Hucha de Plata como finalista de la edición XXVI del Concurso Hucha de Oro de 1991, convocado por la Confederación Española de Cajas de Ahorro
José Álvarez Alto
era, sin duda, Álvarez, pero no alto estrictamente. Tampoco era
buena persona. Usaba navaja para limpiarse las uñas y otros
quehaceres y, cuando no bebía en la tasca o discutía agriamente con
cualquier próximo, se ganaba la vida sirlando.
Sirlar es un arte
que necesita nervios de titanio, mala cara y, obligatoriamente, un
fierro. Un fierro es una pistola o revólver. Si se tiene buena
entraña, puede estar estropeado. Si uno es precavido, mejor que
funcione, porque a veces los ciudadanos no se dejan sirlar, o sea, se
defienden, malditos sean, llenos de apego a los bienes materiales.
Pero José Álvarez
Alto, (a) Pepe, era de mala sangre. Sirlaba a amigos y enemigos. Con
entusiasmo. Luego, cuando cogía un mal extraño que él llamaba la
mona, rompía billetes o los quemaba mientras profería maldiciones
que le pintaban bravo.
Un lunes en que no
debía de tener la cabeza despejada de la última mona, le dejaron
seco al lado mismo de la Telefónica. De espaldas contra la pared,
plegado, quedó caído Pepe con los ojos abiertos, una mano en el
pecho, por debajo de la cazadora vaquera, y la otra, palma al cielo,
sobre los mismos gunguis, como él llamó en vida a los atributos que
le habían hecho el terror del barrio. Muerto y todo miraba mal, el
condenado.
Ajena a los
problemas del caído Pepe, Madrid se desperezaba y, en forma ya,
ponía en marcha sus grandes motores para bombear miles de gentes por
las calles. José Álvarez Alto, una mano en el pecho y otra sobre
los gunguis, las contemplaba con sus ojos ciegos, amorugado en un
silencio que ya no rompería y envuelto por los ruidos de la
humanidad con prisa.
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