Primera parte
Capítulo I. Desengañado
I
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba
Dulcenombre, y el que entró Ángel Guerra, hombre más bien grueso que
flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de
malas pulgas y... Pero ¿a qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo
que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (para que la verdad
resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era
su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín
de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo
primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero, y mostrar
a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos
goteaba.
—Mira como vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que
no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía
del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los
garfios de una carnicería.
¡Querido, ay —exclamó al fin—, bien te lo dije!... ¡Para qué te metes en esas danzas?
Dejose caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su, boca,
como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y
después revolvió sus ojos por todo el ámbito de la estancia, cual si
escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el
techo. Mas no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de
estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando
azorados la salida, tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los
cristales, y nos atormentan con su murmullo grave y monótono, expresión
musical del tedio infinito.
—¿Tienes árnica? —dijo Guerra mirándose la ensangrentada, mano.
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