Aquí está, sencillamente, sin frases y adornos, la triste historia
del poeta Korriscosso. De todos los poetas líricos de que tengo noticia,
este es, ciertamente, el más infeliz. Le conocí en Londres, en el hotel
de Charing-Cross, en un amanecer helado de diciembre. Había yo llegado
del Continente, desfallecido por dos horas de Canal de la Mancha... ¡Ah,
qué mar! Y eso que era solo una brisa fresca del Noroeste; mas allí, en
la cubierta, por debajo de una capa de hule, con la cual un marino me
había cubierto como se cubre un cuerpo muerto, fustigado por la nieve y
por las olas, oprimido por aquella tiniebla tumultuosa que el barco iba
rompiendo a estruendos y encontrones, parecíame un tifón de los mares de
la China...
Apenas entré en el hotel, helado y aún mal despierto, corrí a la vasta chimenea del hall
y allí quedé saturándome de aquella paz caliente en que estaba la sala
adormecida, con los ojos beatíficamente puestos en la buena brasa
escarlata. Y estando así fue cuando vi aquella figura flaca y larga, ya
de frac y corbata blanca, que del otro lado de la chimenea, en pie, con
la taciturna tristeza de una cigüeña pensativa, miraba también los
carbones ardientes, con una servilleta debajo del brazo. Mas el portero
había cogido mi equipaje y fue a inscribirme en el bureau. La
tenedora de libros, tiesa y rubia, con un perfil anticuado de medalla
usada, dejó su crochet al lado de su taza de té, acarició con un gesto
dulce sus dos bandos rubios, escribió correctamente mi nombre, con el
dedo meñique erecto, haciendo rebrillar un diamante, y ya me encaminaba
hacia la amplia escalera, cuando la figura magra y fatal se dobló en un
ángulo, murmurándome en un inglés silabeado:
—Ya está servido el desayuno de las siete...
Yo no quería el desayuno de las siete, y me fui a dormir.
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