Lima, y diciendo Lima, los rotos como que sentían pasar, tras de ligera niebla de batalla —ruidos de cuerdas, de faldas, de monedas y de copas; porque, al fin y al cabo, no solamente de pan viven los hombres—, aparte de que el corazón humano es lo suficientemente ancho para esconder pequeñas esperanzas a la sombra de nobles propósitos y de grandes deberes.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Rotos y los Santos

Daniel Riquelme


Cuento


Un diario de provincia ha dado cuenta de cierto grave suceso ocurrido en el pueblo de X (más vale callar los nombres), en una de las noches de la semana que acaba de pasar con tan larga cola de calamidades.

Varios ladrones penetraron a la iglesia; se sustrajeron lo más valioso del sagrado ajuar y, no contentos con tal profanación, cometieron todavía otra mayor, arrastrando las imágenes de Dan José y de la Virgen hasta la plaza pública, poco menos que desnudas, donde en tal guisa, ala siguiente mañana, mostrolas el sol y pudo verlas el escandalizado vecindario: a ella, con cigarrillo en la boca, y a él con un naipe de las manos.

Una devota que oyó el caso, respetable señora que sostiene que no hay en Chile otros rotos descreídos que los soldados de la última campaña, en la cual, a su juicio, todos dejaron allá su sólida fe y devoción antiguas.

—¡Alguno de esos que han andado por el Perú! —dijo al punto la señora, son esa propensión a lo temerario que suele ser el pecado constitucional de muchas devotas.

No era dable contradecirla allí mismo, pero lo hago ahora —lejos de sus religiosas iras— en la convicción de que tales ladrones y bellacos, si bien pueden haber estado en el Perú y ser hasta peruanos de nacimiento, no son ni han sido soldados de nuestro ejército.

No niego que las necesidades de la guerra, crueles necesidades que a las veces se elevan a la altura de ese menester supremo de la conservación, que no reconocer pan duro, vino malo, ni mujer fea, que es como decir no tiene ni ley ni Dios, han puesto a nuestros rotos en el duro trance de echar mano de las cosas sagradas en más de un caso ciertamente; pero la historia severa e imparcial, que guarda en sus anales las acciones de los hombres, así generales como reclutas, puede testimoniar que aquéllos, aun en los más tristes extremos, supieron hermanar la necesidad con la devoción, que se supone perdida.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Batalla de «los Futres»

Daniel Riquelme


Cuento


Nuestro Ejército no contaba con Miraflores, la famosa batalla a la cual don Isidoro Errázuriz dio el nombre de batalla de «los futres» en un brindis que pronunció en el Hotel Maury de Lima, en la tarde del 17 de enero de 1881, consagrando con tal apodo el heroico y pundonoroso comportamiento con que jefes y oficiales enaltecieron aquella memorable acción.

Cierto que en el Cuartel General se preparaba para todo evento y más cierto todavía que el coronel Lynch, sin apearse de su potro obscuro, desde las puertas mismas de Chorrillos se afanaba por prevenir toda sorpresa, ordenando a cada rato:

—«Ocupen esas cerrilladas» por las alturas que dominaban el valle y el caserío del pueblo.

Y cuidados semejantes desvelaban a los demás jefes.

Pero todo eso era más bien, a lo que creo, el cumplimiento de elementales preceptos del arte de la guerra, que temor verdadero de que el enemigo tornara a levantarse después de aquella tunda que resultaba ser —viendo el campo— más que de manos de arrieros yangüeses.

Por otro lado, visible era también que nuestras tropas, cubiertas de gloria, pero rendidas de fatiga, deseaban largo reposo.

Luego el instinto de la vida y su cortejo de pasiones —todo olvidado un momento ante el amor supremo de la Patria— volvía impetuosamente a los corazones con el ansia con que tornan a su nido las aves que dispersa una tormenta.

El espectáculo mismo de los horrores sembrados sobre el campo de la batalla, clamaba con igual fuerza por la paz en nombre de la humanidad.

No habría, pues, por qué no contar aquí que nuestros soldados saludaron con hurras al tren engalanado de banderas blancas que en la mañana de 14 entró a Chorrillos, conduciendo a los mensajeros de la paz.

Sólo se firmó una tregua, pero ella era su comienzo a juicio de todos.

La luz del día 15 vino a reír sobre la fe de esa tregua y las esperanzas de tal paz.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuento Filial

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Aquella noche la pobre anciana enferma se moría. Pronta á extinguirse, al menor soplo, oscilaba en su cuerpecillo endeble la llama de la existencia. No bastó á darle vida, á su naturaleza extenuada, humano auxilio; los consuelos de la religión no la consolaban de su muerte. La vieja se aferraba á la vida. Estrechando las manos de sus hijos, que la rodeaban, decía gemebunda:

—No; no quiero morirme.

Aquella lucha de la anciana con la muerte llevaba treinta horas.

—Los viejos son así, expresaban concienzudamente los médicos; y contaban en presencia de los deudos más animosos ó más indiferentes historias de moribundos septuagenarios que, en lugar de consumirse de un tirón, como la pólvora al fuego, se chamuscaban poco á poco, á manera de torcida.

De entre los hijos de la anciana el inconsolable era José. La vieja, achacosa y maniática desde hacía algunos años, dio en la flor de no permitir que cuidase de ella sino José. Este, de índole suave, casera y femenil, se amoldó á los caprichos de la anciana. Los demás hermanos, las hembras inclusive, le cedieron generosamente el puésto en el corazón y la vida de la vejezuela, por donde vino él á ofrendar muchos de los mejores años de la juventud al cariño materno.

Para no distraerse de tan noble ocupación, aplazaba su dicha, no desposándose con Celina, hermosa mujercita á quien amaba.

José permanecía en un rincón, sollozante como un niño. De cuando en cuando abrazándose á un hermano de él, murmuraba:

—Se nos va; se nos va.

Y las lágrimas empapaban su voz.

La anciana lo llamaba á menudo.

—José, José: agua, dame agua.

O bien decía llorosa:

—Hijo mío, yo me muero; sálvame, hijo mío.

El dolor hundía todos sus puñales en el alma del pobre José. Por centésima vez interrogaba á los médicos.

—¿No hay esperanza, doctores; no hay esperanza?


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Filosofías Truncas

Rufino Blanco Fombona


Cuento


De esas raras equivocaciones tiene el destino. Aquella dama, nacida para musa ó para novia de poeta, no vivía en las estrofas de alguna gentil canción, vivía, gran señora, en un mundo del cual ella no amaba sino la pompa; y esa dulce desterrada de los poemas, consolaba su ostracismo reuniendo en su torno, músicos, novelistas, poetas, espíritus enamorados de la gloria, almas que deslumbra la verde visión de una hoja de laurel.

Esa noche parloteaban alegremente los invitados, en el saloncito carmesí. Eran hasta cinco personas: la señora, tres escritores y un viajero, recomendado de un amigo distante, y que venía de países muy remotos.

Se hablaba de todo. Se narraron sensaciones de libros y de viajes. Se picó en las ideas, como colibríes en cálices de flores.

La dama presidía. Su gentileza dejaba caer sonrisas, rosas de sus labios; y repartía miradas, besos de luz. Y eran, miradas y sonrisas, lauro lisonjero de aquella como justa.

Los escritores, á las veces, no se entendían. Bañados en el resplandor de una estrella, se tropezaban al buscar, los ojos en el cielo, la misma luz bienhechora.

Se habló de vanidad.

El novelista no negaba la suya.

—Mi vanidad es sonora como un órgano, decía.

El crítico, alma escéptica, se comparaba con Leonardo de Vinci, con Miguel Angel, con los más hermosos genios latinos y concluía porque nada que él hiciese valdría la pena.

El escéptico no se daba cuenta de su yerro. En su confesión de humilde había un rayo cegador de vanidad. El no se comparaba con los mediocres, ni siquiera con los buenos; se comparaba con los mejores y negaba la luz de su ingenio porque no ardía como un sol.

El crítico exclamaba:


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Thomson

Daniel Riquelme


Cuento


Si todos decimos sencillamente Thomson, como se dice Prat y Condell, es porque hay en esa brillante trinidad de la moderna marina nacional un parentesco de heroísmo que les coloca en un mismo altar.

Igual es con ellos el acero de las espadas y el oro de los corazones.

Caído el uno en el fragor del combate, hubiéranlo reemplazado sucesivamente los otros, sin que el enemigo, la fama ni la patria advirtieran más diferencia que los ímpetus que alienta la venganza.

Thomson era el mayor en años, galones y servicios. Prat parecía serlo por la serenidad del valor reconcentrado en sí mismo.

El valor de Thomson y de Condell era radiante como la gloria y enamorados de ella ambos se burlaban temerariamente de la muerte, que se llevó a los tres en edad temprana.

Thomson fue bautizado con la pólvora, ya que no con la sangre del combate, en que la Covadonga arrió su bandera delante de la Esmeralda y desde aquella fecha, medio borrada ahora por la mano del tiempo y las uñas de la diplomacia, parecía a todos que su ilustre jefe, don Juan Williams Rebolledo, el héroe de aquel combate, le había adoptado cual hijo predilecto en la carrera del mar. La gloria del veterano atraía al joven, que le había tomado como el modelo más hermoso del hombre y del guerrero.

El viejo, por su parte, olfateaba en el porvenir al león, que iba a nacer de aquel mozo, y acaso se veía a sí mismo en la talla gigantesca y en el alma generosa y sin miedo de esa juventud plantada a su sombra de encina real.

Por eso, a nadie extraño de gaviota, Thomson llegó en la falúa de gala al costado de la goleta; subió solo con su espada, y desde el centro de la cubierta, desnudando allí su acero, pronunció sin jactancia las palabras sacramentales:

—¡En nombre del Gobierno de Chile tomo posesión de esta nave!


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Baquedano y la Mula de Montero

Daniel Riquelme


Cuento


Se han escrito tales cosas, últimamente, sobre la batalla de Tacna, el general Baquedano y el entonces coronel Velásquez, que, a la verdad, más eran para contadas por los ciegos de Lima que no por los de Santiago.

Cierto que Baquedano no fue un genio militar; pero debe decirse al propio tiempo que de este rango no los hubo ni en las guerras de la Independencia, y que en toda la América latina, desde Bulnes exclusive, no se ha conocido en ella muchos generales que resulten superiores al general chileno.

Porque el hecho incuestionable es que Baquedano, como militar, sabía tanto cuanto sabían los militares de su tiempo, y si otros habían visto y leído más y acaso alguno hubiera podido hacerlo mejor, nadie podrá negar, si alguna elocuencia tienen los hechos consumados, que él solo en esa misma América, podía decir, parodiando al héroe griego:

—¡Mis hijas son Tacna, Chorrillos y Miraflores!

También entre las filas de los que en edad le seguían, brillaban talentos distinguidos, que habían estudiado en Europa, o sin salir del país, tenían acopiada una instrucción profesional muy superior a al que aquí corría; pero ni a ellos mismos habríaseles ocurrido ambicionar la jefatura del Ejército.

Antes por el contrario, todos estaban satisfechos de que los mandara Baquedano, a quien respetaban profundamente, subyugados chicos y grandes por el prestigio de su vida inmaculada como ciudadano, y como soldado sin miedo y sin reproche.

Por lo demás, nuestros antiguos militares, algunos de los cuales más tarde y con gloria hasta el generalato, ganaban las batallas sin muchos libros.

Años atrás murió de vejez, ya que no al peso de sus galones que no eran más que cuatro, un conocido veterano de la patria vieja, y de él se contaba que, siendo instructor de su cuerpo, decía a los soldados:


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El Perro del Regimiento

Daniel Riquelme


Cuento


Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo; perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de la marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría el suyo entre sus hijos.

Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su Regimiento, lo llamaron «Coquimbo» para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.

Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel, pues nadie se ahíja en casa ajena sin trabajo, causa era de grandes alborotos y por ellos tratose en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero «Coquimbo» no apareció. Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de la abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro había pasado.

Se cuenta que «Coquimbo» tocó personalmente parte de la gloria que el día memorable del alto de la alianza, conquistó su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Agüero, a quién pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga.

Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual de Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas...

Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras, mayormente desde cada hay que esconder.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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